Violeta Bermúdez - Género y poder

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A través de un estudio histórico, crítico, analítico y actual del ordenamiento jurídico peruano, como del derecho comparado, la obra desarrolla los argumentos que validan a la paridad como propuesta compatible con el marco constitucional peruano.
Violeta Bermúdez Valdivia es Magíster en Derecho Constitucional por la Pontificia Universidad Católica del Perú y abogada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha ejercido diversos cargos de responsabilidad en entidades públicas, organizaciones de la sociedad civil y cooperación internacional. Entre ellos, ha sido Viceministra de la Mujer y del Desarrollo Humano, Jefa del Gabinete de Asesores de la Presidencia del Consejo de Ministros, Directora del Movimiento Manuela Ramos, Coordinadora de Proyectos en la Oficina de Iniciativas Democráticas de USAID, Directora de planificación y análisis estratégico de la Oficina de Cooperación Canadiense y Jefa del Programa ProDescentralización de USAID.
Es docente de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú y autora de diversos artículos publicados sobre temas de democracia, gobernabilidad, derechos humanos, derechos de las mujeres y políticas públicas.

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Estamos aquí ante lo que se denomina su “vertiente administrativa”, dado que este derecho de acceso no se canaliza a través del derecho de sufragio, sino por el “principio de mérito y capacidad” (Pérez Royo 2000: 474). Sin embargo, en diversos países, gran parte de los cargos públicos de alto nivel, especialmente del poder ejecutivo, responden más bien al criterio de designación conforme ocurre en el caso peruano.

En la actualidad, los titulares de la participación política, en tanto derecho humano, son todas las personas: hombres y mujeres. Y se hace el énfasis del momento actual, porque, como se ha analizado, la titularidad de los derechos para las mujeres es relativamente reciente dentro de la historia de la humanidad.

Precisamente, entre las primeras demandas por el reconocimiento de sus derechos, las mujeres reclamaron el ejercicio de la ciudadanía, es decir, el derecho a participar —en igualdad de condiciones con los hombres— del gobierno de su país. Esta demanda fue canalizada en el siglo xix a través del movimiento sufragista, que durante más de medio siglo demandó el voto para las mujeres y el reconocimiento de sus derechos. La Declaración de Seneca Falls de 1848 se erigió en el “acta fundacional del sufragismo” en los Estados Unidos (Cobo y otras 2013: 360). El movimiento sufragista que pedía ampliar el derecho a la participación política de las mujeres a través del derecho al voto, en sus vertientes activa y pasiva, tuvo manifestaciones en diversos países del mundo, especialmente los de Europa y Norte América, habiendo llegado un poco más tarde a los países latinoamericanos como el Perú.

Los resultados se mostraron 50 años más tarde con el progresivo reconocimiento del derecho de sufragio de las mujeres. El primer país en reconocer a la mujer el derecho al voto fue Nueva Zelanda en 1893. Los países que lo hicieron a continuación fueron Finlandia en 1906, Australia en 1908, Noruega en 1913, Dinamarca en 1918, Austria en 1918, Países Bajos en 1919, Canadá en 1920 y Suecia en 1921; España lo hizo en 1931, Francia en 194413 e Italia en 1946 (Nohlen 1994: 23). En América Latina, los países pioneros fueron Ecuador que aprobó el voto para la mujer en 1929, Brasil y Uruguay en 1932 y El Salvador en 1939. Posteriormente lo hicieron: Guatemala en 1945, Venezuela en 1946, Argentina en 1947 y Perú en 1955 (Nohlen 1994: 31).

A pesar del reconocimiento formal de este derecho, las mujeres siguen estando relegadas de los espacios de toma de decisiones políticas y del acceso a los cargos públicos, vulnerándose de esta manera sus derechos fundamentales a la igualdad y a la participación política. Su derecho a la participación, en condiciones de igualdad con los hombres, requiere de la adopción de garantías o mecanismos idóneos para su efectiva vigencia. Siguiendo a Ferrajoli, “[l]os derechos fundamentales, precisamente, porque están igualmente garantizados para todos y sustraidos a la disponibilidad del mercado y de la política, forman la esfera de lo indecible que y de lo indecible que no; y actúan como factores no solo de legitimación sino también y, sobre todo, como factores de deslegitimación de las decisiones y de las no-decisiones” (2001: 24).

Los Estados deben actuar de modo tal que los derechos garantizados en sus normas tengan efectiva vigencia en la realidad. Lamentablemente, utilizando la didáctica expresión de Pérez Royo, la participación política, que sería el “vehículo” para trasladar la igualdad constitucional a la esfera de los poderes públicos, aún no ha llegado al paradero de las mujeres.

En consecuencia, la igualdad política —término que se utilizará en adelante para aludir a la igualdad en la participación política— continúa siendo una aspiración para la mitad de la humanidad.

1.3.2. La participación política como elemento esencial de la democracia

Las demandas por el aumento de la participación política, tal como hoy la conocemos, se produjeron luego de la formación de los Estados nacionales y en contextos de democratización de las sociedades. Históricamente, la ampliación de los participantes en las decisiones políticas ha sido el resultado del conflicto entre quienes detentan el poder y los que se ven marginados de dichas decisiones (Pasquino 2011:73). Ello sucedió en las revoluciones francesa y americana del siglo xviii, siguiendo el planteamiento del autor, como producto de los movimientos sufragistas y feministas. Este incremento de quienes tienen derecho al voto se dio de manera progresiva y es lo que Bobbio califica como “proceso continuo de democratización” (1986: 14).

La participación está directamente vinculada con la democracia: puede decirse que es un elemento esencial de ella. En ese sentido, el régimen democrático es “un conjunto de reglas procesales para la toma de decisiones colectivas en el que está prevista y propiciada la más amplia participación posible de los interesados” (Bobbio 1986: 9). Al desarrollar quién o quiénes tienen la atribución de tomar esas decisiones colectivas, Bobbio precisa que “un régimen democrático se caracteriza por la atribución de ese poder (…) a un número muy elevado de miembros del grupo” (1986: 14). Reconoce que no es posible darle ese poder-derecho a todos, pues existen requisitos —por ejemplo, de edad— que no autorizan el derecho al voto.

El ejercicio de este derecho nos remite a la representación política, pues es evidente que en las sociedades actuales no es posible que todas las personas participen de manera directa de todas las decisiones. Por ello, en los regímenes democráticos, a través del ejercicio del sufragio, se elige a quienes se les otorga el poder de representación y, junto con él, se les da la atribución para la toma de decisiones a favor de toda la colectividad.

Evidentemente, la representación política (democracia representativa) coexiste con mecanismos de participación directa (democracia participativa), por ejemplo, el referéndum o las audiencias de rendiciones de cuentas. A pesar de ello, existe cada vez más demanda por la democratización de las sociedades, se espera mayores canales de participación y de representación de intereses que no, necesariamente, son asumidos por los representantes democráticamente elegidos. Así, se puede identificar en la sociedad civil diversas organizaciones sociales que buscan incidir en las decisiones públicas, cuyas consecuencias tienen carácter general. Dentro de estas expresiones de ciudadanía activa, durante la segunda parte del siglo xx se crearon muchas organizaciones de mujeres que demandaron el ejercicio de una ciudadanía plena, es decir, la vigencia efectiva de su derecho a la igualdad política como elemento esencial de los sistemas democráticos.

En muchas reuniones internacionales en las que se debatía sobre la situación de las mujeres y sus derechos, como en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, organizada por Naciones Unidas en 1995, se “destacó la existencia de profundas desigualdades de género en el ejercicio del poder y en la adopción de decisiones a todos los niveles y la falta de mecanismos suficientes para promover de forma efectiva la erradicación de esta tendencia generalizada” (Del Campo y otro 2008: 137-138). Esta situación es evaluada como una de las grandes debilidades de los sistemas políticos democráticos (Del Campo y otro 2008: 138).

En el mismo sentido, la española Alicia Miyares afirma que “[p]ara poder hablar de una democracia plena no sólo han de cumplirse los criterios de voto individualizado, diversidad de partidos y períodos electorales, sino corregir también los fallos de representatividad” (2003: 186). Y precisamente uno de esos “fallos de representatividad” es la limitada presencia de las mujeres en los espacios de toma de decisiones políticas. Por eso, la autora afirma que “la democracia no ha satisfecho las expectativas de las mujeres” (Miyares 2003: 11).

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