Hernán Bravo Varela - Malversaciones

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Lo menos que se puede exigir es un ingenio para construir analogías, memoria elegante, un significativo arsenal de referencias no del todo estrafalarias, aunque sì de insospechado molde y, coronándolo todo, una lujuria educada por prosa. Hernán Bravo Varela conquistó esas virtudes desde su escritura juvenil. Ahora, con Malversaciones, nos entrega dieciocho ensayos de madurez temprana donde la alegría del muchacho y el desencanto de la experiencia se alternan y acarician hasta confundirse en un solo y delicioso aliento, una deriva que lo mismo bebe del poema en prosa que del anecdotario, la erudición, el recadito verso en, la crítica literaria y la crónica. Dividido en cuatro secciones –poetas mexicanos; autores extranjeros; lugares y temas y prácticas de lo poético; más bella reflexión final acerca del ethos, la praxis y la política del arte –, Malversaciones trama un elogio del desvío y el desvarío, de la puesta en escena de la corruptibilidad como refugio posible para la descendencia humana, del grito como canción y reflexión, de la hibris y la cobardía como prácticas de lo sublime, y no rehúye ni la rabia elegiaca ante el asesinato del poeta Guillermo Fernández ni la ternura autoparódica de un fallido atentado poético-terrorista-adolescente contra Jaime Jaime Sabines. Hace todo esto, además, como una exhalación: una breve sucesión de latigazos de lucidez, una -son palabras del autor- «declaración patrimonial», una suerte de autorretrato a mano alzada del lector como príncipe y mendigo del mundo.

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y hermosas muchachas solas que dan miedo

–pues uno no sabe bailar, y es triste–;

los que se arrinconan con un vaso

de aguardiente oscuro y melancólico,

y odian hasta el fondo su miseria,

la envidia que sienten, los deseos;

para los que saben con amargura

que de la mujer que quieren les queda

nada más que un clavo fijo en la espalda

y algo tenue y acre, como el aroma

que guarda el revés de un guante olvidado;

para los que fueron invitados

una vez; aquellos que se pusieron

el menos gastado de sus dos trajes

y fueron puntuales; y en una puerta,

ya mucho después de entrados todos,

supieron que no se cumpliría

la cita, y volvieron despreciándose;

para los que miran desde afuera,

de noche, las casas iluminadas,

y a veces quisieran estar adentro:

compartir con alguien mesa y cobijas

o vivir con hijos dichosos;

y luego comprenden que es necesario

hacer otras cosas, y que vale

mucho más sufrir que ser vencido;

para los que quieren mover el mundo

con su corazón solitario,

los que por las calles se fatigan

caminando, claros de pensamientos;

para los que pisan sus fracasos y siguen;

para los que sufren a conciencia

porque no serán consolados,

los que no tendrán, los que pueden escucharme;

para los que están armados, escribo.

La técnica, sí, pero al servicio de una patria chica: no el terruño sino el departamento, el escritorio, la mesa de un café o el rincón de una cantina, donde un soltero descubre “el secreto más íntimo y humilde / de la fraternidad”. A partir de Imágenes (1953), su segundo volumen, Bonifaz Nuño libró con fortuna los trastabilleos de una nueva tradición. (Véanse los casos del Marqués de Santillana y de Juan Boscán, cuyas adaptaciones de la lírica petrarquista debieron esperar a Garcilaso de la Vega para cumplirse memorablemente.) Dueños de un habla que recuerdan tanto a Catulo, Anacreonte y César Vallejo como a José Alfredo Jiménez y Alfonso Esparza Oteo, los poemas de Bonifaz Nuño son serenatas de un mariachi culterano, las piedras del campo de Cuco Sánchez y los montes parturientos de Esopo.

Como Rubén Darío, Bonifaz Nuño no se conformó con abrir posibilidades expresivas. No bastaba con poner un “vaso providente” en la mesa. El vaso debía contener una sustancia que lo desbordara o lo hiciese estallar. (De ahí el efecto del versolibrismo: para que los lectores no se extraviaran en la transparencia del vaso sin antes apurar una bilis engañosamente cristalina.) Así como nuestro autor pidió en Tristeza de amor en Carlos Pellicer (2001) que el tabasqueño se leyese como un poeta grave y crepuscular, y no sólo optimista y matutino, Bonifaz Nuño pide ser consultado como un historiador de la vida cotidiana –y que, pese a títulos como El manto y la corona (1958), Fuego de pobres (1961) y Albur de amor (1987), nunca gozó de la popularidad de Sabines–. Y que si divulgó sus propias pasiones y penurias, también fue el cultor de versos “iniciáticos” ( Siete de espadas , 1966; El ala del tigre , 1969; La flama en el espejo , 1971; Del templo de su cuer­ po , 1992), que bien podrían acompañar a los de Gerardo Deniz en su palco de moda, reservado a los autores difíciles y estimulantes.

Acaso falte una lectura menos apoltronada de Bonifaz Nuño para hacerle justicia. “Acaso sea punto de lenguaje –como parece diagnosticar él mismo–; / de ponerse de acuerdo sobre el tipo / de cambio de las voces, / y en la señal para soltar la marcha.” Pero en el mercado de valores de la poesía mexicana, el gesto suele sustituir a la voz; apenas advertiríamos la del cordobés entre el manoteo. Su virtuosismo descansa en algo que observaba en Pellicer: “La técnica poética como la facultad de hacer transmisible con palabras un conjunto de estados interiores”. Estados interiores que habita

un hombre desasosegado, solitario, nostálgico de bienes nunca obtenidos, confiado en las endebles armas del poema, sufriente y dolorosamente resignado a padecer para siempre un amor sin correspondencia, que en sus términos últimos considera el espejo y el cuerpo de la muerte misma, sin remedio y sin extinción.

También ese hombre, quien lleva a cuestas su propio cadáver, es el lector ideal de Bonifaz Nuño y sus calaveras de arte mayor.

FRANCISCO HERNÁNDEZ, CIRCA 2016

Una historia del retrato literario en México podría agotar sus páginas en Francisco Hernández (1946). Su decisiva influencia goza hoy de fetiches y exvotos; gracias a él, muchos jóvenes poetas han cumplido un rito de paso entre devoto y hereje para mudar de voz. La vida y los milagros de un autor canónico, más que cantados y contados, son intervenidos como una galería, la cual abrió sus puertas con la obra temprana de Hernández ( Gritar es cosa de mudos , 1974) y ha ido nutriéndose con las donaciones de su colección particular –es decir, la de los incontables otros que la conforman.

El desafío del retrato literario consiste en atravesar una zona donde se confunden la biografía con la autobiografía, la psicología o la medicina forense con la estética. Bajo amenaza, la autoridad poética tiene la consigna de perderse para encontrarse –perder el norte para dar con otros extraviados, los que Hernández encarnó al abolir la primera persona–. El balance final es inesperadamente fructífero: el paso por la cuerda floja del lenguaje nunca ha sido más firme que en la falta de red. Un programa de trabajo que podría suscribir este poema de Emily Dickinson, en traducción de Rosario Castellanos:

Jamás he visto un páramo

y no conozco el mar

pero sé cómo debe ser la ola

y cuál es la apariencia del brezal.

Con Dios no he hablado nunca

ni el cielo he visitado

pero estoy tan segura del lugar

como si en algún mapa lo hubieran señalado.

Si bien parte de la escisión mental de Friedrich Hölderlin (transformado en el mítico Scardanelli, recluido en la locura) y de la multiplicación literaria de Fernando Pessoa (extendido a setenta personajes, entre los cuales se encontraba él mismo, su desconfiado ortónimo), la polifonía de Hernández sólo es atmosférica. Nada más alejado de Hernández que la epopeya; la comunidad es una ilusión de su trance poético. Como los autorretratos diarios que por décadas realizó su amigo José Luis Cuevas, la poesía de Hernández son las caras de una moneda pulida por el tiempo. Caras que, al contemplarse retrospectivamente, semejan una exposición colectiva antes que un ejercicio hemerográfico. El mismo autor reconoce en “El que fue”:

La frustración de no poder realizar

un retrato de Henri Michaux

desapareció al leer esta frase

del propio Michaux:

Hace años he dejado de depender

de mis rasgos. Ya no habito esos lugares.

Simbólicamente, la mano del poeta lleva tatuada la frase de Michaux. Sin embargo, al retratar el mundo que asoma por entre los dedos, en realidad dibuja su línea de vida. Cuando Hernández reelabora pasajes de la vida de Robert Schumann, de Hölderlin mismo y de Georg Trakl ( Moneda de tres caras , 1994); cuando redacta pies de foto a Octavio Paz o conjetura sobre los últimos días de Salvador Díaz Mirón ( Imán para fantasmas , 2004); cuando ejecuta ready­mades de Basquiat, Warhol o Christo ( Población de la máscara , 2010); cuando dirige misivas al escultor Ron Mueck, a los poetas Wisława Szymborska, Efraín Huerta y Juan Gelman, al pintor Mark Rothko o a la coreógrafa Pina Bausch ( Odioso caballo , 2016)… Cuando Hernández, en resumen, bosqueja su retrato hablado de otros –un retrato que se basa en la impresión del testigo, no en la veracidad de los hechos–, descubre el móvil de su poesía. “El héroe de las mil caras”, de acuerdo con Joseph Campbell, avanza hasta el proscenio para revelar su destino: “Esa sombra que avanza cuando mi cuerpo se detiene soy yo”, según reconoce Hernández en Cuaderno de Borneo (1994).

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