A Karina Ramacciotti, Alejandro Capriati, Ana Clara Camarotti, Diego Escolar y Pablo Wright por tener siempre la mejor predisposición a ayudarnos con lecturas y sugerencias en capítulos específicos. A los colegas que leyeron capítulos y brindaron soporte incondicional durante todo el proceso: Guido Korman, Mercedes Saizar y Mercedes Sarudiansky.
A Nancy Krieger, porque sus producciones para abordar las inequidades son verdaderas brújulas que planteamos como desafíos para seguir a largo plazo; gracias por el aliento para llegar a puerto.
A Mark Parascandola (NCI), por el tiempo que se tomó en ver los adelantos, comentar los mails y por el entusiasmo que tuvo con lo que estábamos haciendo durante estos cuatro años. Le agradecemos haber podido conocer otros marcos para pensar más a corto plazo lo que sucede y puede servir para implementar en instituciones sanitarias; también a Sudha Sivaram y Cynthia Vinson. A la plataforma Ecancer, por el interés en este tipo de investigaciones sobre desigualdades sociales en cáncer.
A la red de antropólogas médicas abocadas al cáncer y temas afines, principalmente a Lenore Manderson, Linda Bennet, Carolyn Sargent y Belinda Spagnoletti por sus agudas y meticulosas observaciones tan enriquecedoras. También agradecemos a Ignacia Arteaga por ayudar a construir puentes epistémicos entre regiones. A Mariano Perelman, Holly Mathews, Katia Lerner, Waleska Aureliano, Sahra Gibbon, Nancy Burke, Rachel Aisengart Menezes, Silvia Hirsch y Ana Domínguez Mon.
A la carrera de Trabajo Social, principalmente a Andrea Echeverría y Fernando Grosso y a todos los grandes referentes del trabajo en el territorio y con comunidades, principalmente a la querida Adriana Clemente. A las colegas de España, Belén Lorente Molina y Teresa Gijón, por los caminos comunes que vamos transitando a través de los años.
A la Editorial Biblos, Javier Riera, Mónica Urrestarazu y Silvina Varela por la seriedad y la confianza después de tantos años en los que nunca fallan, que permiten que las espaldas del equipo empiecen a sentirse más livianas cuando entran en acción con sus revisiones y sus “ojos de águila” para identificar nuestros errores.
Por último, un gran agradecimiento a la licenciada Marisa Factorovich, por serenar dragones… sin apagar el fuego.
PREFACIO
El “ángel de la bicicleta” avanza en la salud colectiva
Jaime Breilh*
La vida planetaria se encuentra colgando de un hilo. El siglo XXI es la expresión paradójica de un contraste hiriente entre la mayor disponibilidad de recursos económicos y científico-tecnológicos que haya jamás dispuesto la humanidad, por una parte, pero por otra la global insatisfacción de necesidades y derechos sociales y culturales. El incontenible avance de una violenta inequidad y de una civilización individualista centrada en el consumo ha hecho crecer modos de vivir malsanos, espacios peligrosos, contaminados, y grandes colectividades vulnerables.
A contracorriente con los discursos políticos de un supuesto progreso, la economía neoliberal, con su fe absoluta en la optimización productiva y en el papel del mercado como el distribuidor óptimo, se ha construido sobre la base de una distribución injusta de la riqueza, desmantelando los controles sociales sobre las corporaciones y el papel regulador del Estado sobre las grandes empresas. Nuestros pueblos, su gente llana, viven así inmersos en el reino de la codicia, donde se reproduce, en mil formas, el divorcio radical de la civilización actual con la democracia, el vivir saludable y la dignidad.
La salud colectiva y su brazo diagnóstico la epidemiología crítica surgieron hacia fines de la década de 1970 como una reacción de la academia y los movimientos sociales a esa economía de la muerte y su alienante civilización. Se plantearon como una contraherramienta para defender y repensar los modos de vivir, y para esclarecer las profundas amenazas que se han cernido siempre sobre las colectividades en campos y ciudades. Son una herramienta válida para repensar los fundamentos conceptuales y las bases culturales de la prevención y la promoción de la salud; son instrumentos para luchar por la vida en una civilización que la amenaza permanentemente.
La escalada incontenible de corporaciones multinacionales, que secuestran los territorios para instalar el extractivismo, produce efectos muchas veces irreversibles sobre la vida y la naturaleza, reduciendo cada vez más los espacios para el bienestar y la vida. La aceleración del proceso acumulación/concentración/exclusión implica el recrudecimiento de territorios urbanos y rurales de transformación malsana de los modos de vivir y deterioro creciente de los ecosistemas.
Los apetitos de una minoría sedienta por seguir acumulando y creciendo inconteniblemente han construido el mundo de los absurdos. Así, por ejemplo, más allá del discurso verde de las agroindustrias y de la minería, la verdad es que para estas megaempresas la biodiversidad es mal negocio, pues su renta diferencial crece sobre la base de la monotonía de los suelos, la monopolización de la tierra y la aplicación de un paquete tecnológico que contiene agrotóxicos e implica usos malsanos de las tecnologías. La supremacía de los grandes sobre las pequeñas economías campesinas familiares no solo saca del juego a quienes producen los alimentos para el mercado interno sino que cierra las posibilidades de impulsar la agroecología. Del mismo modo, otro mal negocio para los grandes es la equidad y la existencia de un pacto social, pues el sistema lucra de la desigualdad con una miopía irrefrenable. Al extractivismo petrolero-minero se ha sumado el extractivismo agrícola, y ahora incluso el extractivismo cibernético, que ha convertido nuestra vida íntima en una preciada mercancía que se genera en las redes y plataformas del cibernegocio en negocios cuyas contabilidades alcanzan niveles de lucro diario escalofriantes.
Como lo demuestran estudios recientes sobre la desigualdad, durante todo el siglo XX se ha expandido la brecha entre el crecimiento de la renta del capital privado respecto de todos los ingresos percibidos más el valor de la producción, con lo cual se están devorando las oportunidades de este siglo y del futuro. 1Es en este marco de realidad donde nos toca “hacer ciencia” y decidir sobre cuál es la investigación efectiva y ética. Es también en ese marco donde se proyecta este brevísimo comentario sobre esta valiosa obra, In situ: el cáncer como injusticia social .
En correspondencia con lo dicho, una primera y fundamental característica del estudio es su firme posicionamiento en una mirada crítica, integral, sobre la determinación social del cáncer, perspectiva que para consolidarse requirió un trabajo interdisciplinario, centrado además en la experiencia y dinámica social de las colectividades amenazadas. Como lo hemos explicado en otra parte, el cáncer es una expresión, en el organismo de las personas, de condiciones persistentes en el modo de vivir típico de algunas clases sociales en territorios definidos. Dichos patrones estructurados del modo de trabajar, de consumir, de construir nuestra identidad y formas de espiritualidad, de forjar organización y soportes colectivos y, finalmente, de tener relaciones metabólicas con la naturaleza determinan patrones de exposición y vulnerabilidad específicos, a lo largo de la vida de los colectivos. De ese modo, se generan condiciones que terminan expresándose en los cuerpos y en la salud mental de las personas.
Los modos de vivir, como mediadores de una sociedad de contradicciones, condicionan el juego dialéctico entre procesos saludables, que nos protegen, y otros procesos malsanos, que nos dañan. Una operación que se da en territorios concretos como los de la provincia argentina de Entre Ríos. Justamente la obra trabaja la dialéctica destructora del modo de consumir, de trabajar, de respirar y de comer rodeados de agrotóxicos o de residuos de la minería o de desechos del consumo urbano. Lo hace para explicar que en esos territorios del capital es donde se produce la determinación social de las neoplasias, las cuales pasan a constituir un tipo permanente de embodiment o encarnación de la vida social. Y es en ese juego dialéctico entre lo colectivo y lo individual, entre lo protector y lo destructivo, donde a los miembros de ciertas clases les toca vivir. Las clases subalternas lo hacen inmersas en abultados y violentos procesos destructivos, con escasas e insuficientes protecciones que generan la fisiopatología del cáncer y la inestabilidad genética correspondiente. Es el encuentro patogénico entre las relaciones sociales y los procesos fisiológicos y genéticos de los cuerpos. Es en este movimiento donde se rompe la estabilidad genética en los tejidos y terminan trastornándose los procesos energéticos y las reacciones bioquímicas que alteran las proteínas catalizadoras y las reacciones enzimáticas de la reproducción e inmunidad celular. El caldo de cultivo de las alteraciones metaplásicas se acumula en los modos de vivir más agresivos y expuestos, y con el tiempo terminan convertidas en cadenas genéticas promotoras o terminator que dislocan la reproducción celular trastrocándose en formas neoplásicas.
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