Me dieron un mate.
Los buenos franciscanos intentaban dormir, rendidos por la fatiga del día y de la noche anterior –que quien no está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas.
Haciendo uso de la familiaridad y confianza que con ellos tenía, les obligué a levantarse y a que ocuparan un puesto en la rueda del fogón.
Apuramos el asado, desparramamos brasas, lo extendimos y no tardó en estar. Mientras estuvo, nos secamos.
Comimos bien, hicimos camas con alguna dificultad; porque todo estaba anegado y las pilchas muy mojadas, y nos acostamos a dormir.
Dormimos perfectamente. ¡Qué bien se duerme en cualquier parte cuando el cuerpo está fatigado!
Si los que esa noche se revolvían en elástico y mullido lecho agitados por el insomnio, nos hubieran oído roncar en los albardones de Coli-Mula, ¡qué envidia no les hubiéramos dado!
Es indudable que la civilización tiene sus ventajas sobre la barbarie; pero no tantas como aseguran los que se dicen civilizados.
La civilización consiste, si yo me hago una idea exacta de ella, en varías cosas.
En usar cuellos de papel, que son los más económicos, botas de charol y guantes de cabritilla. En que haya muchos médicos y muchos enfermos, muchos abogados y muchos pleitos, muchos soldados y muchas guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se impriman muchos periódicos y circulen muchas mentiras. En que se edifiquen muchas casas, con muchas piezas y muy pocas comodidades. En que funcione un gobierno compuesto de muchas personas como presidente, ministros, congresales, y en que se gobierne lo menos posible. En que haya muchísimos hoteles y todos muy malos y todos muy caros.
Verbigracia, como uno en que yo paré la última noche que dormí en el Rosario, que intenté dormir, para ser más verídico.
Son precisamente las camas de ese hotel, las que me han sugerido estas reflexiones tan vulgares.
¡Ah! En aquellas camas había de cuanto Dios creó, el quinto día, que si mal no recuerdo, fueron: los animales domésticos, según su especie y los reptiles de la tierra, según su especie.
Todo lo cual, según afirma el Génesis, el Supremo Hacedor vio que era bueno, aunque es cosa que no me entra a mí en la cabeza, que los animales domésticos del referido hotel del Rosario hayan jamás sido cosa buena; y menos la noche en que yo estuve en él, en que juraría, a fe de cristiano, que me parecieron algo más que cosa mala, cosa malísima, tan insoportable que me creo en la obligación de preguntar:
¿No tiene la civilización el deber de hacer que se supriman esas cosas, que pudieron ser buenas al principio del mundo, pero que pueden ser puestas en duda en un siglo en el que tenemos cosas tan buenas como las de Orión?.
¿Qué hacen los gobiernos, entonces?
¿No nos dice la civilización todos los días en grandes letras que el gobierno es para el pueblo?
¿Que en lugar de invertir los dineros públicos en torpes guerras debe aplicarlos a mejorar la condición del pueblo?
¿No hay inspectores de puentes y caminos, inspectores de aduanas, inspectores de fronteras, inspectores de escuelas, inspectores de todo, y así va ello?
¿Pues, y por qué no ha de haber inspectores de hoteles?
¿Acaso no se relacionan estos establecimientos muy íntimamente con la salud pública?
¿No se albergan en ellos el cólera, la fiebre amarilla y tantas otras cosas que Dios creó el quinto día, y que en su atraso inocente y primitivo, creyó que eran buenas y que así las legó en herencia a la desagradecida humanidad?
¿Se cree que faltarían inspectores de hoteles?
Provéase el cargo por oposición, previo examen de conocimientos, aptitudes, moralidad, estado fisiológico de los candidatos y se verá, sin tardanza, que sobra patriotismo en el país.
No digo pagando bien el empleo, que es el modo más eficaz de salvar la moral administrativa, y el medio más seguro, sobre todo, de que abunden impetrantes.
Cualquier remuneración que se ofreciese bastaría.
Hay en el país, felizmente, el convencimiento de que todos deben tributarle a la patria abnegación, tiempo, sangre, alma y vida.
Esta gran conquista es debida a la educación oficial dada por los buenos gobiernos que hemos tenido a la Guardia Nacional.
Ella ha hecho todo: guerras interiores, guerras de frontera, guerras exteriores.
Decididamente la civilización es, de todas las invenciones modernas, una de las más útiles al bienestar y a los progresos del hombre.
Empero, mientras los gobiernos no pongan remedio a ciertos males, yo continuaré creyendo en nombre de mi escasa experiencia, que mejor se duerme en la calle o en la pampa que en algunos hoteles.
Sonaban los cencerros de las tropillas; cada cual se preparaba para subir a caballo, habiendo olvidado sus penas alrededor del fogón:
Y en el oriente nubloso
la luz apenas rayando,
iba el campo tapizando
del claroscuro verdor
Galopábamos, aprovechando la fresca de la mañana, y a la derecha con lontananza se veían ya los primeros montes de Tierra Adentro.
Me proponía llegar al Cuero temprano.
Apenas salimos de Coli-Mula comprendí que no lo conseguiría.
El campo estaba cubierto de agua, y quebrándose en altos médanos, en cañadas profundas y guadalosas, nos obligaba a marchar despacio.
Los caballos hubieran soportado bien una marcha acelerada; las mulas no.
Y, sin embargo, por muy despacio que anduve se quedaron atrás, porque a cada rato se caían con las cargas y había que perder tiempo en enderezarlas.
Más allá de un lugar en el que hay agua y leña, y cuyo nombre es Ralicó, el terreno se dobla sensiblemente formando varios médanos elevados, y es de allí de donde se divisan ya los montes del Cuero.
Los campos comienzan a cambiar de fisonomía y la vista no se cansa tanto espaciándose por la sabana inmensa del desierto solitario, triste, imponente, pero monótona como el mar en calma.
Sin contrastes, hay existencia, no hay vida.
Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral.
Esta necesidad es tan grande, que cuando yo estaba en el Paraguay, Santiago amigo, voy a decirte lo que solía hacer, cansado de contemplar desde mi reducto de Tuyutí todos los días la misma cosa: las mismas trincheras paraguayas, los mismos bosques, los mismos esteros, los mismos centinelas; ¿sabes lo que hacía?
Me subía al merlón de la batería, daba la espalda al enemigo, me abría de piernas, formaba una curva con el cuerpo y mirando al frente por entre aquéllas, me quedaba un instante contemplando los objetos al revés.
Es un efecto curioso para la visual, y un recurso al que te aconsejo recurras cuando te fastidies, o te canses de la igualdad de la vida, en esa vieja Europa que se cree joven, que se cree adelantada y vive en la ignorancia, siendo prueba incontestable de ello, como diría Teófilo Gautier, que todavía no ha podido inventar un nuevo gas para reemplazar el sol.
La América, o mejor dicho, los americanos (del norte), la van a dejar atrás si se descuida.
Por lo pronto, nosotros vamos resolviendo los problemas sociales más difíciles – degollándonos– y las teorías y las cifras de Malthus sobre el crecimiento de la población no nos alarman un minuto.
Tenemos grandes empíricos de la política, que todos los días nos prueban que el dolor puede ser no sólo un anestésico, sino un remedio; que las tiranías y la guerra civil son necesarias, porque su consecuencia inevitable, fatal, es la libertad.
Esto te lo demuestran en cuatro palabras y con espantosa claridad, al extremo que nuestra juventud tiene ya sus axiomas políticos de los que no apea, creyendo en ellos a pie juntillas, y demostrándolos prematuramente a su vez por A. B.
Te asombrarías, si volvieses a estas tierras lejanas y vieras lo que hemos adelantado.
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