A Madero se le ha llamado el mártir de la democracia, pero quizá sería preferible describirlo como el padre de la democracia mexicana. Las primeras elecciones en el país se realizaron durante el Virreinato, y luego, a pesar de la poca simpatía de los conservadores por la idea de voluntad popular, también hubo elecciones en el México independiente. Sin embargo, nadie le había dado al fenómeno electoral la importancia que Madero le dio en La sucesión presidencial en 1910.55 Para los liberales del XIX, las elecciones consistían en un principio de legitimación jurídica del poder. Las elecciones locales y federales designaban a los congresos y a las autoridades municipales, estatales y federales. Durante el régimen de Díaz se realizaron elecciones en tiempo y forma. Sin embargo, el respeto a la voluntad popular no era visto como algo fundamental para el bienestar de la patria.56 Salvando las diferencias, algo semejante sucedía en los demás países occidentales. A principios del siglo XX, las élites pensaban que la democracia no podía tomarse demasiado en serio ya que, de otra manera, se garantizaba el desastre.57 Durante el porfiriato importaban más el orden, la paz, y el progreso que la libertad y para garantizarlos no importaba que la voluntad de la plebe quedara en segundo plano. Pero también para los viejos liberales, la voluntad popular podía ignorarse cuando estaban en juego fines más altos, como, por dar un ejemplo, la separación del Estado y la Iglesia. Para Madero, por el contrario, la democracia significa la efectividad del sufragio, es decir, la materialización de la voluntad popular. Este concepto de democracia supone la conformación de un nuevo concepto de pueblo. No es un pueblo compuesto por castas, corporaciones o clases, sino por individuos que depositan sus votos en las urnas.58 Madero invoca por vez primera al pueblo mexicano como un actor político real. Los liberales mexicanos del XIX lo postulan como una abstracción por medio de la cual formulan sus principios legales, pero no lo reconocen como realidad autónoma, como actor político. En los numerosos planes que hubo en el siglo XIX, se le habla al pueblo de México de manera muy distinta. Los levantados siempre hablan en nombre del pueblo; de lo que los firmantes de los planes consideran que era su felicidad, su beneficio, su libertad. Madero, en cambio, le habla al pueblo como un agente del cambio social, no como a un espectador de una lucha política por su redención.
Hay que subrayar que el pensamiento político de Madero no es el del liberalismo clásico mexicano del siglo XIX.59 Para Madero, el énfasis no está en la defensa de las libertades individuales frente al poder tiránico y dogmático de las corporaciones, como la Corona o la Iglesia, sino en la lucha por la democracia y la promoción de la solidaridad social. Madero no hace de la libertad un fetiche, sino que pone un énfasis especial en la abnegación y eso lo acerca a la tradición altruista y utilitarista del siglo XIX de autores como Mill. Si se quisiera definir el liberalismo de Madero diríamos que era el liberalismo reformista o social de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. No olvidemos que Madero se formó en Francia y en los Estados Unidos y que, por lo tanto, conocía la cultura política de la Tercera República y de la gestión de Theodore Roosevelt (1901-1909).60 En ambos países estaba en su apogeo un movimiento social reformista que luchaba por la profundización de la democracia, la propagación de la educación pública y la mayor participación del Estado para fomentar la igualdad de oportunidades y ponerle un freno al poder del gran capital. Este movimiento, que en los Estados Unidos se conocía como progresivismo y en Francia como radicalismo, rechazaba el viejo liberalismo ultraindividualista y el capitalismo salvaje, pero no adoptaba las premisas marxistas de la lucha de clases o de la dictadura del proletariado. En el ámbito anglosajón, este nuevo liberalismo estaba inspirado en la obra de autores destacados como T. H. Green y Lester Frank Ward, ambos, por cierto, críticos de la filosofía social de Spencer.61 Si se buscara antecedentes anglosajones del pensamiento político de Madero, por allí habría que localizarlos.62 Pero la influencia principal del pensamiento de Madero, la más tangible, viene de otro lado, de una corriente del pensamiento francés que ahora nos resulta ajena, incluso extraña, pero que en aquel entonces tuvo una gran influencia no sólo en Europa sino en América Latina: el espiritismo de Allan Kardec.
Se puede decir que es Madero quien inventa o, por lo menos, acaba de inventar la idea del pueblo mexicano como un pueblo democrático. Lo inventa al dirigirse a él en su discurso de la manera en la que lo hace: como un sujeto político pleno, listo para actuar. Una vez convocado, el pueblo democrático ya no volvería a dispersarse en nuestra historia. Para usar el término de Reinhart Koselleck, el insoslayable logro histórico, político, ideológico de Madero fue abrir un horizonte de expectativa de los mexicanos.63 Este horizonte no sólo se abrió para las clases medias, sino para toda la población, porque el maderismo se transformó en un movimiento de masas. La contrarrevolución de Victoriano Huerta no triunfó, no podía hacerlo, porque ese horizonte ya estaba abierto en las conciencias y no volvería a cerrarse, como se comprobó a todo lo largo del siglo XX mexicano. Ni la muerte de Madero, ni el fracaso de su movimiento ni todo lo que pasó después acabaron con las expectativas democráticas que él inspiró en los mexicanos.
El énfasis de Madero en la no-reelección no ha sido suficientemente valorado, quizá porque se asume que estaba dirigido ad-hominem contra Díaz. Sin embargo, Madero tenía razones generales para defender ese principio, que iban desde los precedentes históricos de Washington y de Bolívar, que habían renunciado a perpetuarse en el poder por considerar que ello iba en contra de los intereses de la República, hasta el argumento de que cuando un político no tiene la reelección en la mira, puede actuar de manera más libre para llevar a cabo su programa.64 La concepción de Claude Lefort de la democracia como el vacío simbólico del poder podría ayudarnos a entender la insistencia de Madero en la no-reeleción.65 Cuando un hombre se ubica en el centro del poder y desde ahí consigue reelecciones indefinidas, aunque sean legales, la democracia pierde una de sus características centrales: que el poder no tenga rostro ni figura. En una democracia genuina, el poder no debe tener nombre y apellido, mucho menos de manera indefinida. Es por ello que la no-reelección, uno de los bastiones del sistema político posrevolucionario, ha servido como muro de contención para los presidentes que han ocupado el poder de manera tan absoluta, o para decirlo a la manera de Lefort, sin dejar huecos. Y por razones semejantes, el tema de la alternancia electoral fue tan importante en el último tercio del siglo XX. Ya no se trataba entonces de que el poder tuviera siempre el mismo rostro, sino de que tuviera siempre las mismas siglas, el mismo escudo.
Para los propósitos de este libro, es fundamental subrayar que Madero entendió la lucha política dentro del marco de una concepción del ser humano que coincide en algunos aspectos con las filosofías de Antonio Caso y José Vasconcelos, las dos figuras de la filosofía mexicana de la primera mitad del siglo XX. Como veremos, los tres compartieron su rechazo al materialismo, al determinismo y al egoísmo. Quizá la mejor manera de comenzar a mostrar esta coincidencia es en el franco rechazo de Madero a la orientación positivista de la educación oficial. En la sección “Instrucción pública” de La sucesión presidencial en 1910, Madero hace una crítica de los magros resultados educativos del régimen de Díaz, de los que son culpables, dice, las “personas ineptas” de las que el dictador se ha valido. Si bien Madero no hace una referencia explícita a Justo Sierra y a Ezequiel A. Chávez, es evidente que a ellos se refiere y eso explica, entre otras razones, que entre las demandas puntuales de los revolucionarios en las negociaciones de Ciudad Juárez en 1911 se haya exigido un cambio en el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Madero afirma que no comentará “el género” de la enseñanza que se ofrece en los planteles oficiales, ya que esa crítica la había hecho antes Francisco Vázquez Gómez, pero que sí dirá algo acerca del tipo de persona que egresa de dichas escuelas.66 Según Madero, la juventud educada en esas escuelas tiene los conocimientos para labrarse su futuro personal, pero carece de principios e ideales, es egoísta y escéptica, y no está dispuesta a sacrificarse por la patria. Los jóvenes tienen de manera natural un entusiasmo por lo grande y lo bello, lo que sucede, dice Madero, es que
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