Julio Pinto Vallejos - Caudillos y Plebeyos

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En el proceso de independencia que libraron las antiguas colonias españolas, los sectores populares no estuvieron ausentes, como se ha visto o pensado. Y esto, porque sin ellos no hubiera sido posible pelear en las guerras o, simplemente, sin ellos no era posible funcionar.

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La corriente historiográfica conocida en Chile como «Nueva Historia Social» ha recogido este diagnóstico de autoritarismo y exclusión, pero agregándole un componente más instrumental, que se encarna en el concepto de «disciplinamiento social». Gabriel Salazar, uno de los fundadores de dicha escuela, define la implantación del orden conservador como la derrota simultánea de la «participación soberana de la ciudadanía popular», y de un proyecto «social-productivista» que habría convocado a los sectores más autónomos del mundo popular, tales como labradores, artesanos y comerciantes ambulantes. En ese registro, la derrota popular emerge como condición necesaria para el despliegue de un proyecto patricio y mercantil que de allí en más monopolizó la conducción de los asuntos nacionales, tanto en lo económico como en lo político-social 21. María Angélica Illanes 22, por su parte, en un artículo ya clásico sobre la dimensión más abiertamente represiva de dicho régimen, afirma que su política social no se agotaba en el mero restablecimiento de las jerarquías tradicionales, como podría desprenderse de interpretaciones más convencionales, sino que apuntaba conscientemente a la implantación de un orden capitalista que requería de un proletariado social, económica y políticamente disciplinado. En una veta similar, Sergio Grez 23señala que «los albores de la transición al modo de producción capitalista exigían un disciplinamiento de la mano de obra en función de la economía del futuro, condición que el trabajador de tipo colonial estaba muy lejos de llenar». Esa tarea, el régimen portaliano la habría asumido como prioritaria y propia.

En el plano del restablecimiento del orden interno, otra preocupación preferente de las autoridades portalianas, varios estudios han focalizado su interés en la erradicación de la guerrilla de los Pincheira, una de las expresiones más descollantes de rebeldía popular generadas por la coyuntura independentista, y que atravesó la Cordillera de los Andes para conformar un desafío social simultáneo a ambos lados de la frontera. Así, Ana María Contador da cuenta de la historia completa de ese fenómeno, recalcando la hostilidad de un segmento significativo del campesinado sureño frente al proyecto republicano implementado por las élites, tanto liberales («pipiolas») como conservadoras («peluconas») 24. Por su parte, la historiadora argentina Carla Manara enfatiza la dimensión política de esa guerrilla, cuestionando la representación básicamente delictual que en torno a ella tejieron los gobiernos a uno y otro lado de la cordillera 25. La representación delictual del bajo pueblo como forma de descalificación política y cultural es también analizada, proyectándola aquí al conjunto del período portaliano, por un reciente estudio de Marco León sobre la «construcción de un sujeto criminal» 26.

Finalmente, una investigación desarrollada por el autor de este libro en conjunto con Verónica Valdivia 27, permitió comprobar que la instalación de los gobiernos de inspiración portaliana efectivamente se tradujo en una impronta sistemática de desmovilización política y restablecimiento del control social sobre sectores plebeyos activados o «anarquizados» por la coyuntura postindependentista. La recuperación del orden, prioridad máxima y expresa para dichos gobernantes, exigía una plebe respetuosa de la autoridad y dispuesta a ofrendar su trabajo, y hasta sus vidas, en aras de una grandeza nacional que pasaba ahora a definirse más en clave de progreso material o predominio geopolítico que de libertades públicas o participación ciudadana. La virtud republicana, tal como la entendían Portales y sus colaboradores, debía encarnarse no en un sujeto popular movilizado y deliberante, sino disciplinado, laborioso, y de moralidad «intachable», como lo ha establecido también, desde el ámbito de la cultura y las conductas colectivas, el trabajo de Maximiliano Salinas 28.

En consonancia con estas miradas, y en el entendido de que las fuentes no facilitan un acceso no intermediado al sentimiento y al juicio plebeyo, la mayor parte de las autoras y autores que se han ocupado del tema han situado la actitud popular hacia el régimen portaliano en un arco que se desplaza desde el acatamiento pasivo hasta la hostilidad apenas disimulada, manifestada esta última bajo la forma de turbulencia social, actividad delictual o rebelión abierta 29. Así, cuando la apertura relativa experimentada bajo la presidencia de Manuel Bulnes (1841-1851) permitió una expresión política más transparente de los sectores plebeyos, ésta se canalizó de preferencia en un registro contestatario, ya sea dentro de cauces pacíficos como ocurrió con la Sociedad de la Igualdad, o de forma violenta en las guerras civiles de 1851 y 1859 30. El mundo popular chileno, a juzgar por tales manifestaciones, nunca tuvo mucha afinidad con el orden «pelucón» ni fue objeto preferente de sus cuidados, salvo en un sentido represivo.

En la vertiente rioplatense de nuestro estudio, si bien el régimen de Rosas se asemejaba al de Portales en su preocupación por el orden y su lectura más bien autoritaria del republicanismo 31, se distinguía de éste por presentar un rostro bastante más empático, y hasta podría decirse incluyente, respecto del sujeto popular. Ya en su propio tiempo, tanto su discurso oficial como las impugnaciones de sus enemigos caracterizaron al gobierno de Juan Manuel de Rosas como más cercano al mundo plebeyo del campo y la ciudad, habiendo éste retribuido dicha atención, según se sostenía, con un apoyo que no flaqueó a lo largo de su prolongada permanencia en el poder, e incluso después de su caída. Esa visión fue recuperada, con tono altamente laudatorio, por la historiografía «revisionista» de comienzos y mediados del siglo XX, que hizo de Rosas una encarnación supuestamente mucho más auténtica, y por tanto más representativa del verdadero sentir popular, que las propuestas elitistas y extranjerizantes de sus adversarios y sucesores 32.

Estudios posteriores, que por cierto no comparten la lectura hagiográfica de Rosas como encarnación de algun «alma nacional» primigenia, igualmente reconocen, y procuran explicar, sus evidentes nexos políticos y sociales con la plebe urbana y rural. Así, Eduardo Artesano 33identifica explícitamente al rosismo como expresión de una revolución popular dirigida en contra de la aristocracia unitaria. Por su parte, Tulio Halperín Donghi 34postula el sesgo «democrático» de la gestión rosista como un mecanismo tendiente a la recomposición hegemónica de la élite; en tanto que John Lynch 35lo interpreta bajo la luz de una relación clientelar propia de una sociedad que caía rápidamente bajo la égida de una oligarquía estanciera cuyo máximo parangón era precisamente Rosas. En un registro parecido al de Lynch, Waldo Ansaldi 36da cuenta del respaldo popular a Rosas como fruto de una estrategia deliberada de instrumentalización, destinada a consolidar la hegemonía estanciera. Ninguno de ellos, sin embargo, pone en duda la existencia misma de esa relación.

El rostro «plebeyo» del régimen de Rosas ha sido revisitado últimamente desde una perspectiva cercana a la corriente de los Estudios Subalternos, al menos en su visión crítica del papel pasivo que los estudios anteriores (con la parcial excepción de Halperín Donghi) habían atribuido al sujeto popular en sus tratos con el gobierno. Particularmente representativo de este enfoque es Ricardo Salvatore 37, quien subraya el aspecto «proactivo» y «negociador» de la interacción entre los sectores más pobres de la plebe rural (peones, migrantes, vagabundos y soldados) y el orden rosista, haciendo además una oportuna diferenciación entre ese estrato y el campesinado más «sedentario» y «establecido» que habría constituido la verdadera base popular del rosismo agrario. A partir de esta distinción, Salvatore postula una relación más bien tensa, por mutuamente demandante, entre Rosas y ese segmento de la subalternidad. Sobrepasando el marco específico de ese gobierno, la antología compilada por Noemí Goldman y el propio Salvatore 38aplica el mismo juicio crítico a la visión generalizada del caudillismo como expresión de mero paternalismo oligárquico, rescatando nuevamente el protagonismo popular en una relación que termina siendo mucho más horizontal y política de lo que tradicionalmente se pensó. En igual dirección apunta el estudio monográfico de Raúl Fradkin sobre una montonera rural 39, que aunque situado en un momento anterior a la instauración del régimen rosista, refuerza la noción de esa forma de rebeldía como un fenómeno fuertemente político y autónomo, así como la sintonía entre dicha expresión plebeya y el liderazgo de Rosas, visión finamente discernida y profundizada en la reciente biografía que ha escrito Fradkin en conjunto con Jorge Gelman 40. Por último, Sol Lanteri 41se adentra en la construcción del orden rosista en una localidad fronteriza de la Provincia de Buenos Aires, enfatizando el papel desempeñado en ese proceso por los indígenas y los pequeños y medianos productores, como lo hace también Juan Carlos Garavaglia en su conocido estudio sobre las elecciones en el partido de San Antonio de Areco 42.

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