Daniela Tarazona - El animal sobre la piedra

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El animal sobre la piedra o
La fábula del huevo son la misma novela. Tuve que los títulos y la decisión de que la primera era más enigmático y tal lírico, porque el segundo podría relacionarse con algún episodio en la cocina, a la hora del desayuno. El libro puede leerse de una sentada, como yo han dicho. Así que el lector se levanta más o menos temprano, desayuna y luego lo lee, quedará libre para mediodía y puede aprovechar el resto del sábado o el domingo. Es posible que le den hambre tanto e, incluso, que quiera comer carne roja porque el protagonista va a supermercado y compra carne. También es posible que tenga deseos de comer insectos. Nada de eso importa, de cualquier manera. Si el lector quiere escapar que lo haga, está en su derecho. La primera línea le avisará lo que se puede encontrar más adelante: «Mi casa fue territorio de un evento extraordinario». Daniela Tarazona «La historia de El animal sobre la piedra, narrada con una prosa obsesivamente cuidada, a veces poética, no concede al lector ninguna certeza para saber si los hechos (si es que lo son) transcurren en un plano real, onírico o delirante; por el contrario, lo abandona en su perplejidad y lo deja vagando entre símbolos como la muerte, la maternidad, el útero y, por supuesto, lo humano-animal.» Letras Libres «Fábula biologicista, novela fragmentaria e introspectiva, consigue registrar los cambios como un devenir natural, libre de culpas o principios morales». Patricio Zunini

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A la par de eso, mi cuerpo seguía haciéndome saber cosas extrañas: me veía más ágil que antes, lo comprobé cuando barría debajo de la cama (después de la visita del gato) porque estaba doblándome en dos, como si mis piernas fueran sumamente flexibles, y me levanté sin ningún esfuerzo. El mareo, sin embargo, aumentaba durante las tardes y comencé con otras molestias: las manos me dolían al amanecer, sólo puedo compararlo a las pocas veces que hice tareas exhaustivas de cocina, como limpiar mariscos. Las articulaciones de los dedos me punzaban; estaba acostumbrándome a meterlas en agua caliente con sal para aliviarme. Tras el paso de los días asumí ese dolor, pues iba disipándose más o menos a las dos horas de estar en pie.

El clima cambiaba en la ciudad, comenzaban las tormentas eléctricas.

Creo que perder la conciencia fue preciso. De lo contrario, habría elegido quitarme la ropa y meterme en la cama para dormir durante el día.

Sé que hice lo necesario para viajar; en mí existía el ímpetu suficiente para resolver los asuntos prácticos: compré el boleto una tarde, en la noche hice una maleta mediana –además de la visita del gato, ese último día estuve inquieta porque al lavar los cuchillos sentí que ellos me podían cortar, como si tuviesen vida propia, me senté a respirar para dejar correr esa idea y, de súbito, una imagen vino a mi mente: la selva estaba rodeándome y me quedé dormida, era un aviso del sueño.

Ahora me sorprende mi atrevimiento de subir al avión. Ignoro cómo tomé un vuelo prolongado sin sentir un pánico mayúsculo.

El mal tiempo ha pasado. Aprovecharé para ir al baño.

En el avión los pasajeros duermen.

El baño del avión está ocupado por un hombre alto, parece alemán, espero de pie, junto a la puerta.

Me sucede algo que no entiendo. Ni siquiera habría reparado en ello de no ser por su contundencia: olí mi orina y tiene un olor distinto al de antes, es dulce.

Me como la pieza de pollo que trae la azafata. Está bañada en una salsa pegajosa. Espero que no me cueste digerirla porque también mi digestión ha cambiado, los procesos naturales de mi organismo deben estar impedidos por mi angustia.

En la charola de comida hay un bollo glaseado, también me lo como. Mientras me llevo el bollo a la boca, miro la piel de mi mano. Observo cada uno de mis brazos, llevo una camiseta verde, de manga corta, que da a mi piel un tono semejante. Tengo un pensamiento que no sé de donde viene, lo transcribo: “La piel de tus extremidades, tu cara y tu vientre dejarán de servirte pronto”. Cuando termino de pensarlo, vuelve la comezón en las extremidades, me rasco con ganas y concluyo que el nerviosismo me lleva, también, a sentir esa comezón que no cesa. Trato de dormir un poco.

Al despertar me miro la piel, la noto más blanca, incluso creo que tiene otra consistencia.

Me pellizco, froto una mano contra la otra. No siento con la misma intensidad que antes. Mi tacto ha disminuido.

La comezón sigue, si me rasco se incrementa pero no puedo dejar de hacerlo.

La adolescente despierta, tiene un sueño envidiable.

Veo que en algunas partes de mis brazos la piel se desprende.

La tierra a la que llegaré está junto al mar. Ahí la abundancia de los árboles disminuye cerca de la costa. Los árboles se alejan del mar porque no pueden crecer en la arena.

IV

MUERTE

He llegado a mi destino, estoy aliviada.

Compro el boleto de tren en la taquilla del aeropuerto. Tomo un café.

Debo haberme quedado dormida al ocupar el asiento del vagón porque no recuerdo cuándo comenzó a moverse. Mi memoria invoca las manos artríticas de una mujer anciana que viajaba sentada frente a mí, eran semejantes a las de mi madre. Ella tenía las manos sobre el vientre cuando murió.

La levanté de la cama; estaba delgada y en la temperatura de su piel se preveía la cercanía de la muerte. Me pidió que la llevara al baño y orinó. El último líquido que salió de su cuerpo se mezcló con el agua clorada del excusado.

En ese chorro mi madre se deshizo de algo delicado y vital. Su orina olía a alcanfor por efecto de las medicinas.

La muerte era inevitable: dolor, entonces. “Mi madre muere; mi madre se sujeta de la loza blanca. Resta que arañe esa superficie lisa y entonces morirá”, le grité a Mercedes, que acomodaba las almohadas en la cama.

Mi madre, en la agonía, dijo que se despegaba del suelo.

Pronunció otras palabras; fueron incoherencias en la tierra de su cerebro, que empezaba a secarse. Se había perdido el agua y morían los peces: mi madre tragaba bocanadas de aire y movía la boca con lentitud. Deseó la exhalación que no podía concretar hacía meses, quería morir respirando.

Cuando su cuerpo quedó vacío –el tono de los músculos disminuyó de pronto– puso las manos sobre el vientre, apretó los labios y, al soltarlos, Mercedes y yo escuchamos un sonido leve: su última expresión fue un gemido.

Miré de reojo a la muerte sucediendo como un trueno: era un relámpago plateado en la nuca de mi madre, de terrible alcance y sonido.

Después de unos minutos había cambiado su piel. Cuando los latidos del corazón cesan, el rostro se deshidrata y se vuelve verdoso.

Mi hermana puso una almohada más bajo su cabeza, la cobijó y repitió tres veces: “ya no irá a ninguna parte”.

En este nuevo lugar sólo existo yo y en mi pasado, los muertos. He conseguido un hostal limpio. Me baño y duermo una siesta. Al despertar, observo con incredulidad el contorno de mi cuerpo a un lado de la cama: es un pellejo fino, con mis huellas digitales y las arrugas grabadas; su tacto es similar al del pegamento que, de niña, me ponía sobre las palmas de las manos. Me miro la piel, me quito la camisa para verme el torso, no entiendo lo que descubren mis ojos: estoy hinchada, mis poros son mayores, o eso parece, y el color de mi piel es distinto. Miro de nueva cuenta el pellejo, lo recojo con las dos manos, lo palpo. En la parte que cubría mi cabeza reconozco las cicatrices de la varicela que tuve en la frente; manoseo el pellejo porque quiero recordarlo con claridad. El pellejo es mi historia. La pieza está completa. Me desprendí de él con movimientos cuidadosos.

Recojo el pellejo y lo llevo al basurero del baño. Lo miro allí, perdido para siempre, siento ganas de llorar porque no hay nadie a quien pueda contarle, me tiemblan las piernas.

Antes de dormir quise ir a la orilla del mar. Tras una hora de estar sentada en la cama viendo televisión, guardo mis cosas en la maleta y me la llevo porque no sé cuánto tardaré en volver.

Estoy desorientada Creí que la costa estaba hacia el norte pero llevo dos - фото 4

Estoy desorientada. Creí que la costa estaba hacia el norte, pero llevo dos horas caminando y no sé hacia donde ir. No quiero hablar con nadie. La posibilidad de establecer una conversación me aterra ¿qué podría decir? Temo por mí misma. La tristeza ocupa mi garganta y si hablo, lloraré. Entonces, quien me escuche preguntará qué me ha pasado. Mi pensamiento no obedece, funciona de modo independiente –es como si alguien hablara dentro de mí– y, aunque camino por la calle donde suceden hechos reales, no puedo retenerlos. Me encuentro en un estado de confusión sostenida.

Hace un momento pensé que estaba desnuda, miré mi cuerpo y lo desconocí.

La piel me pica todavía. Miro mis antebrazos: se deshin­charon, el tamaño de mis poros disminuyó –o eso creo, pero dentro de los músculos siento un ardor nuevo, a veces se calma y se convierte en una sensación de frío. Me rasco sin detenerme, me rasco también las piernas.

Espero un futuro que desconozco, como el de todos pero con menos gracia. Mi ambición de escapar fue vana o la salida que tomé –esto que me pasa– es la que restaba.

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