Los programas de la naturaleza nos recuerdan que la televisión, medio de lo concreto y lo espacial, brilla cuando hace gala de su matriz figurativa y mimética. Desde hace poco más de un mes, la media hora más bella que vemos semanalmente en TVE es ese espacio sobre los animales que se llama El arca de Noé. Y es adecuado el título: han embarcado los autores una variopinta colección de especímenes próximos y remotos en una travesía que quiere descubrirnos a nosotros, humanos, el patrón del que fuimos confeccionados antes de dar el salto a la razón.
Quizá Borges llevaba razón cuando decía, al hablar de la «desatinada variedad del reino animal», que el niño no se asusta con las fieras del zoológico porque ya las ha visto en el mundo anterior del arquetipo. Lo cierto es que cuando observamos, rodadas con tan maravillosa cercanía, la galas y cortejos, copulaciones, muertes y demás episodios de la vida animal, nuestras propias costumbres, ritos y movimientos nos parecen insípidos.
El asesor y alma de la serie, Joaquín Araujo, que fue colaborador de Rodríguez de la Fuente, hizo en el primer capítulo una presentación que ya nos indicaba las diferencias de El arca de Noé respecto a los programas del llorado doctor. Frente a la retórica ecológica y cantarína de aquel, Araujo, en unos textos de alta calidad y concisión, nos ofrece una zoología fantástica sin salirse de los límites naturales de la fauna y el canto a la preservación de las especies amenazadas.
Figura como director de la serie un acreditado profesional, José Luis Cuerda (autor reciente de la comedia Pares y nones) y hay un equipo de realizadores. El último programa que hemos visto, La ballena franca del sur, estaba realizado por Enrique Nicanor, y me va a ser difícil olvidar las portentosas imágenes y el trepidante montaje de este capítulo, en el que delfines y ballenas danzaban sin velos, gracias al objetivo, la elección de su muerte.
LA HORA DE LOS NIÑOS
Regresan los niños de la escuela con las rodillas negras y oliendo a goma de borrar, y les espera en casa la gran fiesta de la televisión. A lo largo de una hora se suceden programas pensados para ellos, y cuyos títulos son anuncio de sana diversión: Barrio Sésamo, El libro gordo de Petete, Cantinflas... La promesa se diluye, por desgracia, al ver esos programas y comprobar que están sujetos al molesto afán didáctico que ya en su día denunció Juan Cueto, indiscutible decano de los estudios televisivos en España.
Retrotrayéndome a los días en que era más niño, época noble y bárbara en la que no existía aún televisión y la radio era un rito que acompañaba a la sopa, pienso cómo habría reaccionado si, en lugar de jugar a la chapas en la acera, me hubiese topado al salir del colegio con ese ramillete de emisiones útiles. En ellas, como si a sus autores los avergonzara distraer a los niños en el puro vacío de los juegos, la magia y la aventura, todo episodio o chiste tiene un fin ulterior. El monstruito Espinete hace sus bufonadas, pero tras ellas laten los grandes misterios de la vida. El libro de Pétete más parece el Libro de la Revelación, y sus páginas son para que el niño no de un solo paso sin saber algo más.
Y luego está 3, 2, 1..., contacto. El título me pareció al principio prometedor, y llegué a pensar que TVE, en su afán de reforma, había pergueñado para sus televidentes menudos un programa de intercambio erótico y contactos, a la manera de los que hay para adultos en las páginas más llamativas de algunos periódicos y revistas. Luego resulta que los bellos adolescentes que aparecen en el programa solo usan de sus encantos para enseñar al niño lo que es un microscopio, la vida de la ratas o la permeabilidad de las arcillas.
¿No es posible que al acabar el niño una jornada de logaritmos y verbos transitivos pueda ausentarse en casa con imágenes leves e intransitivas? ¿Hay que tratar a los pequeños, hasta en horas de ocio, como futuros hombres de provecho? Lo dijo Baudelaire: «El genio es la infancia reencontrada a voluntad».
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