Vicente Molina Foix - Fan fatal

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Fan fatal es una recopilación de las críticas publicadas por Vicente Molina Foix durante los años que escribió en Diario 16, las revistas Primera línea y Fotogramas y también El País, donde continua escribiendo una columna de opinión semanal. Aquí el lector no solo encontrará un panorama de los espacios de TVE de los años 80 y 90 sino que sus programas y personajes permiten hacer un lúcido inventario de la televisión que sirve hoy para hacer un recorrido por la España de entonces. El televisor es « Un objeto pequeño y manejable, un mueble visceral del cuerpo de la casa, que, situado a todas horas frente a nuestra conciencia, nos abruma o alivia, nos ordena consignas y ordena nuestra vida, puede ser muy capaz de incitarnos al crimen de abandonarlo todo para seguirle a él» escribe Molina Foix en la Carta de ajuste de este libro, pero añade, la televisión es también, «una ventana utópica» por la que se cuelan «en nuestro recinto inmunizado los gérmenes benignos de la exterioridad». Molina Foix combina en estas páginas la mirada irónica y el comentario, a veces muy mordiente, que convierte a este libro en una recopilación de hechos históricos con espíritu crítico.

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Los artículos que forman Fan fatal, título que, más allá del calembour no elude su componente sado-masoquista, son una selección de los que he publicado en los últimos años en Diario 16, Fotogramas, Primera Línea y El País, con mayoría de los aparecidos en este último diario, donde sigo ejerciendo la colaboración televisiva. Aparte de elegir los que más me gustaban y los que ofrecían una punta más larga que la del comentario puntual, he tratado de ordenarlos, por encima de sus pequeños bloques temáticos, intencionadamente.

Vicente Molina Foix

UNIVERSALES

LAS PAREDES HABLAN

Tuve un sueño. Apoyado contra el respaldo de un sillón tan cómodo, tan mullido, que costaba trabajo salir de él, miraba la pared de enfrente, que se movía sonoramente. Un muro amplio y blanco de mi salita, por el que en el largo espacio de un minuto sin conciencia pasaba el mundo. Lo vi todo. Fragmentos escogidos de la historia de la infidelidad humana, vidas de ejemplo y tiranías célebres, escenas de la vida de bohemia y grandes preguntas musicales sobre el sentido de los astros, una extraña danza en torno a un objeto volante, un pequeño holocausto nuclear, y solo el hongo de ese bang definitivo y chillón acallaba mi pared. Me desperté con un calambre: se me habían dormido las dos piernas de estar mal sentado ante el receptor.

La televisión es un sueño, más allá de las fantasías que una vista calenturienta puede pergeñar. Representa, como ya sabe todo el mundo, incluso los que la realizan, el anhelo de totalizar la existencia de imágenes, en una doble dirección refleja y a gente que aclara rotundamente el concepto de feed-back.

Las escurridizas y perfectas máquinas captadoras son y serán cada vez más capaces de captar todo lo que hagamos, lo que no nos atrevamos a hacer en público, lo que miramos de reojo, nuestros vuelos (incluidos los de la fantasía), nuestras ensoñaciones, y una vez fijados esos instantes, nos sentamos, nos sentaremos todos más a menudo a verlos reflejados en nuestra propia casa, en un aparato comprado sobre el que tenemos dominio casi completo. Los expertos anuncian que no ha de tardar mucho el día en que podamos incluso programar las distintas secuencias de nuestra vida, pasar a cámara lenta los ratos de éxtasis, acelerar las horas de relleno, fijar primeros planos de la amada o correr una cortinilla sobre lo que nos salió mal. La televisión y su secuela de gadgets videoacústicos es el definitivo instrumento de memorialización y rectificación de la existencia, el deseo hecho cátodo, el rayo luminoso que no cesa.

Es de ese convencimiento o arraigada intuición de donde nace nuestra impotencia de espectadores de TVE, o de BBC, o de RAI, o de NBS y las restantes siglas que llenan el hueco que el arquitecto dejó aposta en la pared de nuestros apartamentos. El filósofo Bloch, en su intento de determinar la experiencia estética como patria soñada del hombre, animaba a mirar a través de las ventanas de las obras artísticas para ver, al otro lado de su marco, los paisajes utópicos de la inspiración ajena. Si no está desnaturalizada o no renuncia, la televisión es, sin duda, la ventana más próxima y barata para tener acceso a ese sueño de trascendencia casera.

Por eso lo que vemos en la pequeña pantalla siempre nos parece poco o nos deja con la sospecha de que hay otras ventanas más indiscretas en la finca de al lado. ¿Causaré un gran shock afirmando que a los ingleses cultos no les parecen tan buenos sus canales, al menos hasta la arriesgada experiencia reciente del Canal 4? Y por la misma ecuación, tampoco debiera castigárseme si declaro que TVE no es tan intrínsecamente perversa. Ninguna televisión puede ser mala, como ninguna fotografía lo es, puesto que la que no es artística ni documental posee siempre un alto valor sentimental.

En la actual serie-estrella de nuestro organismo, Goya, vemos, sin asomo de asombro, que actores y actrices de gran fama no tienen reparo en aparecer en intervenciones de un solo plano –de rey o de zíngara– que esos mismos intérpretes desdeñarían en el cine. ¿Qué político renuncia a un solo minuto de opinión televisiva? ¿O qué escritor, con la excepción de los únicos puros que quedan en el mundo, Canetti y Ferlosio, se resiste a salir en la pantalla, aunque sea para resucitar el papel de bufones que tenían antaño los intelectuales? ¿Se trata solo de una cuestión publicitaria? No lo diría yo. Cualquier cara, cualquier idea o cualquier serie adquiere en la pequeña pantalla el carácter de lo normal extraordinario, de cotidianidad convertida en monumento audiovisual. Por eso ve uno televisión, por verse.

TEORÍA DE LO BELLO TELEVISIVO

La tarde quema mucho. Quiero decir la tarde, esa entidad televisiva para la hora de la siesta que ahora, bajo el vigorizante nombre de Viva la tarde, pretende sacudir nuestra modorra con canciones y risas en la primera cadena.

La siguiente pregunta está en el aire: ¿es el programa en sí, en sus distintas nomenclaturas, lo que quema, o es la sobremesa, esa hora española de ver la tele la que devora golosamente a sus presentadores?

No se puede exigir mucho a tales horas. Pero Televisión Española, en permanente vela por nuestros intereses estéticos, al menos se ocupa de que rostros hermosos y cuerpos espigados amenicen la tarde.

Y algo más; en un gesto indiscutiblemente concordatorio, han colocado un cura, mosén José Casero, de factor masculino del programa. Siempre lo sospeché: la tele es como un púlpito, y las altas cadencias de la oratoria sacra se avienen muy bien con el bajo placer de una buena mesa.

De este padre ha causado impresión su buena planta, su rostro agraciado (que se añade a la otra gracia intrínseca, infinita, incorpórea). Y aquí viene la segunda pregunta, que está, esta, en la calle: ¿hay que ser guapo para ser locutor televisivo?

Al padre Casero, bien es cierto, le ayudan María Teresa Campos, la mujer de experiencia, y María Casanova, la belleza casera y mojigata, pero no cabe duda de que, frente a la mortecina fase anterior en que la Campos era única conductora del programa, las más altas instancias han juzgado necesaria la invitación de lo bello sagrado a lo profano que supone la presencia en los platos del reverendo con sus elegantísimas camisas de lino abiertas por el tercer botón.

Lo que eso insinúa da mucho que pensar. ¿Habrá obtenido, así, Felipe Mellizo su recinte premio periodístico no por bueno sino por feo, en un medio donde lo que se da es lo bello?

A este respecto, la influencia dejada en Prado del Rey por el exiliado (voluntario) Pepe Navarro es indiscutible, y más profunda de lo que parecía. En La tarde, tras los paréntesis sesudos y pizpiretos de Paco Montesdeoca y Nuria Gispert, se vuelve, como hemos visto, a los cánones clásicos de belleza, pero es que se está contagiando a todos los programas esta oleada de hermosura y elegancia.

Fernando G. Tola, Pablo Lizcano y José Miguel Ullán, a quienes se ha visto en la vida real un cierto desaliño indumentario, aparecen en sus programas respectivos impecablemente trajeados y hasta con alfileres de corbata; Olvido Alaska, que no es exactamente hermosa, ha llegado a salir muy favorecida por ganchos y peinetas en sus presentaciones infantiles de La bola de cristal.

Y ¿qué decir de los deportes, disciplinas viriles y austeras en las que uno podría imaginar que estas frivolidades no interesan?

Pues ahí están las noticias de baloncesto y tenis, de fútbol y alpinismo, presentadas por Elena Sánchez, monísima, y por Frederic Porta, monísimo.

Solo digo una cosa. Tras esta apoteosis de belleza, nuestros ojos, regalados como los de los tratadistas de estética del neoclasicismo, no van a contentarse. Tenemos lo grotesco (aquí no digo nombres), lo feo y lo hermoso; ¿cuándo va a llegar a nuestros receptores lo sublime? Todo es esperar.

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