Hay un político-gestor que trabaja en la sombra y merece respeto. El político-actor (y los hay en España) que seduce y encanta, y hace de vanguardista descarado de las ideologías, no cabe en Españoles.
AL OTRO LADO DEL ESPEJISMO
El telespectador recalcitrante está de enhorabuena. El cine, ese arte de masas que día a día se hace más un vicio privado, está siendo últimamente un alimento servido en abundancia en los fogones de TVE. El menú de las semanas pasadas y de las próximas abre el apetito del más saciado; se ha escrito en esta misma página, y por extenso, de las películas irrepetibles de Mankiewicz, de la sorpresa de descubrir en Mitchell Leisen y su Medianoche la gran finesse del cine norteamericano de los grandes estudios tradicionales, del ciclo de Ray el Indio; y la semana próxima veremos otro clásico del placer, El ángel azul.
Se podría hablar, metidos en el símil culinario, de cómo esos manjares nos llegan a la mesa; pero también en el sabor rancio de los doblajes, en la guarnición falsificada de las bandas musicales que TVE improvisa y en otras perversiones del gusto, insisten con suficiente indignación los críticos de El País. Peor o mejor aderezadas, dobladas al catalán o entre chocolatinas y compresas, las películas de televisión se están convirtiendo en la cinemateca del pobre. Mucha gente es feliz creyendo adquirir así una cultura cinematográfica. Un espejismo.
El cine ya nunca podrá vivir desligado de la televisión; negar esa evidencia sería un capricho de utopista inglés de la segunda mitad del XIX. Por un lado, a través de los llamados derechos de emisión, TVE, siguiendo en esto el loable ejemplo de las televisiones alemana occidental e italiana, favorece con su dinero anticipado la realización de las películas españolas que, tras su estreno y vida comercial de dos años, reaparecen en nuestras casas con el formato reducido por el jívaro televisivo (como, en los últimos días, lo hicieron Ultimas tardes con Teresa y Los Santos Inocentes). Es una colaboración necesaria y fructífera, aunque hoy se favorece en exceso él estilo ampuloso, el gran empaque y las adaptaciones literarias de nombre.
Por otro lado, el cine visto en televisión es un magnífico recordatorio y un complemento a la convencional y timorata cartelera cinematográfica española. Pero el verdadero cine, el cine de los que Azorín llamaba, en vez de directores, pantallistas, no puede sino verse y gozarse en la pantalla grande. En el baño de oscuridad de las salas de cine y como acto que fortalece el egoísmo degustativo, en cuanto que, al tiempo que nos hace sentir acompañados entre las sombras, nos aísla intelectualmente.
Aunque soy un decidido partidario de los ciclos y las sesiones cultas (pace Juan Cueto), el riesgo de la programación histórica de TVE es convertirnos en ratas o conservadores de museo (pues, esa es otra, ahí está el vídeo), pero de un museo sincopado y de bolsillo, como los que metía en sus cajitas el dadaísta Joseph Cornell. Y la grandeza del cine es su magnitud. En palabras de Louis Aragon, su atractivo «no es el espectáculo de las pasiones eternamente parecidas ni la fiel reproducción de una naturaleza que la agencia de viajes Cook pone a nuestro alcance, sino la magnificación de unos objetos que, sin el artificio, nuestros débiles espíritus no podrían elevar a la vida superior de la poesía».
APRENDA USTED INGLÉS
Una vez fui actor en un programa televisivo de enseñanza de idiomas. Es una página oscura de mi vida (si es que hay otras esclarecidas). Era estudiante en Londres y por dinero hice de matón en una serie con que la BBC quería enseñar nuestro idioma al nativo. Más que interpretar había que saber vocalizar rotundamente el castellano, ya que el programa era un raro ejemplo de sumisión de la imagen a la palabra. La serie Zarabanda fue un éxito; se emitió más de una vez y fue vendida a países remotos, y aún años después aprendices agradecidos y de buena memoria reconocían –pese a la brevedad del papel– mi manera de empuñar un arma y pronunciar las eses.
He pensado inevitablemente en aquel episodio mientras sigo Follow me, con el que todas las tardes Televisión Española nos invita a ejercitar la mente en los escollos laberínticos del inglés. Creo sinceramente que es imposible aprender idiomas a tan grande distancia del sitio original y por personas interpuestas, pero hoy me permito comentar Sigueme no por su valor didáctico, sino como el –a mi juicio– mejor programa dramático de las dos cadenas.
Los ingleses (en este caso con colaboración germana) son maestros en el arte de la maestría: pueden, quiero decir, enseñar cualquier cosa al que no sabe. Aquel Zarabanda utilizaba intrigas terroristas y un amor imposible para enseñar el subjuntivo, nuestro plato más fuerte para los países extranjeros, Follow me divulga en clave de deliciosa comedia costumbrista los martirios de la pronunciación inglesa.
¿Se han fijado ustedes, si es que no se distraen repitiendo la frases en voz alta y tomando apuntes, qué actores intervienen? La gran tradición británica de los Olivier, O’Toole y Albert Finney está en esos secundarios que nos hablan con tanta parsimonia, y la obligada deformación de los diálogos, su simplificación y su patrón repetitivo, hacen que las escenas de grupo recuerden las mejores piezas de Harold Pinter, que son al fin y al cabo obras sobre la estereotipación del lenguaje social.
COCINA ILUSTRADA
En los márgenes de la programación, a horas poco hábiles y entre dos platos fuertes, hay que ir a buscar frecuentemente las perlas de la televisión. En estos momentos, uno de mis programas preferidos es la página de iniciación culinaria Con las manos en la masa, que dirige Alvaro de Aguinaga.
No he sido cocinero antes que crítico, ni se me dan las artes del perol (me avergüenzo de ser solo capaz de preparar un plato complicado: el shepherds pie inglés o pastel del pastor, que aprendí al cabo de ocho años de estancia británica). Tampoco soy, al contrario que otros comentaristas del medio y escritores de mi generación, cofrade de buenas mesas ni gourmet exigente, aunque, eso sí, estoy muy de acuerdo con el verso de Gerard Manley Hopkings: «Paladar: cubil donde anida la lujuria del gusto».
Pero esa media hora semanal que se guisa y se come Elena Santonja con su invitado de turno me parece un ejemplo de cómo es posible lograr, sobre bienes fungibles como el alimento, palabras e imágenes especiosas, sazonadas y frescas. Santonja, hija y nieta de pintores y artista pintora ella misma, concibe el programa como un breve cuadro en tomo a la experiencia cultural del comer. Un día ilustra la patata con un film de Colón, otro día nos trae el gaditano Quiñones para hablar del pescado de su tierra, y en ocasiones chef y expertos responden con autoridad a sus preguntas pertinentes y llenas de humildad.
Tiene el programa, además, otras virtudes. Su aroma literario no excluye la utilidad práctica, los comentarios están salpicados de humor y bonhomía, y la canción del título (compuesta por Vainica Doble y cantada espléndidamente por Joaquín Sabina y una de las componentes del dúo) es una auténtica delicia. Con sus recetas ilustres e ilustradas, Elena Santonja bien puede convertirse en la Alice B. Toklas española.
Para emular a aquella improvisada cocinera de la literatura, que llevó hasta el fogón su amor por Gertrude Stein, inventando comidas para ella y sus amigos (Picasso y Hemingway, entre otros de peso) y escribiendo el libro de cocina más bello de la historia, a Santonja solo le falta una cosa: desafiar la reciente batalla que José Barrionuevo ha emprendido contra los paraísos artificiales, e incluir en su recetario el pastel de hachís, el manjar, sin duda, más sabroso que cocinó la Toklas.
EL ZOO EN EL CRISTAL
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