Lucio Victorio Mansilla - Una excursión a los indios ranqueles

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A fines de 1868 Lucio Victorio Mansilla llega a Córdoba con el cargo de comandante de fronteras. Trabaja intensamente en la provincia y, dos años después, resuelve firmar un tratado de paz con los indios ranqueles. Viaja a las tolderías de los caciques Ramón, Mariano Rosas y Baigorrita, donde permanece más de dos semanas. Su plan de pacificación es posteriormente rechazado tanto por el presidente Domingo F. Sarmiento como por el Congreso, frustrándose así una de las últimas oportunidades de establecer con los indios un sistema de convivencia razonable y de mutua comprensión y respeto. Sin embargo, su permanencia entre los ranqueles dará origen a una de las obras más fascinantes y mejor escritas de nuestra literatura:
Una excursión a los indios ranqueles, que fue primero publicada en entregas en forma de cartas o apostillas en el diario
La Tribuna, en las que mediante un estilo ágil, de sorprendente modernidad, el autor da una descripción veraz y objetiva de la situación de los pueblos originarios que habitaban la actual República Argentina. La rica personalidad de Mansilla, una de las más interesantes de nuestro pasado histórico y literario, se manifiesta en toda su potencia en este libro singular, que Tolemia ofrece en su versión completa.

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Cuando llegaba al fin de mi cuento, serían las ocho.

Di mis órdenes, encerraron en el corral los caballos, se tomó y ensilló en un abrir y cerrar de ojos, montamos, nos pusimos en camino y esa noche sucedieron cosas raras...

Basta de cuentos.

13

Martes es mal día. Trece es mal número. Los quatorzième. Marcha nocturna. Pensamientos. Sueño ecuestre. Un latigazo. Historia de un soldado y de Antonio. Alto. Una visión y una mulita.

Ayer fue martes; mal día para embarcarse, casarse, presentar solicitudes, pedir dinero a réditos y suicidarse.

A más de ser martes, esta carta debía llevar, como lleva, el número trece, número de mal agüero, misterioso, enigmático, simbólico, profético, fatídico, en una palabra, cabalístico.

Las cosas que son trece salen siempre malas. Entre trece suceden siempre desgracias. Cuando trece comen juntos; a la corta o a la larga alguno de ellos es ahorcado, muere de repente, desaparece sin saberse cómo, es robado, naufraga, se arruina, es herido en duelo. Finalmente, lo más común es que entre trece haya siempre un traidor.

Es un hecho que viene sucediéndose sin jamás fallar desde la famosa cena aquella en que Judas le dio el pérfido beso a Jesús.

Es por esa razón que en Francia, nación cultísima, hay una industria, que no tardará en introducirse en Buenos Aires, donde todas las plagas de la civilización nos invaden día a día con aterrante rapidez. El cólera, la fiebre amarilla y la epizootia le quitan ya a la antigua y noble ciudad, el derecho de llamarse como siempre. Pestes de todo género y auras purísimas; es una incongruencia.

Debiera quitarse nombre y apellido, como hacen los brasileros, en cuyos diarios suelen leerse avisos así:

“De hoy en adelante, Juan Antonio Alves, Pintos, Bracamonte y Costa, se llamará Miguel da Silva, da Fonseca e Toro. Tome buena nota el respetable público”

Es una excelente costumbre que prueba los adelantos del Imperio. Porque mediante ella, los pillos hacen sus evoluciones sociales con más celeridad. En un país semejante, Luengo no tendría más que poner un aviso para ser Moreira, persona muy decente.

La industria de que hablaba toma su nombre de los que la ejercen, llamados le quatorzième (decimocuarto).

Le quatorzième, no puede ser cualquiera. Se requiere ser joven, no pasar de treinta y cinco años, tener un porte simpático, maneras finas, vestir bien, hablar varios idiomas y estar al cabo de todas las novedades de la época y del día.

Cuando alguien ha convidado a varios amigos a comer en su casa, en el restaurant o en el hotel, y resulta que por falta de uno o más no hay reunidos sino trece y que se ha pasado el cuarto de hora de gracia concedido a los inexactos, se recurre al quatorzième.

¡Cómo han de comer trece, exponiéndose a que bajo la influencia de malos presentimientos, la digestión se haga con dificultad!

Se envía, pues, un lacayo en el acto, por el quatorzième. En todos los barrios hay uno, así es que no tarda en llegar; es como el médico.

Entra y saluda, haciendo una genuflexión, que es contestada desdeñosamente, y acto continuo se abre la puerta que cae al comedor, o no se abre, porque los convidados pueden estar en él o por cualquier otra razón, y se oye: monsieur est servi!

Siéntanse los convidados. ¡Qué felicidad! ¡La sopa humea de caliente, no se ha enfriado! La alegría reina en todos los semblantes. Han comenzado a sonar los platos, a chocarse las copas. De repente óyese un grito del anfitrión:

–¡Ahí está al fin! Siéntese usted donde quiera, que los demás no vendrán ya.

Y Monsieur de la Tomassière (en un tipo de este apellido, Paul de Kock ha personificado el tipo de esos amigos fastidiosos que siempre llegan tarde), se presenta y se sienta, pidiendo disculpas a todos y protestando que es la primera vez que tal cosa le sucede.

Mientras tanto, le quatorzième ha visto una seña del dueño de la casa, que en todas partes del mundo quiere decir: retírese usted, y sin decir oste ni moste se ha eclipsado. Iba quizá a probar la sopa, cuando Mr. de la Tomassière se presentó.

Al llegar a la puerta de la calle de donde vive, se halla con un necesitado que le espera. En otro banquete le aguardan con impaciencia. Han buscado varios quatorzième, no hay ninguno. Esa noche dan muchas comidas, hay muchos inexactos o un exceso de previsión y la demanda de quatorzième es grande desde temprano.

El quatorzième marcha; llega, igual escena a la anterior. Tiene que desalojar su puesto antes de haber probado un plato siquiera de cosa alguna.

Al volver a llegar a la puerta de su pobre mansión, otro necesitado. Le sigue con éxito semejante al de los pasados convites.

Hay noches en que las idas y venidas del pobre quatorzième exceden toda ponderación.

Ha ganado bien su dinero, porque cada viaje se paga, pero ha pasado por el suplicio de Tántalo.

La civilización de Buenos Aires debe pensar seriamente en esto. No soy un alarmista. Pero sostengo que así como estamos amenazados de muchas pestes por falta de policía municipal, hace muchos años que la educación se descuida inculcar en los niños esta idea: uno de los mayores defectos sociales es hacer esperar,

Tan es así, que me acuerdo yo de un andaluz que vivió once años de huésped en casa de una tía mía. Un día anunció que se iba a su tierra. ¡Ya era tiempo! Su despedida consistió en esto:

Señora, usted no puede tener queja de mí, siempre he estado presente a la hora fija de almorzar y comer.

Con lo cual se marchó, habiendo dicho no poco, que él que no ha esperado jamás gente a comer, porque nunca ha dado comidas, habiéndose limitado a comerlas, no sabe lo que es esperar a un huésped o a un convidado.

Indudablemente, debe haber una enfermedad que los médicos no conocen, proveniente de la impaciencia de esperar gente a comer.

La ciencia no tardará en descubrirla y en agregarla a la nomenclatura patológica.

Creo haberte explicado suficientemente, Santiago amigo, que si esta decimotercia carta no se publicó ayer, ha sido porque fue martes y porque su número es fatal.

Cuando me moví de Utatriquin,

The bright sun was extinguish’d and the stars Did wander darkling, in the eternal space.

La noche estaba bastante obscura. El monte era muy espeso y en las sendas de la rastrillada había muchos troncos de árbol y pequeños arbustos. Era sumamente incómodo para el caballo y para el jinete. Teníamos que andar muy despacio. Nos dormíamos... De vez en cuando una rama de algarrobo o de chañar azotaba la faz del caminante y le sacaba de su sopor.

La lentitud del aire de la marcha hacía que mi comitiva no fuera en tanta dispersión como otras ocasiones.

Yo iba mustio y callado, como la misma noche.

Pensaba en el instante inesperado que marca más tarde o más temprano en el cuadrante de la vida, el pasaje de lo conocido a lo desconocido, de la triste realidad a un quién sabe más triste aún; a un estado inconsciente, al vacío, a la nada; pensaba en lo que serían mis días hasta ese instante solemne en que extinguiéndose mi vista, mi voz, con el último soplo de vida, me quede todavía aliento para reunir todas las fuerzas de mi espíritu y decirme a mí mismo: ¡Me muero!

Y pensando en esto, me engolfé en otras reflexiones, y cuando la duda horrible y desgarradora me asaltó, recordé a Hamlet:

... To die, – to sleep...

To sleep! perchance to dream.

Me quedé como soñando... Veía todos los objetos envueltos en una bruma finísima de transparencia opaca; los árboles me parecían de inconmensurable altura, vi desfilar confusas muchedumbres, ciudades tenebrosas, el cielo y la tierra eran una misma cosa, no había espacio...

Un latigazo aplicado a mi rostro por el gaje de un espinillo, en cuyas espinas quedó enganchado mi sombrero, obligándome a detenerme, me sacó del fantástico fantaseo en que me sumía la somnolencia producida por la monotonía de la marcha.

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