Es indudable que, más allá de las marchas y contramarchas que las páginas anteriores se han esforzado por resumir, y más allá de las voluntades de detractores y partidarios, el Chile que emerge de estos treinta años es muy diferente del que asistió al plebiscito de 1988 y muchísimo más del que padeció el golpe militar de 1973. Aparte de los cambios deliberadamente impuestos por los diseñadores del Chile neoliberal, y mantenidos con mayores o menores modificaciones por el Chile concertacionista, el país ha experimentado cambios «subterráneos» que dichos planificadores no previeron, pero que pesan muy fuertemente sobre nuestra convivencia actual. Por sólo nombrar los más evidentes, ni los más «visionarios» arquitectos de lo que Tomás Moulian denominó el «Chile actual» deben haber previsto la mayúscula revolución comunicacional provocada por las tecnologías del computador y la telefonía celular, que, junto con conectar a las personas de maneras tan diversas como incontrolables (y no siempre en un sentido positivo), han terminado incluso por socavar la influencia de baluartes tan inconmovibles del pinochetismo como el duopolio de la prensa escrita y el abanico no mucho más amplio de la televisión abierta. De igual forma, la «liberalización» de las costumbres y la diversificación de los estilos de vida, en alguna medida consecuencia directa de la modernidad globalizada tan promocionada por esos arquitectos, han erosionado concepciones conservadoras sobre la moralidad personal y la estructura familiar que sus referentes políticos, en un gesto no exento de contradicción, hubiesen querido articular con el imperio absoluto de las «libertades» económicas. No por nada, fue durante estos años transicionales que en Chile, contra la obstinada resistencia de sectores de derecha, por fin se dio un reconocimiento legal del divorcio y de algunas causales restringidas para el aborto. Y por último, en referencia a lo que ha sido sin duda uno de los cambios históricamente más relevantes de estos últimos tiempos, la llegada masiva de inmigrantes latinoamericanos atraídos precisamente por la promesa de este Chile neoliberal y «rico», cuya baratura laboral no le produce ningún problema a un empresariado siempre feliz de seguir reduciendo costos, está tensionando visiblemente las auto-percepciones de un país que siempre se ha creído homogéneo y que nunca, por cierto que equivocadamente, se ha reconocido racista. Qué podrían augurar estos cambios en profundidad para un posible (y tal vez ya comenzado) ciclo post-transicional es muy difícil de prever. Lo que sí está claro es que los dilemas y las luchas del mañana podrán ser parcialmente los mismos (porque la dictadura de los mercados y la hegemonía empresarial siguen siendo realidades muy vigentes), pero no serán exactamente los mismos del ayer.
¿Estaríamos, por tanto, después de treinta años, finalmente al término del interminable ciclo transicional? Es difícil saberlo, pues la historia no suele acomodarse mansamente a los números y las efemérides redondas. Pero resulta a lo menos simbólico que este trigésimo aniversario se cumpla bajo un gobierno de derecha (el segundo elegido democráticamente desde 1988 y el tercero desde que se puede hablar propiamente en Chile de «izquierdas» y «derechas») y que ese gobierno haya podido darse el gusto de celebrar dicho aniversario casi como si fuera propio. Es también sintomático que las derechas mundiales estén comenzando a gravitar visiblemente hacia posturas que el neoliberalismo «clásico» habría considerado por lo menos inquietantes, como el proteccionismo anti-mercadista de Donald Trump o los devaneos populistas de las ultra-derechas europeas o el Brasil de Bolsonaro. Tensionada por estas fuerzas, la derecha chilena hoy gobernante vacila entre una reapropiación en plenitud de lo obrado bajo los gobiernos concertacionistas y un acercamiento a expresiones políticas que la retrotraen a los años más oscuros de la dictadura –o peor. Pero más expresivo aun del agotamiento de un ciclo es el estado en que emergió la antigua Concertación de Partidos por la Democracia tras las elecciones de 2017. Derrotada por segunda vez en las urnas, fragmentada profundamente en su interior, dañada programáticamente por la despolitización que ella misma fomentó y los cambios sociales que ayudó a consolidar, no parece muy probable (aunque en la historia es muy arriesgado emitir pronósticos) que este conglomerado político recupere el protagonismo que indiscutiblemente mantuvo durante los últimos treinta años. Con una Concertación malherida y una derecha nuevamente en el gobierno, aunque algo desconcertada por los fenómenos que se precipitan a su alrededor, tal vez sí estemos ante un nuevo cambio de ciclo. Y como ocurrió tras el plebiscito de 1988, o de cualquier otra inflexión histórica de ese tipo, sólo de las dinámicas concretas articuladas por los actores políticos y sociales dependerá que la balanza se incline hacia la «alegría» que en aquella oportunidad se proclamó (y que ha sido muy discutiblemente alcanzada), o hacia el desconsuelo que tan difícil nos está resultando remontar.
1Datos sacados de Javier Rodríguez Weber, «Desarrollo económico y desigualdad durante la transición a la democracia en Chile» (1990-2009), Cuadernos de Coyuntura 22, Santiago, Fundación Nodo XXI, octubre de 2018.
2Cifras extraídas de Andrés Solimano, «¿Es posible reducir la desigualdad en Chile?», Le Monde Diplomatique, edición chilena, noviembre de 2018.
3Agradezco este dato a mi estudiante de maestría Pablo Seguel Gutiérrez.
4Debo esta metáfora a mi colega Pedro Milos, quien la formuló años atrás en una conversación personal.
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