La muchacha no se daba cuenta, o no quería darse cuenta de la vida desunida y amarga que hacía el matrimonio. Adela, histérica y frívola, atormentada por un recuerdo de su juventud, oscilaba siempre entre el agradecimiento y el desprecio hacia su marido. Y hacía tiempo que el segundo de esos sentimientos amenazaba con imponerse hasta llegar al odio. La sulfuraba la actitud plena de insolencia de su esposo, y si no se separaba de él era por temor a Celia. Mejor dicho, porque Celia no se lo hubiera permitido.
Y ella, Adela, no podía dar a conocer a su hija el único motivo por el cual ésta se hubiera convencido de que esa vida era una farsa odiosa e insufrible. Persuadida de que Mario, por propia conveniencia, seguiría la rutina, había optado por imitarlo. Lo detestaba y anhelaba librarse de su presencia, pero revelar aquello a su hija era imposible. Simplemente la idea de tener que hacerlo, la asustaba.
“Y ahora, esta invitación de Georgina. ¿Qué se oculta tras ella?”
Adela, sin saber por qué, quizá únicamente por el recuerdo del lejano pasado, pensaba en Octavio. Ninguna relación existía entre Georgina y Octavio, que ella supiera. Ninguna, excepto que Georgina era el amor pretérito en la vida de su marido, como Octavio lo era en la suya.
Una nube oscura y pesada fue envolviendo la mente de Adela.
Minutos más tarde, hablaba en sueños, se ponía de pie, atravesaba la habitación y descendía dormida las escaleras como solía hacerlo las noches en que sus nervios se hallaban más excitados que de ordinario.
***
Mario se disponía a acostarse en el diván de su sala de cacería. Éste le servía de lecho desde hacía mucho tiempo.
Verdaderamente era muy incómodo ese empeño de su mujer en ocultar a Celia que dormían separados. Él ya no quería tolerar esa molestia y se proponía instalar abiertamente su recámara aparte cuanto antes. Cuando regresaran de casa de Georgina lo haría sin falta. Era verdad que Adela era la del dinero, pero también era cierto que sin él, sin Mario, lo hubiera pasado muy mal en aquella ocasión. Quizá ni viviera ahora. Era menester recordárselo una vez más. “Y si se pone pesada, yo sabré cómo hacerla entrar en razón.” Había sido buena la idea de mostrar tanta condescendencia con Celia, porque la muchacha constituía su mejor arma contra Adela. Antes que todo, lo importante era no tener que trabajar, disfrutar de comodidades y dedicarse a la cinegética. Su afición por la caza, sincera por lo demás, era un pretexto magnífico para alejarse de Adela con frecuencia. “¡Ah! ¡Las mujeres! Aquella Georgina, ¡tan irritante también y tan soberbia!” Él se equivocó cuando creyó que al casarse con ella aseguraba para siempre su propia holgura. Dos años molestos culminaron en un divorcio que lo dejó expuesto a trabajar, pero su buena estrella puso en su camino a Adela en aquellas circunstancias.
Realmente, Mario no se quejaba de su suerte: había sabido vivir.
Y ahora, tenía curiosidad de ver a Georgina de cerca. ¿Se conservaba bien? ¿Lo despreciaría aún?
Se durmió por fin. Y tuvo un extraño sueño: los animales disecados que poblaban su sala se animaron e iniciaron un coro de aullidos y graznidos. Saltaban y revoloteaban. Se apoderaron de las armas orgullosamente coleccionadas por Mario y le apuntaron con precisión. Un ocelote de paladar rosado y artificiales colmillos reía con júbilo y le gritaba: “¡Ha llegado tu hora!”
Las gardenias que flotaban en la piscina dorada por un sol deslumbrante, perdían en esos momentos su carácter estereotipado de flores de muerto. Vida, mucha vida se desbordaba en el elegante hotel Fortín. Los turistas de coloridos indumentos y rubias cabelleras, se extasiaban ante los adornos de antigüedad flamante del edificio, y aspiraban con fruición el aire saturado de perfume de nardos, gardenias y azucenas.
De ese paraíso terrenal, Diana Leech era una impetuosa y actual Eva. Sus 35 años, corridos en la doble acepción de la palabra, persistían en considerar el mundo como un escenario y a los hombres como instrumentos de placer y de lujo. De padre yanqui y madre mexicana, Diana, apenas entrada en la adolescencia disipó los resabios de su temperamento híbrido y dio a conocer un carácter entero, definido, comparable únicamente al que pudiera tener una orquídea venenosa y sugestiva. Al verla nadar lánguidamente en las aguas luminosas, sacudir de su rostro las inoportunas gardenias y surgir al fin del tanque como moderna Anfitrite que se sabe admirada, fácilmente se adivinaba al ser primitivo, sin escrúpulos, hecho únicamente para la molicie y el goce.
El ceñido traje de baño hacía resaltar atrevidamente su figura, tanto más atractiva cuanto que unía a las líneas clásicas de la mujer norteamericana el encanto sensual de la mujer latina. Las uñas y labios, de color bugambilia indeleble y provocativo, contrastaban osadamente con la palidez mate de la piel. Diana rehusó siempre adoptar la moda del color tostado de la epidermis y se esmeró en conservar la blancura heredada de sus antepasados yanquis, quizá porque se sentía secretamente avergonzada de su remota ascendencia indígena. Sin embargo, la negrura y rebeldía de su pelo recordaban el origen de su madre. Los verdes ojos, cargados de rímel, sarcásticos, fríos y ligeros, daban la pincelada final de exotismo y sugestividad a esta hermosa e inútil criatura.
Se envolvió en mullida bata y fue a recostarse bajo enorme parasol de lona. Contempló fastidiada a los bañistas, encendió un Chesterfield y sorbió poco a poco el gin fizz que desde hacía rato la esperaba dócilmente en la mesilla cercana al parasol que en aquellos momentos tenía el honor de cobijarla.
Estaba aburrida y a punto de preocuparse seriamente. Su natural egoísmo la impulsaba a rechazar todo lo que significara molestia, a rehuir el orden y la previsión. Confió siempre en su belleza para lograr sustento, comodidades y diversiones, y su confianza nunca se había visto defraudada. Pero últimamente las cosas no habían marchado como debieran, es más, se estaban complicando horrorosamente.
El último esposo de Diana, tercero en la serie, había muerto. Sus herederos se negaron a pagar a Diana su pensión de divorciada. Se entabló un proceso largo y engorroso que culminó en la derrota para ella. Por otra parte, el dinero que poseía e incluso algunas alhajas, se quedaron en los verdes tapetes del baccarat, en las volubles ruletas y entre las patas de los caballos de carreras. Una de las pasiones dominantes de miss Leech era el juego; se estremecía con deleite ante el vértigo de una carrera, ante la aparición de un diez de corazones o de un jack de tréboles, porque sabía que a ellos arriesgaba, no un puñado de billetes, sino la vida misma.
Según ella, vivir sólo podía llamarse a exhibir joyas, pieles y vestidos suntuosos en los centros nocturnos y en las plateas de los teatros. La vida, sin eso, no era digna de ser vivida. Era por ello que, últimamente, Diana empezaba a preocuparse. Había venido a México en busca de nuevos y más fructíferos horizontes. En los States los hombres se ocupaban demasiado de la guerra y poco de los encantos de Diana. Ella pensó que en la patria de su madre tendría oportunidad de conceder al mejor postor el privilegio de una propiedad relativa de su persona, pero hasta ahora ninguna de sus conquistas le había satisfecho del todo. Los mexicanos eran espléndidos y rumbosos, pero también inconstantes y exigentes. Ella estaba demasiado acostumbrada al sistema legal de su país según el cual la mayor parte de las ventajas son para la mujer, para decidirse a aceptar relaciones que, a la vez que la privaban de la protección de la ley, le imponían una fidelidad de Penélope.
Y allí, en Fortín, en aquellos momentos, ni siquiera hallaba uno de esos candidatos desventajosos que ya le estaban siendo tan necesarios. A Diana le quedaban, por todo capital, unos cincuenta dólares.
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