Charles Dickens - Grandes Esperanzas

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La vida del joven Pip, un pequeño huérfano que vive bajo el cuidado de su hermana, la señora Joe, está a apunto de cambiar gracias a un encuentro inesperado durante una visita a la tumba de sus padres. Inmediatamente después de esto, el señor Joe consigue trabajo en una mansión semi abandonada, dirigida por la señora Havisham, una viuda excéntrica que aún usa su vestido de novia. Ahí conoce a la bella, pero sumamente fría, Estella, de quien se enamora perdidamente. Sin saberlo, van sucediendo los hechos que lo acompañarán por el resto de su vida. Grandes esperanzas, ambientada en la Inglaterra de 1812, es considerada un clásico de Charles Dickens, un retrato completo de la época, en donde se pintan, las enfermedades, la pobreza y el permanente deseo de encontrar un pequeño lugar en las esferas de la clase alta. Esto, siempre, acompañado de un amor imposible.

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La señora Joe hacía, de vez en cuando, cortos viajes con el tío Pumblechook los días de mercado, a fin de ayudarlo en la compra de los artículos de uso doméstico y en todos aquellos objetos caseros que requerían la opinión de una mujer. El tío Pumblechook era soltero y no tenía ninguna confianza en su criada. El día en que con Joe tuvimos la conversación reseñada, era de mercado y la señora Joe había salido en una de esas expediciones.

Joe reavivó el fuego, limpió el hogar y luego nos acercamos a la puerta, con la esperanza de oír la llegada del carruaje. La noche era seca y fría, el viento soplaba de un modo que parecía cortar el rostro y la escarcha era blanca y dura. Pensé que cualquier persona podría morirse aquella noche si permanecía en los marjales. Y cuando luego miré a las estrellas, consideré lo horroroso que sería para un hombre que se hallara en tal situación el volver la mirada a ellas cuando se sintiera morir helado y advirtiera que de aquella brillante multitud no recibía el más pequeño auxilio ni la menor compasión.

—Ahí viene la yegua —dijo Joe—, como si estuviera llena de campanillas.

En efecto, el choque de sus herraduras de hierro sobre el duro camino era casi musical mientras se aproximaba a la casa a un trote más vivo que de costumbre. Sacamos una silla para que la señora Joe se apeara cómodamente, removimos el fuego a fin de que la ventana de nuestra casa se le apareciera con alegre aspecto y examinamos en un momento la cocina procurando que nada estuviera fuera de su sitio acostumbrado. En cuanto terminamos estos preparativos, salimos al exterior abrigados y tapados hasta los ojos. Pronto echó pie a tierra la señora Joe y también el tío Pumblechook, quien se apresuró a cubrir a la yegua con una manta, de modo que pocos instantes después estuvimos todos en el interior de la cocina, llevando con nosotros tal cantidad de aire frío que parecía suficiente para contrarrestar todo el calor del fuego.

—Ahora —dijo la señora Joe desabrigándose apresurada y muy excitada y echando hacia la espalda su gorro, que pendía de los cordones—, si este muchacho no se siente esta noche lleno de gratitud, jamás en la vida podrá mostrarse agradecido.

Me esforcé en exteriorizar todos los sentimientos de gratitud de que era capaz un muchacho de mi edad, aunque carecía en absoluto de informes que me explicaran el porqué de todo aquello.

—Espero —dijo mi hermana— que no se descarriará. Aunque he de confesar que tengo algunos temores.

—Ella no es capaz de permitirlo, señora —dijo el señor Pumblechook—; es mujer que sabe lo que tiene entre manos.

¿“Ella”? Miré a Joe moviendo los labios y las cejas, repitiendo silenciosamente “Ella”. Él me imitó en mi pantomima, y como mi hermana nos sorprendió en nuestra mímica, Joe se pasó el dorso de la mano por la nariz, con aire conciliador propio de semejante caso, y la miró.

—¿Por qué me miras así? —preguntó mi hermana con tono agresivo—. ¿Hay fuego en la casa?

—Como alguien mencionó a “ella”... —observó delicadamente Joe.

—Pues supongo que es “ella” y no “él” —replicó mi hermana—, a no ser que te figures que la señorita Havisham es un hombre. Capaz serías de suponerlo.

—¿La señorita Havisham, de la ciudad? —preguntó Joe.

—¿Hay alguna señorita Havisham en el pueblo? —repIicó mi hermana—. Quiere que se le mande a ese muchacho para que vaya a jugar a su casa. Y, naturalmente, irá. Y lo mejor que podrá hacer es jugar allí —explicó mi hermana meneando la cabeza al mirarme, como si quisiera infundirme los ánimos necesarios para que me mostrara extremadamente alegre y juguetón—. Pero si no lo hace, se las verá conmigo.

Yo había oído mencionar a la señorita Havisham, de la ciudad, como mujer de carácter muy triste e inmensamente rica, que vivía en una casa enorme y tétrica, fortificada contra los ladrones, y que en aquel edificio llevaba una vida de encierro absoluto.

—¡Caramba! —observó Joe, asombrado—. No puedo explicarme cómo es posible que conozca a Pip.

—¡Tonto! —exclamó mi hermana—. ¿Quién te ha dicho que lo conoce?

—Alguien —replicó suavemente Joe— mencionó el hecho de que ella quería que fuera el chico allí para jugar.

—¿Y no es posible que haya preguntado al tío Pumblechook si conoce a algún muchacho para que vaya a jugar a su casa? ¿No puede ser que el tío Pumblechook sea uno de sus arrendatarios y que algunas veces, no diré si cada trimestre o cada medio año, porque eso tal vez sería demasiado, pero sí algunas veces, va allí a pagar su arrendamiento? ¿Y no podría, entonces, preguntar ella al tío Pumblechook si conoce algún muchacho para que vaya a jugar a su casa? Y como el tío Pumblechook es hombre muy considerado y que siempre nos recuerda cuando puede hacernos algún favor, aunque tú no lo creas, Joe —añadió con tono de profundo reproche, como si mi amigo fuera el más desnaturalizado de los sobrinos—, nombró a este muchacho, que está dando saltos de alegría —algo que, según declaro solemnemente, yo no hacía en manera alguna— y por el cual he sido siempre una esclava.

—¡Bien dicho! —exclamó el tío Pumblechook—. Has hablado muy bien. Ahora, Joe, ya conoces el caso.

—No, Joe —añadió mi hermana, todavía con tono de reproche, mientras él se pasaba el dorso de la mano por la nariz, con aire de querer excusarse—, todavía, aunque creas lo contrario, no conoces el caso. Es posible que te lo figures, pero aún no sabes nada, Joe. Y digo que no lo sabes porque ignoras que el tío Pumblechook, con mayor amabilidad y mayor bondad de la que puedo expresar, con objeto de que el muchacho haga su fortuna yendo a casa de la señorita Havisham, se ha prestado a llevárselo esta misma noche a la ciudad, en su propio carruaje, para que duerma en su casa y llevarlo mañana por la mañana a casa de la señorita Havisham, dejándolo en sus manos. Pero ¿qué hago? —exclamó mi hermana quitándose el gorro con repentina desesperación—. Aquí estoy hablando sin parar, mientras el tío Pumblechook se espera y la yegua se enfría en la puerta, sin pensar que ese muchacho está lleno de suciedad, de pies a cabeza.

Dichas estas palabras, se arrojó sobre mí como un águila sobre un cabrito, y a partir de aquel momento mi rostro fue sumergido varias veces en agua, enjabonado, sobado, secado con toallas, aporreado, atormentado y rascado hasta que casi perdí el sentido. Y aquí viene bien observar que tal vez soy la persona que conoce mejor, en el mundo entero, el efecto desagradable de una sortija de boda cuando roza brutalmente contra un cuerpo humano.

Cuando terminaron mis abluciones me vi obligado a ponerme ropa blanca, muy almidonada, dentro de la cual quedé como un penitente en saco, y luego mi traje de ceremonia, tieso y horrible. Entonces fui entregado al señor Pumblechook, quien me recibió formalmente, como si fuera un sheriff, y que se apresuró a colocarme el discurso que hacía rato deseaba pronunciar.

—Muchacho, has de sentir eterna gratitud hacia todos tus amigos, pero muy especialmente hacia los que te han criado “a mano”.

—¡Adiós, Joe!

—¡Dios te bendiga, Pip!

Hasta entonces nunca me había separado de él, y, a causa de mis sentimientos y también del jabón que todavía llenaba mis ojos, en los primeros momentos de estar en el coche no pude ver siquiera el resplandor de las estrellas. Éstas parpadeaban una a una, sin derramar ninguna luz sobre las preguntas que yo me dirigía tratando de averiguar por qué tendría que jugar en casa de la señorita Havisham y a qué juegos tendría que dedicarme en aquella casa.

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