Julio Pinto Vallejos - Caudillos y Plebeyos
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En lo que respecta a la plebe urbana de Buenos Aires, los estudios de Gabriel Di Meglio 43conectan explícitamente el ascendiente rosista con el arraigo que entre esos sectores había adquirido el bando federal desde mucho antes de 1829, fruto a su vez de una movilización política que se remontaba a los primeros días de la Revolución de Mayo (y antes incluso, a las invasiones inglesas de 1806 y 1807), y que refuerza la visión de un protagonismo popular que Rosas no habría hecho otra cosa que reconocer y capitalizar, tratando de encauzarlo en provecho propio. Aunque más tributaria de los enfoques vinculados al estudio de las formas de sociabilidad y del espacio público que a la «historia desde abajo», Pilar González Bernaldo 44también se hace partícipe de ese diagnóstico en lo que respecta a la población bonaerense de origen africano, cuya cercanía con el régimen rosista ha sido resaltada una y otra vez, especialmente en el estudio monográfico de George Reid Andrews 45. En suma, tanto en la urbe como en el campo las simpatías populares, activas o pasivas, aparecen nítidamente alineadas con el bando liderado por Juan Manuel de Rosas.
Las radiografías más recientes de este proceso se han beneficiado adicionalmente de una renovación radical en los estudios sobre la estructura agraria bonaerense y las relaciones y jerarquías sociales que de ella se desprendían, lo que ha redundado en una reevaluación del papel ocupado en los procesos políticos por los diferentes actores, tanto patricios como plebeyos. Han aportado a este «giro», entre otros, los estudios de Carlos Mayo 46, Jorge Gelman 47, Juan Carlos Garavaglia 48, Jorge Gelman y Daniel Santilli 49, y Julio Djenderedjian 50, todos los cuales demuestran que, contrariamente a lo que durante mucho tiempo se pensó, el agro pampeano no habría operado bajo la tutela rígida de los grandes propietarios a quienes la tesis de John Lynch identificaba como la principal base de apoyo de Rosas. Muy por el contrario, la comparecencia en ese marco espacial de una abigarrada y en buena medida autónoma «multitud», conformada por pequeños y medianos propietarios, peones y jornaleros libres, arrendatarios, indígenas de frontera y otros, confería a las dinámicas de interacción política y social una fluidez e imprevisibilidad muy alejadas de la placidez latifundiaria, y por lo mismo muy refractarias a cualquier iniciativa de ordenamiento como la propiciada por Rosas. Así las cosas, lo que debe esclarecerse es cómo se las ingenió el «Restaurador de las Leyes» para ganarse el apoyo, o al menos la legitimidad social, que hasta aquí muy pocos le desconocen.
La literatura ha propuesto frente a esta interrogante variadas alternativas. Desde un ángulo «estrictamente» político, estudios como el de Marcela Ternavasio 51llaman la atención sobre la función legitimadora que la cuasi universalidad del sufragio masculino, establecida en la provincia desde 1821, desempeñó antes y durante el régimen rosista. Bajo este último, si bien el control de las elecciones y la proscripción de las voces disidentes confirió a dicha expresión un tinte más «plebiscitario» que propiamente deliberante, ella siguió constituyendo un cimiento político insustituible. Por otra parte, y siguiendo los análisis de Halperín, Di Meglio, Fradkin y Salvatore, tampoco resultaba fácil desactivar un protagonismo que se había venido consolidando a lo largo de toda la coyuntura revolucionaria. El bajo pueblo, en otras palabras, no era un actor político del cual se pudiese tranquilamente prescindir, como lo ha demostrado Gelman en su estudio sobre la coyuntura crítica de 1838-1840, la que Rosas pudo remontar exitosamente en buena medida gracias a los apoyos plebeyos que supo concitar y mantener 52.
Esta condición, que podría calificarse como de «dependencia estratégica», puede hacerse extensiva a otros planos del quehacer social. En ese registro, Salvatore y Gelman-Santilli hacen especial hincapié en la apremiante demanda de mano de obra de una economía provincial en proceso de expansión exportadora, la que, al estrellarse contra la escasez y la extrema movilidad de la base demográfica, otorgaba a los trabajadores, sobre todo en el campo, un significativo poder «negociador». Otro tanto cabe decir respecto de la «demanda bélica», sumamente pronunciada bajo un gobierno que se mantuvo en un estado casi permanente de beligerancia interna y exterior. Es verdad, como lo advierten reiteradamente los autores citados, que esta doble demanda podía inclinar la balanza en una u otra dirección, hacia una praxis gubernamental más coactiva lo mismo que hacia una disposición más dialogante. Con todo, ella podría ayudar a explicar la conducta más «populista» que en general exhibió el gobierno de Rosas, y que si bien no está claro que haya redundado en una mejoría «tangible» de la vida plebeya (sobre esto, las opiniones se mantienen divididas), a lo menos confirió a este proyecto de construcción estatal una sensibilidad aparentemente mayor que la de su contraparte portaliana respecto de la inclusión del bajo pueblo en la comunidad política. Manifestación de ello sería su mayor reconocimiento, simbólico y político, de las prácticas socioculturales de origen plebeyo (vestimenta, costumbres, formas de interacción y sociabilidad), y también el apego retrospectivo que generó en los sujetos populares tras su caída (aunque no se refiera a la experiencia bonaerense, es muy ilustrativo de este fenómeno el estudio de Ariel de la Fuente sobre la provincia de La Rioja 53).
Como en Chile y el Río de la Plata, las élites peruanas debieron enfrentar un complejo desafío de reconfiguración hegemónica y ordenamiento político-social, adicionalmente dificultado en su caso por un mayor arraigo de las estructuras coloniales, pero sobre todo por fracturas regionales, étnicas y sociales que, al combinarse, plantearon obstáculos mucho más serios para la conformación de un orden propiamente nacional. Fruto de ello, tras la obtención definitiva de su independencia en 1824, el Perú se precipitó en un período de intensas y desgarradoras guerras civiles que se prolongó durante más de dos décadas, postergando la formación de un nuevo orden estatal y exacerbando las tensiones que se venían arrastrando desde el gran estallido étnico que fue la Rebelión de Tupac Amaru II en 1780-1781. Fue sólo con la implantación de un régimen político más estable tras el ascenso al poder del mariscal Ramón Castilla en 1845, convenientemente respaldado por la bonanza guanera que había comenzado a desplegarse desde comienzos de esa misma década, que se dio inicio en el Perú a un proceso de construcción estatal análogo a los experimentados por Chile bajo el régimen liderado por Diego Portales, y en el Río de la Plata por Juan Manuel de Rosas. Es allí, por tanto, donde esta investigación se propuso indagar el papel que el naciente orden castillista visualizó para el heterogéneo y comprobadamente levantisco mundo popular que habitaba la sociedad peruana, y las formas en que los componentes de ese mundo recepcionaron su proyecto de reunificación política y social. Dicho en otros términos, cómo se entretejió socialmente esa construcción inicial del estado peruano.
Al acometer esa tarea, naturalmente, el régimen de Castilla estuvo muy lejos de enfrentarse a una «tabla rasa». Como lo ha demostrado la historiografía, los sectores populares peruanos eran portadores de una tradición de movilización política y social que en algunos casos había alcanzado ribetes abiertamente subversivos. Esto resulta particularmente evidente en el caso de la población indígena, que para la época en discusión aún constituía una mayoría absoluta (más del 60%) de los habitantes del territorio, y que ya contaba a su haber con experiencias tan señeras como la de Tupac Amaru II, las rebeliones cuzqueñas de 1814-1815 encabezadas por los hermanos Angulo y Mateo Pumacahua, y la Rebelión de Huanta de 1825-1828 54, sin contar las numerosas revueltas menores que Charles Walker ha reunido bajo el concepto de «rescoldos humeantes» 55. Para esas comunidades indígenas, cuya autonomía se había visto favorecida por las guerras caudillistas del período 1825-1845, la incorporación a un nuevo régimen político ciertamente no sería una concesión sin exigencias de reciprocidad.
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