Y en efecto, poco a poco, casi todos los antiguos rostros de los Telediarios –que son los más conspicuos y los más recordados– han ido desapareciendo. Hoy hay otros. ¿Son nuevos? ¿Se ha logrado una iconografía facial de la otra España? ¿Una galería fisonómica acorde con el cambio? Yo diría que no, con una notable excepción.
Da gusto –es la excepción– oír el castellano de Luis Carandell (con ese ligerísimo acento catalán tan trabajado que parece, más bien, acento de polaco) y son magníficas sus crónicas parlamentarias, no exentas de humor, ponderadas, escuetas. Quizá algún directivo perverso de TVE, si es que Prado del Rey alberga tales cosas, pensó al contratarle que el autor de Celtiberia show y otras tantas exequias a la España eterna nos daría a diario una crónica negra, llena de cuchufletas, de los usos tribales de nuestros tribunos. Un Hemiciclo show, unas Cortes de mangas. Carandell, por el contrario, se muestra muy respetuoso, pero posee, sin duda, otro modo, otro estilo, incluso otra cara. Hubiera sido impensable durante el franquismo ver a un señor así, con ojillos de burla y perilla satánica, hablar de alta política.
Si examinamos hoy a los conductores principales de los tres grandes Telediarios, veremos que sus caras dicen mucho. Hubo algún optimista que creyó sentir los aires de una revolución cuando llamaron a un guapo oficial para leer noticias de encuentros en la cumbre, conversiones papales y reconversiones navales. La guapeza de Pepe Navarro –se decía– era más agresiva que la del otro guapo que hizo Telediarios en el pasado, Matías Prats jr. Pero quiso Navarro prosperar. Le pareció poca cosa leer lo que escribían otros para él, y pasó, en mala hora, a presentar: perdió él los papeles, y nosotros perdimos a alguien que daba buena cara a las malas noticias.
Tras esa convulsión, las aguas se han calmado. El rostro principal de los tres noticieros diarios es masculino, lo cual pretende dar, me imagino, un sesgo duro, bronco, a la femineidad genérica de la noticia. Confundiendo quizá fisonomía con autonomía, a las autoridades televisivas les debió parecer una medida audaz el que un canario, Paco Montesdeoca, nos arrullara suavemente a la hora de comer. Conozco yo personas que se indignan aún por esa entonación, por ese castellano templado y tropical, habituados, ellos, a tantísimos años de acentos marciales de la vieja Castilla. Yo, la verdad, puesto a oír canarios, me quedaba con los dulces vocalismos de Cristina García Ramos, que ocultaba menos su pasado insular y encima es guapísima.
Pero, en cualquier caso, tanto Montesdeoca como Campo Vidal, responsable del Telediario de las 8.30, responden a prototipos trillados de lo que debe ser un newscaster: correctos, bien planchados con traje o uniforme ejecutivo, y un poco relamidos. Lo cual convierte el acto de verles en un ejercicio previsible y pasivo, desprovisto de sorpresas. Ahora bien, ¿qué pasa con los innovadores? Porque haberlos, haylos. Aún tengo grabados en la mente los guiños fraternales y ese espíritu de artificial camaradería que impuso Arozamena. O la noticia hecha susurro, para ser escuchada a la luz de la lumbre y con el gato, que propició Victoria Prego.
Ese mismo estilo lo cultivó en sus primeras apariciones de madrugada Felipe Mellizo, quien no daba jamás una noticia, sino que la contaba, como si fuera un chiste o una leyenda. Ante el clamor de ultraje que se alzó, Mellizo fue cambiando. Su Telediario es ahora, qué duda cabe, el mejor de los tres, el menos convencional, y en gran parte se debe al aspecto un poco estrafalario del presentador, a su ropa cambiante y refrescante, y a ciertas complicidades que Mellizo sabe establecer con el espectador. Su acento cultural es muy de agradecer (aunque no hay un criterio en la elección: tanto se habla de un libro o una música interesante como se nos ofrece la pintura del pompier más paleto) y tiene cierta gracia dar el cupón de los ciegos. Es una gracia cosy, y estoy seguro de que un anglófilo como Mellizo conoce bien el significado de esa palabra (acogedor), pues es el tono que trata de infundir a su espacio.
SIN PIES NI CABEZA
El día empezó frío. Nevaba en toda España y Pedro Erquicia, el nuevo director-animador del matinal Buenos días, nos saludaba sentado informalmente en un diván de color crudo, distinto a los secos tableros ante los que se sientan los presentadores del telediario (y más distinto aún a esos escaños de tortura que se suele elegir en Prado del Rey para los programas de debate; ¿vieron ustedes el estilo monumental y fúnebre de los sitiales en el nuevo programa de Victoria Prego? Un amigo mío muy guasón lo llamó «estilo estatua orante», recordando los grupos de los reyes labrados por Leoni en la iglesia del Escorial).
Erquicia insistía en querer aliviarnos la dureza del día y la otra dureza, si cabe aún mayor, la del madrugón: hablaba a la cámara con camaradería, con un donarie que a esas horas sonaba a mensaje de E.T. Tras él, Paco Montesdeoca, que condujo muy bien sus entrevistas, también se obstinaba: gran sonrisa, voz clara, cantarina, y un jersey bicolor tejido a mano. Todo constituía ejemplo de la insoportable levedad del ser televisivo matutino. Menos mal que el rostro bello de la mañana, Sandra Sutherland, leía sus noticias con más humanidad: con carita de sueño.
Era el primer día de los telediarios transformados, y el cambio no fue tanto. Había caras nuevas, pero no rodaron las cabezas de antes. Decepcionante seguir viendo el acaramelamiento del pirulí y la bola del mundo y las letras de siempre. Y es que ya que las noticias del mundo se prestan poco a la renovación de contenidos, solo queda la forma para sacarle punta.
Pilar Miró nos privó de esa emoción estética; los nuevos decorados y las cabeceras de los programas enviadas ni más ni menos que desde Luxemburgo no gustaron a la directora general, y el telespectador ávido de sensaciones nuevas no tuvo más remedio que refugiarse en los mensajes de la noticia. Mariñas resumió con su curiosa frase de despedida la cansina impresión continuista de la jornada: «esperamos no haber roto nada».
Toda la levedad insuflada bien temprano por Erquicia a base de sonrisas y plantas tropicales de su decorado cuartito-de-estar-de-cualquier-casa-clase-media-española, se fue haciendo pesada, agobiante, al fin atosigante, cuando de un informativo a otro comprobábamos con una sensación metafísicamente borgiana («yo soy otro y el mismo y he estado aquí antes») que las noticias eran todas idénticas, dispuestas en el mismo orden, dichas con las mismas palabras e ilustradas por las mismas imágenes. ¿Por dónde aparecía, después de varias semanas de preparación de los nuevos equipos, esa diferenciación o personalización de la noticia en los distintos telediarios? Erquicia, supongo que por la conveniencia de enganchar las sucesivas tandas del despertador, llega a repetir de manera obsesiva sus noticias tres veces en una hora y media, pero desmoraliza más comprobar que a medida que pasa el día los redactores y corresponsales no encuentran nada nuevo bajo el sol que llevarnos a la pantalla.
El telediario con más novedad fue el último. El tableteo de una máquina de escribir lo anuncia con sonoridad casi marcial, y hasta la presentadora Rosa María Mateo no pudo evitar una sonrisa irónica, pero había un más ágil fraccionamiento de la noticia, un intento de puntuar las cabeceras, una buena sección de deportes y un encomiable aunque brevísimo espacio para la cultura; las noticias culturales siguen siendo, de manera escandalosa, las cenicientas de los telediarios.
Ayunos de noticias, busquemos alimento en los rostros. En una proporción que da que pensar, y no solo a feministas militantes, los directores de los cuatro telediarios son hombres, y en tres de ellos la cara principal es masculina; pero en esos mismos espacios la noticia intermedia la lee una mujer, una cara bonita. Así, Erquicia abre el suyo con jovialidad, Mariñas da la barba, Benito un refinado toque de austeridad. Y luego, de colofón o de cenefa, la belleza durmiente de Sandra Sutherland, Campoy o la dulce impasibilidad, y Elena Sánchez, el cuerpo deportivo. Un reparto muy poco equitativo de poderes. Y de guapura.
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