Elicura Chihuailaf - La vida es una nube azul
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En el lado sur poniente estaba el cuarto que ocupábamos con mi hermano Carlitos. Tenía una ventana que daba hacia la quinta (que está en un declive de nuestra colina) desde la que solíamos ver las primeras flores del guindo, de los cerezos, manzanos y membrillares más cercanos a la casa, teniendo como fondo el verdor de la pampa con sus bosquecillos y en el horizonte el cerro Rukapillan la Casa del Espíritu Superior, que es un volcán apagado –dicen. A veces se escuchan sus ruidos subterráneos y sus truenos que retumban en el trumao de nuestra colina que está en su cordón volcánico
La altura de las paredes era bastante reducida y mi catre de madera se ubicaba en el lado más bajo del cielorraso, así los días de lluvia –que eran frecuentes también en verano– me dormía con su música en mis oídos (dulce y cósmico auricular). Desde la medianía del otoño, y casi todo el invierno, el agua era como una cascada sobre el techo de zinc, como un río que resonaba a su vez sobre el techo del corredor del primer piso… Qué maravillosa sensación de cobijo y ensoñación. Un recuerdo que me emociona profundamente, porque en la medida que crecí y fui conociendo otras realidades me di cuenta de que no en todas partes era como aquí
No obstante, lo que recuerdo aún con más intensidad son los preparativos para las nevazones de cada año. Era como un sueño o como una visión. Dos señales que nos anunciaban la nieve: el cielo demasiado blanquecino cuando el día estaba nublado, o cuando las laderas de los cerros de Huerere tenían extensas muestras de nieve. Entonces comenzábamos a avizorar que lo más probable sería que también nevara sobre nuestros campos ese mismo día o por la noche (que era siempre el momento que esperábamos). Si cuando pasábamos desde la ruka a la Casa Azul estaba cayendo agua nieve, dejábamos a la vista los calcetines de lana que nos tejía nuestra mamá; las chalinas y gorros; nuestras mantas de lana y las botas. Y nos dormíamos... vigilantes
De pronto algunas ráfagas de viento golpeaban la casa, desde ellas se abría y comenzaba a crecer el silencio más hondo; a veces alumbraba la luna y su pálida luz nos guiñaba desde la ventana. Dormitábamos hasta que sentíamos el sonido del hielo que se deslizaba sobre las latas del techo. ¡Petu pirey! / ¡Está nevando!, nos decíamos mutuamente con mi hermano Carlitos, y nos sentábamos en el borde de nuestras camas; luego nos acercábamos a la ventana… Y ahí, brillando como hilos de luna, la nieve sonriente, mirándonos desde todas partes. Y los treiles cantando a diestra y siniestra, pájaros guardianes advirtiendo la luz de la nieve y sospechando de las sombras
Encendíamos la vela y comenzábamos a vestirnos. No demoraba el movimiento en las piezas vecinas; todos advertidos: ¡Pireley! / ¡Está nevando! Nuestras hermanas –que ocupaban el dormitorio del centro– casi siempre preferían seguir durmiendo. Nuestra mamá prendía los dos lamparines y un farolito del mirador. Nosotros ya bien arropados bajábamos sigilosamente por la escalera, pues junto a ella –en el primer piso– estaba el cuarto de nuestros abuelos. Transcurrido no sé cuánto tiempo desde nuestros preparativos, a la hora en que cruzábamos hacia la ruka se había acumulado bastante nieve. Esa nieve que caía en remolinos que a ratos parecían cascadas alumbradas por el reflejo de su propia blancura. Animábamos el fogón y pronto las teteras estaban otra vez hirviendo. Preparábamos el mate para tomar unos «amargos» y nuestra mamá nos daba chocolate caliente. A mí me gustaba calentar también unos mvltrvn (como conté, panes tradicionales de trigo molido en piedra, llamados «catutos» en castellano) y unos pocos millokiñ bolitos de arvejas o porotos
Nos poníamos los guantes de lana y nos echábamos en los bolsillos unas piedras que habían sido calentadas en el rescoldo del fogón. Mi mamá me dice que aun así –al finalizar la faena– nos entrábamos a la casa llorando de frío, pero yo creo que debe haber sido más bien una táctica nuestra para obtener una ración extra de chocolate caliente. En el sitio de cada invierno, delante del jardín, dábamos inicio a la tarea de juntar la nieve con una especie de rastrillo que consistía en una tabla de regular tamaño a la que en un extremo se le había hecho un agujero para allí pasar una vara que oficiaba de mango
La nieve que amontonábamos la íbamos golpeando con pequeñas paletas de madera, hasta que nuestro padre se sumaba a la tarea, golpeando entusiastamente con una gran pala. Hacíamos tres rodados, de distintos tamaños: uno para la base, otro para la parte intermedia –la panza– y otro más pequeño para la cabeza. Casi siempre eran dos «monos», un niño y un adulto, que decorábamos con carbón (los ojos), madera (la nariz) y piedras (boca, orejas y ombligo); también una tira de género en la cabeza, a modo de trarilonko cintillo de lana o de plata en el atuendo tradicional, y bufanda. Coronado, no siempre, con un sombrero o chupalla
Dependiendo del hielo, de nuevas nevazones y de la lluvia, nuestras esculturas duraban diez a quince días. Para nuestros familiares y vecinos en la comunidad esos «monos» se transformaron en una especie de visión, a la que venían a tocar y a sonreír. Cuando empezaban a derretirse los volvíamos a apretar con las manos hasta que al fin se tornaban transparentes y –como todo en el círculo de la vida– finalmente se hacían parte de la tierra, escurriéndose entre el pasto desde donde los habíamos tomado para darles forma. Y nos dejaban algo de tristeza y mucho de esperanza, pues –con la ayuda de nuestros padres– esperábamos despertar a sus espíritus el invierno siguiente
7
En la Casa Azul, en la que ahora escribo estos recuerdos, nacimos los cinco hermanos Chihuailaf Nahuelpán. Los días de lluvia solíamos jugar en el mirador del segundo piso o en un rincón del amplio comedor del primer piso, en el que a veces mi padre se reunía con sus hermanos y hermanas: Antonio, agricultor y presidente de la organización mapuche «Unión Araucana»; Jacinta, vlkantufe poeta, tejedora de hilos y palabras; Alberto, profesor y director de la escuela de Kechurewe; Andrés, profesor en la Escuela Nº 1, en Temuco; Laura, profesora en una comunidad camino a Vilcún; Ricardo, jefe de tasadores en Impuestos Internos, en Temuco; María, ñiminkafe tejedora y agricultora. A los que se agregaba mi madre y algún invitado o invitada que se encontrara de visita (familiares o amistades venidos desde Villarrica, Loncoche, Temuco, Valparaíso o Santiago)
Como mi padre, todos mis tíos y tías fueron monolingües del mapuzugun y tuvieron que aprender castellano, aunque el mayor y el menor, Antonio y Ricardo, nunca lograron una pronunciación del todo correcta. Eran múltiples las anécdotas que se contaban, pero ellos nunca se molestaron por eso, diría que –muy por el contrario– lo disfrutaban como niños; sobre todo tío Antonio, que era el más mutro. Él –con el reiterado consejo de sus padres y cuando sus hermanos menores aún no obtenían sus títulos de profesores primarios– asumió que había que acceder al sistema del invasor porque «las familias crecen, pero las tierras no estiran» y algunos / algunas tenían que ir a los pueblos y a las ciudades y quedarse un tiempo allí o quizás para siempre. Al fin y al cabo esas poblaciones fueron instaladas sobre nuestro territorio, decían
Mi abuelo, en permanente diálogo con sus hijos respecto de esas disquisiciones, en su condición de Lonko, reunió –dicen– a su comunidad, conversó con ella (estaban también ahí sus hijos, futuros profesores), y poco tiempo después comunicó su visionaria decisión: como ya no éramos un país independiente, había que construir una escuela, y una vez edificada formar una comisión que acompañaría a su Werken Mensajero, su hijo Antonio, a hacer los trámites –en Temuco y en Santiago– para oficializar la idea. Consecuentemente, donó el terreno para que se construyera ahí la primera escuelita de Kechurewe. En la misma escuela en la que nuestro tío Antonio ofició de primer profesor. Moisés, un joven chileno que fue uno de sus alumnos, ahora ya «adulto mayor», le contó a su hija Cecilia que aprendió de su maestro que «el Tierra es rezondo como un fola»
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