Jesús Martín Gómez - La espiritualidad del sacerdote diocesano

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"Tenemos en nuestras manos un libro sobre la espiritualidad del sacerdocio donde se trata de exponer las grandes claves de la vida sacerdotal, teológica, espiritual y pastoral" (Del prólogo de D. Francisco Cerro, arzobispo de Toledo).
"El Concilio Vaticano II había supuesto, para nosotros, un fuerte revulsivo y había sido un acontecimiento eclesial de gracia, una fuente viva para saber lo que la Iglesia quería y esperaba de nosotros; un aldabonazo que recibió la comunidad eclesial universal en el siglo XX. Fue de tal envergadura que nos entusiasmaba adentrarnos en él, escrutar el significado de sus grandes documentos, haciéndolo vida en nosotros para poder aplicarlo a nuestras gentes.
Y para saborearlo, quisimos conocer a fondo el decreto Presbyterorum Ordinis sobre el ministerio y vida de los presbíteros. El Vaticano II no contrapuso, sobre todo en cuestiones esenciales, la vida y espiritualidad sacerdotal que antes se vivía en sus líneas doctrinales, sino que unifica y enriquece lo de antes con lo de ahora. Y al mantener la doctrina, sin adulterarla, la complementa y la hace más fácil de entender. Es verdad que era necesaria una fuerte adaptación en sus contenidos, su lenguaje y sus expresiones al hombre de hoy de acuerdo también con los signos de los tiempos" (Del capítulo primero ¿Qué buscábamos?).

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Quienes lean estas páginas se pueden imaginar lo que fue y supuso todo esto para nosotros en esas edades, viendo que nos llegaba el momento de dar el paso: había que optar por decir SI a Dios rotundamente o empezar a relacionarse uno con la primera mocita que, al abandonar el seminario, te encontrases.

Por otra parte percibíamos también —en algunos de estos sacerdotes— actitudes que merecían la pena y algunos realizaban trabajos muy dignos que el obispo les había encomendado.

Aún así, Dios fue trazando caminos en nuestra forma de ver un futuro halagüeño respecto al sacerdocio y sirviéndose, en gran parte, de unas mediaciones que tanto bien nos hicieron a la hora de decidir, y en el proceso de nuestra vida espiritual.

Nosotros, tutelados por D. José Estupiñá, el buen rector y su equipo de sacerdotes de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, recibíamos una buena formación humana y, en parte académica, nos ayudaron con su gran experiencia de seminarios bebiendo en las fuentes de Mosén Sol, a plantearnos muchos aspectos vocacionales, y a perseverar, dentro del discernimiento que cada uno tratábamos de realizar.

Pero además, conducidos y orientados por sacerdotes de la talla de D. José Rivera, D. Elías Vega, junto a otros grandes padres espirituales de plantilla en el seminario, íbamos viendo con claridad algo muy distinto. Ellos nos hacían ver el camino emprendido con otra mirada, nos daban luz y los principios básicos, así como las ideas esenciales para que, dentro de nuestra libertad, fuésemos capaces de seguir, sin coacción, la llamada que, posiblemente, Dios nos venía haciendo.

Estos grandes hombres deseaban que descubriésemos cada uno qué le pedía el Señor y que estuviésemos muy atentos a sus inspiraciones. Ellos atendían a cada uno en particular, conocían nuestro interior, a cada dirigido le daban la fórmula necesaria para sanar y estar fuerte. Y con todo ello y la luz del Señor que siempre brillaba, examinábamos, con serenidad, el conocimiento que teníamos de nosotros mismos y cómo veíamos nuestro futuro.

No puedo por menos que recordar a un profesor, a quien todos valorábamos mucho, D. Antonio Sánchez Quintana, el gran tenor de la catedral primada, con una voz que fascinaba. Catedrático de matemáticas, física y química; fue, sin duda, uno de los grandes docentes que muchas generaciones hemos tenido y al que todos recordamos con cariño entrañable. Personalmente entre el ingente número de profesores que me han impartido clases en los diversos centros por los que he pasado, debo decir que le sitúo entre los tres primeros: muy humano (todo lo entendía, nada le era ajeno); con una gran preparación académica (licenciado en ciencias exactas, lo dominaba todo sin mirar un libro); gran pedagogo (sabía enseñar y transmitir; incluso lograba que a aquellos que las materias de ciencias se nos presentaban con mayor dificultad nos gustasen; (envidiábamos a Ángel Madrid, Sánchez Alonso, Manuel Calvo, Ángel Nieto, José Luís G. Talaverano…, que con sus admirables inteligencias lo captaban a la primera, junto a otras mentes lúcidas que ahora no puedo citar).

D. Antonio era comprensivo para dirigirse a unos muchachos llenos de juventud, en plena crisis de valores y de vocación. Y creo que estas cualidades las corroboran la práctica totalidad de su alumnado.

Él, al vernos> desconcertados por estas cosas que le llegaban y conociendo el perjuicio que nos podían ocasionar, dejaba la tiza, interrumpía su magnífica explicación y nos hablaba al corazón de la grandeza de dejarlo todo por Cristo y seguir adelante con la mirada puesta sólo en Él con quien nos íbamos a configurar sacerdotalmente. Nos animaba a que estuviésemos dispuestos y decididos a dar nuestra vida por Jesucristo. Y Esto lo decía una persona a la que Dios había transformado radicalmente su vida, es decir, se había convertido; él había pertenecido a una extraña organización sindicalista de izquierdas y muy radical, la FAY = Federación Anarquista Ibérica; una estructura sindicalista fundada en 1927 en Valencia, como continuación de tres organizaciones anarquistas; Su labor estuvo muy estrechamente vinculada a la de la CNT, tanto en España como en el exilio. Este hecho nos causaba a todos mayor impresión.

A pesar de todo teníamos clara conciencia de que nos ordenábamos en un momento difícil de nuestra vida, de que no se nos presentaba un camino de rosas ni una vida espiritual y pastoral fácil, sino que tendríamos que romper muchas barreras. Debíamos aceptar lo bueno de las personas y del mundo para transformarlo aún más, y estar dispuestos a ayudar, con mansedumbre, para detestar lo negativo y lo que se oponía a Dios y a los hombres, para eliminarlo.

Pues bien, después de todos estos avatares llegó el momento de nuestra ordenación y lo hicimos con todo el convencimiento en esas edades que oscilaban entre los 23 y los 26 años. Ese día todos, vestidos de riguroso cleryman. Llenos de felicidad iniciábamos ese camino de acción pastoral conscientes de que serían muchas las equivocaciones que íbamos a tener, tanto si el nombramiento era de párroco como de coadjutor (así se decía entonces, ahora la denominación es vicario parroquial, suena mejor y en más concordancia con el espíritu y la letra del Concilio Vaticano II y del Código de Derecho Canónico).

No quiero terminar este capítulo sin contar un episodio que nos ocurrió a los condiscípulos a los dos días de la ordenación. Era costumbre entonces, igual que lo es ahora, acudir todos los compañeros ordenados a la primera Misa de los demás.

Previamente nos habíamos puesto de acuerdo para fijar las fechas en consonancia con los deseos, las dificultades familiares y otros factores.

El primero en celebrarla fue Eladio, párroco durante muchos años de Novés y profesor del Instituto Alonso de Covarrubias de Torrijos. Ahora ejerce el ministerio en la parroquia del Santísimo Sacramento de Torrijos. Por sus aulas han pasado miles de alumnos. Aprovecho esta ocasión (él se enfadará conmigo, pero como somos muy amigos y nos queremos de verdad sé que se le pasará enseguida) para dar a conocer un interesantísimo libro que acaba de publicar Anclajes para una vida, con el subtítulo Para no quedar a la intemperie. Es fruto de muchas y largas reflexiones, de sus clases muy bien preparadas sobre cada uno de los momentos en que ha impartido la enseñanza; es un análisis muy certero de la sociedad posmoderna y de las dificultades con las que se encuentra el hombre de hoy, sin apoyaturas, para hacer frente a tantos retos y para que recupere la personalidad tantas veces perdida. Dibuja un mundo con situaciones ampliamente negativas, pero ofrece «anclajes» para superar todo aquello que le deja al descubierto; a su vez, señala pistas muy valiosas y orienta la vida, especialmente la del cristiano, con pautas muy serias y unos principios sólidos fundamentados en valores humanos que se pueden rescatar y, sobre todo, ofreciendo siempre una seria mirada y una plena visión evangélica.

Terminado este paréntesis continúo con el hecho que estoy narrando. El día 1 de julio ya estábamos los compañeros en Herreros de Suso, un pueblo pequeño y acogedor, además de muy religioso de la provincia de Ávila para la Primera Misa de Eladio, que sería el día 2. Hay que resaltar que en aquel momento eran siete —incluido Eladio— los sacerdotes en activo que habían salido de esta pequeña parroquia.

Ese mismo día habían proyectado que hiciese la Primera Comunión una sobrina del misacantano, como entonces llamábamos; a la niña, como es lógico, le hacía mucha ilusión, igual que a toda esa gran familia de tantos hermanos y sobrinos de Eladio. Al haber llegado la víspera por la tarde el párroco (no recuerdo el nombre) nos pidió que nos sentásemos a confesar a sus familiares y a tantas personas de este pueblo fervoroso que deseaban recibir el perdón de Dios para ese día solemne en la parroquia.

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