SERIES EN SERIO
Shogun, Westgate y los restantes seriales que distraen el ocio del telespectador han tenido que competir esta semana pasada con una miniserie de original formato y nuevos cauces narrativos. Inspirada en la realidad más palpitante, con actores sacados de la calle y solo con lo puesto, muchos de ellos sin el gasto superfluo del maquillaje, rodada íntegramente en interiores, esta serie no solo constituye una vía de importante renovación semántica, sino que señala directrices llenas de futuro para el abaratamiento de los programas dramáticos de producción propia.
La serie, en tres capítulos de duración variable, emitidos por la segunda cadena, contó, además, con otro rasgo inédito en las pequeñas pantallas mundiales. Antes de su emisión completa, la primera cadena y la segunda difundieron, a modo de extenso trayler, los puntos condensados del capítulo correspondiente al día, y me consta que, pese a destripar de esa manera el suspense del drama que a continuación se iba a dar por completo, muchos televidentes (y entre ellos yo) siguieron conectados al aparato con la misma pasión.
La serie en cuestión, pese a contar con el excesivamente largo y poco llamativo título de Debate sobre el estado de la nación, me ha producido muchas más emociones y sonrisas que las exóticas andanzas de un aventurero inglés y sus amigos jesuitas por tierras japonesas, y que el cosmopolita universo de amores y odios desatados en esa ciudad del Cabo americanizada que se ve en Westgate. Y es que cuando la realidad se impone con perfiles de drama, sin retoques, la ficción no tiene nada que hacer a su lado.
¿Qué actores hay en estos momentos no ya solo en España, sino en el propio Hollywood, con el arrullador acento regional de Felipe González, con el dominio de los recursos irónicos, tan nórdicos, de Bandrés? ¿Qué actor secundario con más peso o más celo que don Gregorio Peces Barba? ¿Dónde un galán maduro con un pasado tan turbulento como el de Suárez? ¿Dónde un malo tan atropellado y pendenciero como Fraga Iribarne?
Tanta abundancia había de intérpretes de primera fila, que ni siquiera hizo falta recurrir a las dotes histriónicas de Alfonso Guerra, limitado en su asiento a lanzar miraditas, cargadas, eso sí, de vitriolo.
Yo lo pasé muy bien, sobre todo el miércoles, en que las cuatro horas de nudo, tras la más bien grisácea presentación de situación del martes, depararon momentos de inusual zozobra, como el levantamiento de Herrero de Miñón –tan solo de su escaño, no hay por qué asustarse– para leer un telex de respuesta, que Peces-Barba acalló con energía, o ese enfrentamiento sibilino entre el portavor centrista Luis Ortiz, al que algunos han apodado el azote del hemiciclo, y nuestro presidente, que ahí estuvo como un Maquiavelo.
El desenlace del jueves no estuvo a la altura de lo esperado. Ni con el correoso característico que es Santiago Carrillo llegó la sangre al río, y por no llegar no se llegaron ni a sacar conclusiones. Ese día, el plató del Congreso, ahora limpio de humos por la sana iniciativa del presidente de la cámara, ofrecía una imagen algo sosa, ese mismo plató donde hace tres años, en febrero, con un reparto parecido y otras estrellas invitadas, se rodó la película sin duda más movida en su historia. Un western o quizá una de gánsters;
Quisiera terminar esta reseña insistiendo en un rasgo que me parece esencial en dicha serie: su españolidad. Para nadie es un secreto que estamos colonizados por los seriales yanquis o ingleses (¡ahora incluso por un sudafricano que imita a otro anterior americano!). Shogun, por ejemplo, mantiene esa odiosa estructura en minisecuencias punteadas por un acorde de la música, que corresponden a las constantes interrupciones publicitarias de la televisión estadounidense.
Frente a esa incursión de ritos bárbaros o pasiones ajenas en nuestra cotidianidad, dedicar doce horas de saga, castiza y tradicional donde las haya, me parece una manera eficaz y barata de hacer patria.
HABLAR SIN ACENTO
Para mí una de las mejores noticias televisivas de los últimos tiempos ha sido el que a los granadinos no les gustase el serial Proceso a Marianita Pineda, entre otras razones, por el falseamiento de la forma de hablar. Es decir, por la falta de acento, porque tanto Marianita como los liberales, sus verdugos y el pueblo llano de Granada se expresasen en esa jerga átona, uniforme, que llamamos castellano como lugar común de una realidad que todo lo es menos común.
¿Recoge la televisión española la variedad idiomática de los pueblos de España? Por supuesto, existen los canales autonómicos, que emiten en las lenguas vernáculas, pero no me refiero a ellos. Pienso en las diferencias y matices que enriquecen, lejos de desvirtuar, a una lengua, que dan color a una provincia y zona, y que en un conjunto tan heterogéneo como España componen un mosaico de voces saludablemente discordantes.
A muchos les parece una cuestión baladí, tanto cuando surge en el cine como, ahora, en la televisión. A mí, por el contrario, me parece crucial. Y cuando se considera que el gran despertar de las cinematografías nacionales europeas a partir de los años cincuenta se basó en parte en la autenticidad de los modos autóctonos de hablar (respetados igualmente por Hollywood, que si produce un film situado en Tejas, por ejemplo, tiene todo el plantel de actores hablando en tejano, por peculiar o incomprensible que resulte), cuando se considera, digo, todo eso, la comparación con nuestro cine produce desmayos.
Aquí, excepto como burla o anécdota menor, todo el mundo ha hablado de la misma y aséptica manera, estuviese la cinta ambientada en Gerona o en Guadalajara. Aún recuerdo el impacto de una película como Pascual Duarte, de Ricardo Franco, por el hecho de que, aparte de su calidad dramática, los actores, y en especial el protagonista José Luis Gómez, ensayaban con éxito el habla extremeña.
Si Pepa Flores y los demás intérpretes de Proceso a Mariana Pineda hablaban a su aire en un marco tan genuinamente andaluz como el de la historia de la heroína granadina, otro tanto podría decirse de El balcón abierto, el homenaje de Jaime Camino a la figura de García Lorca, coproducido por TVE.
Aquí, por un lado, el Amargo y otros personajes menores sí sacaban acento, pero justamente ese detalle de autenticidad chocaba con la manera en que Amparo Muñoz y otros actores se expresaban; la voz del poeta, recitada por José Luis Gómez de forma maravillosamente expresiva, se mantenía –siendo el actor de Huelva– en un término medio cálido y sinuoso, que renunciaba a las ricas inflexiones que Lorca tenía al hablar.
La veracidad lingüística surge en la pequeña pantalla por otros cauces. Aparece cuando la calle y su ruido y su olor entran en Prado del Rey: en alguno de los magníficos reportajes de investigación que se hacen en la casa, o en programas como Si yo fuera presidente, que el pasado martes tuvo otro de sus aciertos, entrando –sin paliativos– en el mundo de los huérfanos e internos. Esos adolescentes le contaban a Tola sus problemas entrecortadamente, con frases muy largas o muy cortas, enrevesadas algunas, otras hermosamente dichas; pero qué gran alivio oír voces sin filtro y sin freno.
Acostumbrados al run-run monocorde de los doblajes cinematográficos y televisivos y a la pobreza vocal de muchos dramáticos, cuando se escucha a un catalán o a un gallego hablar por la pantalla a su manera la lengua española, muchos españoles llegan a sorprenderse. El pasado desprecio sistemático, fomentado por el franquismo, no sólo a las lenguas periféricas, sino a las modalidades regionales de pronunciar el castellano, es una de las razones fundamentales del babel autonómico de hoy.
CARA AL SOL Y OTRAS CARAS
Al igual que el almirante Carrero ardió en las alturas y el general Franco se consumió en su lecho, ahora ya no sabemos si por el fuego interno de su enfermedad o por los flashes de sus enfermeros, los rostros de la televisión franquista se quemaron. O eso se ha dicho siempre. El locutor que tuvo que anunciar una grave noticia en aquel señalado 20 de noviembre, y los que la glosaron en los días siguientes, no podían dar otras en tiempos diferentes, porque a unos espectadores les parecería que venían a aguarles la fiesta del presente, y a otros a burlarse con noticias vulgares de su misión sublime del pasado. Habían sido mensajeros no de una muerte, sino de un tiempo muerto. Sus rasgos eran ya, en el libro sin páginas de la historia visual, la ilustración de una manera tendenciosa de informar.
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