—Tiene unos dieciocho o diecinueve años. Yo diseñé la mayor parte, con la ayuda de mi padre. —Pero omitió que el dinero también era de su padre—. La pinté y redecoré el año pasado.
El joven miró la pared.
—Vaya. ¿Es de sesenta y dos pulgadas?
Marianne miró el televisor de pantalla plana.
—No tengo ni idea —rio.
Aaron pasó la mano por la encimera.
—¿Granito?
—Cuarzo —respondió ella, consciente de que estaba impresionado.
—Puedo comenzar de inmediato —dijo el joven mientras se aflojaba el nudo de la corbata y se desabrochaba el último botón de la camisa blanca. ¿Lo estaba haciendo sentir incómodo? Marianne esperaba que no.
—¿Hace mucho que trabaja para la empresa? —Un poco de charla insustancial.
—Eh…, entré después de terminar la universidad, hace años, cuando tenía veinticuatro.
No parecía lo bastante mayor para haber terminado la secundaria, menos aún la universidad, pero Marianne supuso que debía de estar en la treintena.
—¿Le gusta el trabajo?
—No está mal —dijo, y bebió un poco de agua—. El sueldo es decente. Pero me gradué en Historia y Lengua. Me gustaría dar clases en algún momento.
—¿Por qué no lo hace?
El joven se removió incómodo en el taburete.
—Envié mi currículum a varios colegios, pero como nadie me llamó ni para hacerme una entrevista, tenía que ganarme la vida de alguna manera. Así que aquí estoy, tasando inmuebles para la agencia inmobiliaria de mi padre.
—¿Por qué no le hicieron ninguna entrevista?
—No se puede ser profesor sin experiencia, y no se puede conseguir experiencia sin un trabajo.
—Un círculo vicioso.
—Supongo.
Señor, pero qué tierno era. Marianne se inclinó hacia él y le apretó la mano. Algo parecido al terror cruzó los ojos del joven. ¿De verdad era tan vieja y horrenda? Por el amor de Dios, solo tenía treinta y ocho años. Se apartó y señaló la carpeta sobre la mesa.
Aaron se levantó y deslizó una tarjeta de visita sobre la encimera de cuarzo.
—Le dejaré esto. Bien, ¿por dónde quiere empezar?
Exacto, ¿por dónde? Marianne sonrió para sí misma. Esto iba a ser divertido.
* * *
Lo observó trabajar durante unos veinte minutos, midiendo de pared a pared en cada habitación, con una aplicación del móvil y un aparatito en la mano que emitía pitidos. Reservó su cuarto para el final.
Lo condujo hacia su habitación, caminando sobre la alfombra peluda, y anunció:
—Y este es el dormitorio principal. Disculpe el desorden.
No había desorden. Nunca había desorden en su lujosa casa. Y sí, era su casa, aunque a Kevin le gustaba aparentar ante cualquiera que quisiera oírlo que era suya. Las escrituras estaban a nombre de Marianne. Era su única victoria frente a él. Puede que pensara que controlaba todo en su vida, y tenía que admitir que a veces la aterrorizaba, pero resultaba útil dejarle creer que podía pisotearla.
—Bonita habitación. Es muy grande —comentó Aaron, y su maquinita volvió a pitar—. La casa es impresionante. Vale una suma considerable. Lo verá cuando tenga calculada la tasación. Pero no tendrá problemas para venderla, si es lo que quiere.
Se había quitado la chaqueta en el piso de abajo y se había remangado la camisa. Habían adoptado una amistosa rutina mientras iban de habitación en habitación. Ella se había ofrecido a ayudarlo, y él le había dicho que no hacía falta. Vio cómo le temblaban las manos mientras sostenía los dos aparatos y hablaba en la grabadora del móvil. Comprobó una y otra vez que todo estuviera correcto. Las gafas de diseño con montura metálica se le resbalaban un poco en la nariz, y le habían salido unas manchas de sudor bajo los sobacos, pero lo único que Marianne olía era una colonia amaderada.
—Me gusta pensar que esta casa es como una obra de arte —dijo—. Como he mencionado, yo misma la diseñé, aunque a mi marido le gusta pensar que tuvo alguna influencia. ¿Ve ese horrible armario de caoba? —Aaron asintió—. Insistió en que tenía que estar en nuestro dormitorio. Era de su madre. ¿Se lo imagina, despertar cada mañana y ver el viejo armario de tu suegra?
—Supongo que es un poco extraño —comentó él.
Ella lo miró y vio su sonrisa en la comisura del labio.
—Más bien bastante —rio.
—¿Por qué conservarlo si lo odia?
—No lo sé. —Pero sí lo sabía. Lo conservaba para hacer creer a Kevin que había conseguido una victoria sobre ella.
—Es muy grande.
—Es útil para guardar sábanas y almohadas. —Ahora lamentaba haberlo mencionado—. Hay un baño en suite, con grifos chapados en oro. ¿Quiere medirlo?
—Eh…, echaré un vistazo.
El joven desapareció, y Marianne se alisó las arrugas de la blusa. Una mirada en el espejo le dijo que el contorno de su camisola roja de encaje era visible. Bien.
Se sentó en la cama, cruzó las piernas y esperó.
Cuando el joven salió del baño, la mujer dio unos golpecitos sobre la cama.
—Siéntese un momento, Aaron. Estoy cansada de tanto deambular por la casa.
—Será mejor que me vaya, señora O’Keeffe. Tengo que regresar a la oficina. Es…
—Shhh. Siéntate.
Se sorprendió cuando Aaron hizo lo que le había pedido. La colonia resultaba más penetrante ahora que lo tenía cerca. Alargó el brazo y le cogió la mano. El joven se levantó de un salto.
—De verdad que me tengo que ir. Le pido disculpas si le he dado una impresión equivocada. Este es mi trabajo y…
Marianne se puso en pie y le cogió la mano para tirar de él. Luego lo besó en los labios, bloqueando sus palabras.
El joven se soltó de un tirón.
—¿Ha perdido la cabeza?
Ella ahogó sus palabras con otro beso cuando le aplastó la boca con la suya y lo empujó otra vez hacia la cama. El calor la hacía temblar, y se deshizo de todas sus inhibiciones. Eso era lo que quería. Un hombre atractivo retorciéndose bajo su cuerpo.
De repente, Aaron dejó de moverse. Marianne separó la boca de la suya y lo miró a los ojos. ¿Estaba muerto?
Cayó de espaldas cuando el joven la apartó de un empujón, saltó de la cama y huyó del dormitorio. Oyó sus pasos por las escaleras, el ruido de la cerradura y el suave golpe de la puerta al cerrarse.
—Mierda.
* * *
Aaron Mohan caminó en círculos por la ciudad durante kilómetros, hasta el puente de Dublín y de vuelta hasta el puente del ferrocarril. Estaba nervioso, aunque no por esa mujer, O’Keeffe. Qué tía tan asquerosa. ¿Quién se creía que era? No, tenía un montón de cosas mucho más importantes en la cabeza, y no quería volver a la oficina.
Como si fuera un niño, se puso a patear piedras al agua turbia y verdosa del canal, observando las ondas extenderse por el cieno. Las cañas crujieron, y le pareció ver una rata trepando a toda prisa por la orilla opuesta. Se estremeció y siguió caminando.
Debería ir a casa, cambiarse de ropa, y luego reunirse con ellos y decirles que se olvidaran de todo. Le sonó el móvil y leyó el mensaje.
¿HAS VISTO LAS NOTICIAS HOY?
No, no las había visto. Abrió la aplicación de noticias, fue a las locales y comenzó a bajar. Habían encontrado un torso en las vías del tren de Ragmullin, en la parte de la ciudad más cercana a Dublín. El lado opuesto a donde se encontraba él. Aun así, miró a su alrededor como loco.
Volvió a meterse el móvil en el bolsillo y siguió caminando, ahora más rápido, pateando piedras mientras avanzaba. Algo en las noticias le había puesto la piel de gallina. No, no tenía nada que ver con lo que había descubierto.
Volvió a sonarle el móvil.
¿LO HAS LEÍDO?
Todo en mayúsculas. ¿Por qué? Respondió.
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