Varios soldados me seguían de cerca conversando. Parece que hacía rato se contaban por turno sus aventuras. El que hablaba cuando mi atención se fijó en el grupo, decía así:
–Pues, amigo, a mí me echaron a las tropas de línea sin razón.
– ¡Cuándo no! –le dije–, ya saliste con una de las tuyas. Nunca hay razón para castigarlos a ustedes.
–Sí, mi coronel –repuso–, créame.
–¿Cómo fue eso?
–Yo tenía un amigo muy diablo a quien quería mucho, y a quien le contaba todo lo que me pasaba.
Se llamaba Antonio.
Al mismo tiempo tenía amores con una muchacha de Renca, que me quería bastante, cuyo padre era rico y se oponía a que la visitara.
Mi intención era buena.
Yo me habría casado con la Petrona, ése era su nombre.
Pero no basta que el hombre tenga buena intención si no tiene suerte, si es pobre. Tanto y tanto nos apuraba el amor, que al fin resolvimos irnos para Mendoza, casarnos allí y volver cuando Dios quisiera.
En eso andábamos, viéndonos de paso con mucha dificultad; porqué siempre nos espiaban los padres y el juez, que era viudo y medio viejo, que quería casarse con la Petrona, y cuya hija menor tenía tratos con Antonio, de quien era muy enemigo, siempre lo amenazaba con que lo había de hacer veterano.
Un día arreglamos al fin, después de mucho trabajo, cómo habíamos de fugar. Yo debía sacar a la Petrona de su casa en la noche.
Antonio me acompañaría para cuidar la ventana, que era por donde había de entrar.
No podíamos descuidarnos con el juez.
La ventana caía al cuarto del padre de Petrona, que era jugador, muy jugador, lo mismo que Antonio. En ese tiempo había hecho una gran ganancia. A Antonio le había ganado todas sus prendas y éste le andaba con ganas.
Petrona dejó apretada la ventana. Una tía la acompañaba y dormía junto con ella, en el mismo cuarto. Doña Romualda, la madre, andaba por el puesto.
Esa noche era muy linda ocasión, porque el padre de Petrona estaba de tertulia.
Tempranito estuvo Antonio en ella y vino a avisarme que el hombre ganaba ya mucho, diciéndome que si no nos apurábamos erraríamos el golpe.
Aunque la hora convenida con Petrona era cuando le diesen las cabritas, me resolví a ir un poco más temprano.
Todo estaba pronto, caballos y con qué comprar algo por el camino. Yo tenía algunos reales.
Salimos de casa con Antonio, llegamos a la ventana de Petrona, la empujamos despacito y salté yo sin hacer ruido, dejándola abierta. Cuando estuve en el cuarto, oí roncar. Era el padre de Petrona, que según los cálculos de Antonio, se había retirado de su tertulia antes de la hora acostumbrada.
Antonio sintió los ronquidos y me dijo en voz baja: Vámonos, ché; hoy no se puede. No quise obedecerle, y por toda contestación le dije: –¡Chit!
El cuarto estaba oscuro; tenía que caminar en puntas de pie, con mucho cuidado para no hacer ruido, hasta acercarme a la cama de Petrona.
Ella me había sentido. Lo mismo que yo, contenía la respiración. Si se despertaba el padre, teníamos mal pleito. Ella no se escapaba de una soba, yo de una puñalada, porque era malísimo.
Me acercaba a la cama de Petrona sin sentir que detrás de mí había entrado Antonio.
Le había ya tomado la mano y ella iba a levantarse, cuando oímos ruido de plata y un grito:
–¡Ah, pícaro!
Era la voz del padre de Petrona.
Antonio tuvo la tentación de robarle, él lo sintió y le agarró del poncho.
Yo no podía salir sino por donde había entrado; esconderme bajo la cama era peligroso.
El padre de Petrona gritaba con todas sus fuerzas: –¡Ladrones! ¡Ladrones!
La tía se levantó. Yo intenté escaparme. Pero no pude: delante de mí salía Antonio, me obstruyó el paso, y el padre de Petrona me agarró.
Luché con él un rato inútilmente. La hermana le ayudaba.
Petrona estaba medio muerta. El padre, furioso, porque ella también no venía en su ayuda, encendiendo luz pronto. La amenazó con matarla si no lo hacía. Tuvo que hacerlo.
Para esto, Antonio se había ido con la plata.
Entre el padre de Petrona y la hermana, me amarraron bien.
A los gritos vinieron dos de la partida de policía, que estaba cerca de allí, y me llevaron preso. Me pusieron en el cepo para que dijese dónde estaba la plata, y contesté siempre que no sabía, que yo no la había robado.
Me preguntaron que si tenía cómplices, teniéndome siempre en el cepo, y contesté que no.
–¿Y por qué no decías que Antonio era el ladrón?
–¿Y cómo lo había de descubrir a mi amigo? ¿Y cómo la había de perder a Petrona cuando la quería tantísimo? Yo prefería pagar por ladrón a ser delator de mi amigo; yo prefería pasar por ladrón y no que dijeran que Petrona era mi querida. Yo prefería ser soldado a todo eso.
Además, como todas las mujeres son iguales, falsas como la plata boliviana, supe esos días no más, antes que me echaran a las tropas de línea, que Petrona decía, para salvarse del castigo de su padre, que algo andaba maliciando que yo era un pícaro que la había solicitado a ella de mala fe, con sólo la intención de hacer el robo que había hecho.
Quién sabe si no hubiera sido eso, si no declaro al fin, atormentado por el cepo, que Antonio era el ladrón; éste ya se había ido para la sierra de Córdoba, y ¡cuándo lo pescaban siendo, como era, un muchacho tan diantre! Era mozo muy gaucho y alentado.
–¿Y, te acuerdas todavía de Petrona, Macario?
–¡Ay!, mi coronel, si las mujeres cuanto más malas son, más tardamos en olvidarlas.
–¿Y nunca hubo nada con ella?
–Mi coronel, usted sabe lo que son esas cosas de amor, cuando uno menos piensa...
–La ocasión hace al ladrón –dijo Juan Díaz, uno de mis baquianos, muy ocurrente.
En esos momentos el bosque se abría formando un hermoso descampado; la nítida y blanca luna se levantaba, y las estrellas centelleaban trémulamente en la azulada esfera.
Detuve mi caballo, que no obedecía como un rato antes a la espuela, y dirigiéndome a los franciscanos, que no se separaban de mí, les consulté si tenían ganas de descansar un rato.
–Con mucho gusto –contestaron. Los buenos misioneros iban molidos; nada fatiga tanto como una marcha de trasnochada.
El pasto estaba lindísimo, la noche templada, pararnos no les haría sino bien a los animales.
Pasé la voz de que descansaríamos una hora.
Se manearon las madrinas de las tropillas, cesó el ruido de los cencerros, único que interrumpía el silencio sepulcral de aquellas soledades, y nos echamos sobre la blanda hierba.
Yo coloqué mi cabeza en una pequeña eminencia, poniendo encima un poncho doblado a guisa de almohada, y me dormí profundamente.
Tuve un sueño y una visión envuelta en estas estrofas de Manzoni, a manera de guirnalda o de aureola luminosa:
Tutto ei provó; la gloria Maggior dopo il periglio, La fuga, e la vittoria,
la reggia, e il triste esiglio. Due volte nella polvere, Due volte sugli altar.
Me creía un conquistador, un Napoleón chiquito.
De improviso sentí, como si la cabeza se me escapara; hice fuerzas con la cabeza, endureciendo el pescuezo; la tierra se movía; yo no estaba del todo despierto, ni del todo dormido. La cabecera seguía escapándoseme, creí que soñaba, fui a darme vuelta y un objeto con cuatro patas, negro y peludo, corrió... Había hecho cabecera de una mulita.
Los héroes como yo tienen sus visiones así, sobre reptiles, y las páginas de nuestra historia no pueden terminar sino poniendo al fin de cada capítulo, el terrible, lasciate ogni speranza.
Dejemos dormir a mi gente un rato, mientras yo compongo mi cabecera.
Sueño fantástico. En marcha. Calixto Oyarzábal y sus cuentos. Cómo se busca de noche un camino en la pampa. Campamento. Los primeros toldos. Se avistan chinas. Algarrobo. Indios.
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