Cuando fuera mayor, me pondría de aprendiz con Joe, y hasta que pudiera asumir tal dignidad no debía gozar de ciertas ventajas. Por consiguiente, no solamente tenía que ayudar en la fragua, sino que también si algún vecino necesitaba un muchacho para asustar a los pájaros, para recoger piedras o para un trabajo semejante, inmediatamente se me daba el empleo. Sin embargo, a fin de que no quedara comprometida por esas causas nuestra posición elevada, en el estante inmediato a la chimenea de la cocina había una hucha, en donde, según era público y notorio, se guardaban todas mis ganancias. Tengo la impresión de que tal vez servirían para ayudar a liquidar la deuda nacional, pero me constaba que no debía abrigar ninguna esperanza de participar personalmente de aquel tesoro.
Una tía abuela del señor Wopsle daba clases nocturnas en el pueblo; es decir, que era una ridícula anciana, de medios de vida limitados y de mala salud ilimitada, que solía ir a dormir de seis a siete, todas las tardes, en compañía de algunos muchachos que le pagaban dos peniques por semana cada uno, a cambio de tener la agradable oportunidad de verla dormir. Tenía alquilada una casita, y el señor Wopsle disponía de las habitaciones del primer piso, en donde nosotros, los alumnos, le oíamos leer en voz alta con acento solemne y terrible, así como, de vez en cuando, percibíamos los golpes que daba en el techo. Existía la ficción de que el señor Wopsle “examinaba” a los alumnos una vez por trimestre. Lo que realmente hacía en tales ocasiones era arremangarse los puños, peinarse el cabello hacia atrás con los dedos y recitarnos el discurso de Marco Antonio ante el cadáver de César. Inevitablemente seguía la oda de Collins acerca de las pasiones, y, al oírla, yo veneraba especialmente al señor Wopsle en su personificación de la Venganza, cuando arrojaba al suelo con furia su espada llena de sangre y tomaba la trompeta con la que iba a declarar la guerra, mientras nos dirigía una mirada de desesperación. Pero no fue entonces, sino a lo largo de mi vida futura, cuando me puse en contacto con las pasiones y pude compararlas con Collins y Wopsle, con gran desventaja para ambos caballeros.
La tía abuela del señor Wopsle, además de dirigir su Instituto de Educación, regía, en la misma estancia, una tienda de abacería. No tenía la menor idea de los géneros que poseía, ni tampoco de los precios de cada uno de ellos; pero guardada en un cajón había una grasienta libreta que servía de catálogo de precios, de modo que, gracias a ese oráculo, Biddy realizaba todas las transacciones de la tienda. Biddy era la nieta de la tía abuela del señor Wopsle; y confieso mi incapacidad para solucionar el problema de cuál era el grado de parentesco que tenía con el señor Wopsle. Era huérfana como yo, y también como yo fue criada “a mano”. Sin embargo, era mucho más notable que yo por las extremidades de su persona, ya que su cabello jamás estaba peinado, ni sus manos nunca lavadas, y en cuanto a sus zapatos, carecían siempre de toda reparación y de tacones. Tal descripción debe aceptarse con la limitación de un día cada semana, porque el domingo asistía a la iglesia muy mejorada.
Mucho por mí mismo y más todavía gracias a Biddy, no a la tía abuela del señor Wopsle, luché considerablemente para abrirme paso a través del alfabeto, como si éste hubiera sido un zarzal; y cada una de las letras me daba grandes preocupaciones y numerosos arañazos. Por fin me encontré entre aquellos nueve ladrones, los nueve guarismos, que, según me parecía, todas las noches hacían cuanto les era posible para disfrazarse, a fin de que nadie los reconociera a la mañana siguiente. Mas por último empecé, aunque con muchas vacilaciones y tropiezos, a leer, escribir y contar, si bien en grado mínimo.
Una noche estaba sentado en el rincón de la chimenea, con mi pizarra, haciendo extraordinarios esfuerzos para escribir una carta a Joe. Me parece que eso fue asunto de un año después de nuestra caza del hombre por los marjales, porque había pasado ya bastante tiempo y corría el invierno y helaba. Con el alfabeto junto al hogar y a mis pies para poder consultar, logré, en una o dos horas, dibujar esta epístola:
“mIqe rIdOjO eSpE rOqes tArAsbi en Ies pErOqe pRoN topO dRea iuDar tEen tosEs SerE mOsfE lis es tUio pIp”.
No había ninguna necesidad de comunicar por carta con Joe, pues hay que tener en cuenta que estaba sentado a mi lado y que, además, nos hallábamos solos. Pero le entregué esta comunicación escrita, con pizarra y todo, por mi propia mano, y Joe la recibió con tanta solemnidad como si fuera un milagro de erudición.
—¡Magnífico, Pip! —exclamó abriendo cuanto pudo sus azules ojos—. ¡Cuánto sabes! ¿Lo has hecho tú?
—Más me gustaría saber —repliqué yo, mirando a la pizarra con el temor de que la escritura no estaba muy bien alineada.
—Mira —dijo Joe—. Aquí hay una “J” y una “O” muy bien dibujadas. Esto sin duda dice “Joe”.
Jamás oí a mi amigo leer otra palabra que la que acababa de pronunciar; en la iglesia, el domingo anterior, observé que sostenía el libro de rezos vuelto al revés, como si le prestara el mismo servicio que del derecho. Y deseando aprovechar la ocasión, a fin de averiguar si, para enseñar a Joe, tendría que empezar por el principio, le dije:
—Lee lo demás, Joe.
—¿Lo demás, Pip? —exclamó Joe mirando a la pizarra con expresión de duda—. Una... una “J” y ocho “oes”.
En vista de su incapacidad para descifrar la carta, me incliné hacia él y, con la ayuda de mi dedo índice, la leí toda.
—¡Es asombroso! —dijo Joe en cuanto terminé—. Sabes mucho.
—¿Y cómo lees “Gargery”, Joe? —le pregunté, con modesta expresión de superioridad.
—De ninguna manera.
—Pero supongamos que lo leyeras.
—No puede suponerse —replicó Joe—. Sin embargo, me gusta mucho leer. —¿De veras?
—Mucho. Dame un buen libro o un buen periódico, déjame que me siente ante el fuego y soy hombre feliz. ¡Dios mío! —añadió después de frotarse las rodillas—. Cuando se encuentra una “J” y una “O”, y comprende uno que aquello dice “Joe”, se da cuenta de lo interesante que es la lectura.
Por estas palabras comprendí que la instrucción de Joe estaba aún en la infancia. Y, hablando del mismo asunto, le pregunté:
—Cuando eras pequeño como yo, Joe, ¿fuiste a la escuela? —No, Pip.
—Y ¿por qué no fuiste a la escuela cuando tenías mi edad?
—Pues ya verás, Pip —contestó Joe empuñando el hierro con que solía atizar el fuego cuando estaba pensativo—. Voy a decírtelo. Mi padre, Pip, se había dado a la bebida y cuando estaba borracho, le pegaba a mi madre con la mayor crueldad. Ésta era la única ocasión en que movía los brazos, pues no le gustaba trabajar. Debo añadir que también se ejercitaba en mí, pegándome con un vigor que habría estado mucho mejor aplicado para golpear el hierro con el martillo. ¿Me comprendes, Pip?
—Sí, Joe.
—A consecuencia de eso, mi madre y yo nos escapamos varias veces de la casa de mi padre. Luego mi madre fue a trabajar, y solía decirme: “Ahora, Joe, si Dios quiere, podrás ir a la escuela, hijo mío”. Y quería llevarme a la escuela. Pero mi padre, en el fondo, tenía muy buen corazón y no podía vivir sin nosotros. Por eso vino a la casa en que vivíamos y armó tal escándalo en la puerta que no tuvimos más remedio que irnos a vivir con él. Pero luego, en cuanto nos tuvo otra vez en casa, volvió a pegarnos. Y ésta fue la causa, Pip —terminó Joe, dejando de remover las brasas y mirándome—, de que mi instrucción esté un poco atrasada.
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