Fernando Bermúdez López - El grito del silencio

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Este libro es el reflejo de una vida intensa y extensa de amor y de lucha, una mirada a toda una vida en un ambiente de silencio profundo, de desierto; una vida de cercani´a, acompan~amiento y compromiso con los ma´s empobrecidos, con una esperanza renovada, a pesar del sufrimiento ante tantas injusticias que causan dolor de muerte. Esta obra es una reflexio´n desde la vida que nos abre a una tierra y un cielo nuevos, un grito para seguir caminando por las sendas de la justicia, la libertad, la paz y la fraternidad.El grito del silencio invita a silenciar la propia vida, a buscar espacios de reflexio´n, huyendo de los ruidos y del consumismo, para darnos cuenta de co´mo vivimos y que´ podri´amos aportar a la vida.

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El desierto nos purifica. Nos hace experimentar nuestra fragilidad, y, a partir de ahí, descubrimos nuestra misión en la vida. Dios no necesita de nuestras cualidades o capacidades, sino de nuestra pobreza y miseria. Cuenta Pablo de Tarso que, en su desánimo al experimentar su impotencia y debilidad, el Espíritu se le reveló diciéndole: «Te basta mi gracia, pues mi poder se manifiesta en tu debilidad» (2 Cor 12,9). El desierto es purificación y liberación interior, donde «Dios habla al corazón» y nos hace nacer de nuevo, para ver a las personas y las cosas con ojos nuevos y amarlas con corazón nuevo.

Según la lógica humana, Moisés parecía más apto para realizar la misión que Dios le iba a encomendar de liberar a su pueblo siendo príncipe de Egipto, pero tuvo que abandonar el palacio del faraón, el poder y la riqueza y huir al desierto. Lo abandonó todo. Se convirtió en un exiliado, un perseguido. El faraón le buscó para matarlo. Desde su experiencia de sentirse nada y desde la soledad del silencio, propia del desierto, Dios actúa. «Te basta mi gracia, pues mi poder se manifiesta en tu debilidad».

El desierto es espacio de soledad, silencio y verdad. Ahí se experimenta quiénes somos. Se toma conciencia de nuestra pequeñez y de la grandeza del amor del Misterio que nos envuelve. El desierto nos abre a la compasión, a la ternura y a la solidaridad con los pobres y desheredados de este mundo. Nos enseña a amar. Carlo Carretto cuenta que, cansado de tanto activismo como militante cristiano en Italia, sintió una fuerte necesidad de retirarse al desierto. Y se fue al Sahara. En la soledad de aquella desolada región reencontró el verdadero rostro de Dios y del hermano. Después de doce años, el Espíritu lo regresó al «corazón de las masas», al ajetreo del mundo. De nuevo en la ciudad contempló en los hombres y mujeres otros rostros diferentes. Veía el mundo con los ojos de Dios, con mirada de misericordia y ternura. Desde entonces fue un «contemplativo en la acción», un hombre del desierto en la ciudad.

2

Bajo las alas del silencio

Peregrino soy,

caminando voy

por senderos de color de tierra.

Atravieso horizontes de arena

y el desierto se me hizo silencio

en las profundidades del alma.

Bajo un sol inclemente,

paso a paso voy siguiendo

por el desierto de Judá,

tras las huellas de Yeshúa.

Soplan vientos huracanados

en el desierto del Sahara,

de jaima en jaima comparto

el dolor y la esperanza

de saharauis refugiados,

huyendo de la muerte.

De noche desafío el cansancio

en horas robadas al sueño,

ascendiendo a la luz de la luna

y rasgando las cumbres rocosas del Sinaí;

en silencio revivimos la tradición mosaica,

leyes de la fraternidad.

Los sueños ensanchan mi corazón

y de repente el pensamiento

me traslada a la selva del Petén,

en la cintura de América.

Desierto y selva,

dos realidades aparentemente opuestas,

¿qué tienen de común?

El desierto es silencio callado,

solo la música del viento se escucha

y el vacío de la existencia.

En la selva, el silencio es plenitud de vida,

explosión de sonidos,

pájaros, insectos, animales salvajes,

árboles que sollozan en la sombra;

dos silencios que hablan de misterio,

dos silencios que arrastran

y cautivan al sentirme perdido

entre horizontes de arena o en la jungla,

dos silencios que evocan eternidad

y llaman a mirar más allá de las cosas.

No atarse a nada ni a nadie,

no absolutizar ni idolatrizar

nada ni a nadie,

ser libre como el viento

solo para amar, servir

y ofrecer mi mano a quien lo necesite.

El silencio me enseña que

en la vida todo pasa;

pasan las cosas, pasan las personas

pasan las alegrías, pasan las tristezas,

éxitos y fracasos, todo se deshace,

solo Dios permanece,

plenitud inabarcable

de libertad y de amor.

Cuando yo era estudiante de teología, caminaba bajo el sol abrasador de una mañana de verano con otros compañeros por el desierto de Judá, desde Jerusalén hacia Hebrón. Íbamos en silencio, memorizando las huellas de Yeshúa el Nazareno, quien «se dejó guiar por el Espíritu a través del desierto» (Lc 4,1).

Después de varias horas de camino, entramos en la mezquita de los Patriarcas. Directos fuimos a la tumba de Abrahán y Sara. Multitud de creyentes, musulmanes, judíos y cristianos de las distintas Iglesias nos unimos en silencio en una sola plegaria ante el padre del monoteísmo. En mi interior me interrogaba sobre el porqué de las discordias y luchas entre estas confesiones religiosas, si todos tenemos el mismo padre Abrahán y el mismo Dios. No sé cuál sería la plegaria de los allí reunidos, pero la mía fue una súplica por la armonía entre las religiones, para que se abran veredas de paz en el mundo.

Años después volé a Tinduf, y desde esta ciudad argelina viajé a los campamentos saharauis. Quince días en Smara, a orillas del desierto. Llanuras infinitas de arena y pedruscos. Silencio amasado con el sufrimiento de refugiados y caminantes solitarios, lejos de toda civilización. De noche, en la inmensidad del desierto, la bóveda celeste cubierta de estrellas de norte a sur y de oriente a occidente me envolvía como un gran manto cósmico. Me veía vigilado por un número incontable de estrellas, algunas tan luminosas y cercanas, casi al alcance de la mano.

Y todavía, años más tarde, dejando las arenas del desierto del Sinaí, ascendimos a la montaña sagrada del Horeb. Era de noche. Después de cinco horas de empinada ascensión entre rocas desnudas llegamos a la cumbre. Silencio. Aquí se le reveló a Moisés el Misterio que hoy es Roca para judíos, cristianos y musulmanes. No hay palabras. Solo el silencio habla en medio de la brisa de la mañana, acariciando las cumbres del Sinaí. Al atardecer descendimos al ritmo del sol poniente, contemplando el rojo y ardiente resplandor que se hundía en el horizonte de las desnudas y desérticas montañas sinaíticas.

Dejé el desierto. La misión me llevó a la selva del Petén, acompañando a las Comunidades de Población en Resistencia del norte de Guatemala. El latido de la jungla es una explosión de vida. Un silencio sonoro y elocuente. Las noches son un concierto de sonidos de animales y aves nocturnos. Por las mañanas, la brisa húmeda que llega del río La Pasión refresca el ambiente denso, tropical, mientras los rayos del sol buscan filtrarse entre los gigantescos árboles. Todo es vegetación, una lujuriosa explosión verde: verde por arriba, verde a mi alrededor, verde bajo mis pies. Entre esa espesura verde de la selva se esconden los latidos de miles de seres vivientes. En la selva tampoco hay caminos. El camino es uno mismo. También entre el sonido de la selva se halla el silencio del alma.

El silencio es el grito del alma

Hay personas que viven la vida inconscientemente. Nacen, crecen, envejecen y mueren. Pasan por la historia como un soplo.

Dentro de cada ser humano hay una parcela que muchos no han llegado a descubrir. Es el espacio interior, de silencio, donde nos encontramos con nosotros mismos. Es nuestro yo subterráneo. Nadie puede entrar en ese espacio privado de nuestro yo. Ahí encuentras un refugio donde puedes retirarte en cualquier momento, estar solo contigo mismo. Ahí puedes conocer secretamente lo más profundo de tu ser, que no es solo el cuerpo, sino tu esencia, la auténtica esencia de tu alma, lo que tú eres desde antes de tener uso de razón. Es ahí donde escucharás la voz de la conciencia, que es la voz de Dios, y donde se desarrolla «el resplandor del misterio que nos permite ver más allá de cuanto alcanzan nuestros sentidos», en palabras de Antonio López Baeza.

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