Pero los adventistas milleritas no se preocuparon demasiado por su expulsión de las distintas confesiones. Después de todo, Jesús llegaría en pocos meses, y entonces terminarían todos los problemas. Con esa esperanza en mente, los milleritas siguieron reuniéndose para animarse mutuamente a medida que se acercaba el tiempo predicho. Estaban llenos de gozo. Como Elena diría más tarde, el año comprendido entre 1843 y 1844 “fue el año más feliz de mi vida” ( Notas biográficas, cap. 6, p. 66). Los adventistas apenas podían esperar su encuentro con Jesús cara a cara.
Finalmente, como resultado de un estudio de las festividades del año judío, los milleritas llegaron a la conclusión de que la purificación del Santuario (que ellos creían que sería la segunda venida de Jesús) tendría lugar el 22 de octubre de 1844. Pero esa fecha llegó y pasó sin que Jesús apareciera. Como dijera posteriormente Hiram Edson: “Quedaron destrozadas nuestras esperanzas y expectativas más queridas, y nos embargó un estado de tristeza que nunca antes habíamos experimentado [...]. Lloramos y lloramos hasta el amanecer” ( Manuscrito de Edson).
Las filas adventistas se vieron sumergidas en un caos después del chasco de octubre de 1844. Es casi imposible sobrestimar la confusión. Muchos dejaron de creer en el segundo advenimiento. Y entre los que mantuvieron esa creencia, empezaron a surgir toda clase de teorías. Aunque generalmente los creyentes sostenían que solo los separaba del regreso de Cristo una corta espera, sus opiniones se dividieron sobre si algo significativo había sucedido el 22 de octubre de 1844. Algunos siguieron creyendo que había sucedido algo, pero para fines de noviembre y principios de diciembre, la mayoría llegó a la conclusión de que habían cometido un error en cuanto a la fecha. Elena Harmon pertenecía a este último grupo. Ella había renunciado a su creencia de que Daniel 8:14 había tenido su cumplimiento en octubre. Fue en ese contexto que recibió su primera visión.
Llamada al ministerio profético
En diciembre de 1844, Elena Harmon estaba orando con cuatro hermanas en la casa de la señora Haines en Portland. “Mientras orábamos –escribió ella– el poder de Dios descendió sobre mí como nunca hasta entonces” ( Notas biográficas, cap. 7, p. 71).
“Me pareció que me elevaba más y más, muy por encima del tenebroso mundo. Miré hacia la Tierra para buscar al pueblo adventista, pero no lo vi en parte alguna, y entonces una voz me dijo: ‘Vuelve a mirar un poco más arriba’. Alcé los ojos y vi un sendero recto y angosto trazado muy por encima del mundo. El pueblo adventista andaba por aquel sendero, en dirección a la ciudad que se veía al final de aquel. En el comienzo del sendero, detrás de los que ya estaban en él, había una brillante luz, que, según me dijo un ángel, era el ‘clamor de medianoche’. Esa luz brillaba a todo lo largo del sendero y alumbraba los pies de los caminantes para que no tropezaran.
“Delante de ellos iba Jesús guiándolos hacia la ciudad, y si no apartaban los ojos de él iban seguros. Pero no tardaron algunos en cansarse, diciendo que la ciudad estaba todavía muy lejos, y que pensaban haber llegado más pronto a ella. Entonces Jesús los alentaba [...]. Otros rechazaron temerariamente la luz que brillaba tras ellos, diciendo que no era Dios quien los había guiado hasta allí. Entonces se extinguió para ellos la luz que estaba detrás y dejó a sus pies en tinieblas, de modo que tropezaron. Al perder de vista el blanco y a Jesús cayeron fuera del sendero, hacia abajo, al mundo sombrío y perverso” ( Primeros escritos , cap. 1, p. 38).
Es obvio que la intención de la visión era animar a los desalentados adventistas milleritas ofreciéndoles seguridad y consuelo. Más concretamente, les proporcionaba instrucción paralela en varios puntos. En primer lugar, que el movimiento del 22 de octubre no había sido erróneo. Por el contrario, el 22 de octubre había sido testigo del cumplimiento de la profecía. Como tal, era una “luz brillante” detrás de ellos para ayudarlos a llevar sus cargas y guiarlos en el futuro. En segundo lugar, Jesús seguiría conduciéndolos, pero tenían que mantener sus ojos fijos en él. En realidad el adventismo contaba con dos enfoques como guías: la fecha de octubre en su historia pasada y la dirección de Jesús en el futuro.
En tercer lugar, la visión parecía indicar que la espera del segundo advenimiento sería más larga de lo que ellos suponían. En cuarto lugar, era un grave error abandonar su experiencia pasada en el movimiento de 1844, y alegar que no era de Dios. Los que cometieran ese error serían arrastrados a las tinieblas espirituales y perderían el camino.
La visión brindó algunas lecciones positivas. Pero notemos una cosa: No explicaba qué había sucedido el 22 de octubre de 1844. Ese conocimiento vendría como resultado de un estudio serio de la Biblia, como veremos a continuación. En lugar de proporcionar explicaciones concretas, la primera visión de Elena únicamente destacó el hecho de que Dios intentaba seguir conduciendo a su pueblo a pesar de su chasco y confusión. Fue la primera señal de su cuidado profético y su dirección a través de Elena Harmon.
Elena tuvo una segunda visión a la semana siguiente, en la cual se le dijo que debía ir y relatar a los adventistas la visión. También se le dijo que encontraría una gran oposición. Ella se negó a cumplir su deber. “Después de todo –razonó–, no gozo de salud, solo cuento con 17 años, y soy tímida por naturaleza”. Más tarde explicó: “Durante algunos días. [...] rogué a Dios que me quitara de encima aquella carga y la transfiriese a alguien más capaz de sobrellevarla. Pero no se alteró en mí la conciencia del deber, y continuamente resonaban en mis oídos las palabras del ángel: ‘Comunica a los demás lo que te he revelado’ ” ( Notas biográficas, cap. 8 , p. 76). Ella siguió diciendo que prefería la muerte a la tarea que tenía por delante. Habiendo perdido la dulce paz que la había embargado en su conversión, se sintió desesperada una vez más.
No es de extrañar que Elena Harmon se sintiera desmayar ante el pensamiento de tener que presentarse en público. Después de todo, la mayoría de la gente se burlaba abiertamente de los milleritas, y las propias filas del posmillerismo estaban plagadas de serios errores doctrinales y de una amplia gama de fanatismo. Y, sobre todo, el don profético se hizo especialmente sospechoso en 1844, tanto entre los milleritas adventistas como fuera de ellos. El verano de 1844 fue testigo de la muerte de Joseph Smith, el “profeta” mormón, a manos de una turba en Illinois; mientras a fines de 1844 y principios de 1845 surgieron muchos “profetas” adventistas de dudosa reputación, muchos de los cuales operaban en Maine. En la primavera de 1845, el grupo mayoritario de adventistas tomó el acuerdo de que ellos “no tenían confianza en ningún mensaje nuevo, ni en visiones, sueños, don de lenguas, milagros, dones extraordinarios ni revelaciones” ( Morning Watch, 15 de mayo de 1845).
En ese ambiente, no nos sorprende que la joven Elena Harmon tratara de rechazar su llamamiento a un cargo profético. Pero, a pesar de sus temores personales, se atrevió y empezó a presentar a los confundidos adventistas los consejos consoladores de Dios. Una ligera mirada a sus primeras declaraciones autobiográficas indica que encontró mucha oposición a su persona y mucho fanatismo. Algunas de sus primeras visiones combatieron tanto el fanatismo como la oposición, al dar consejos y reprensiones que muy a menudo fueron de carácter bastante personal.
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