Julio Pinto Vallejos - Largas sombras de la dictadura - a 30 años del plebiscito
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Pero no es sólo en materia constitucional que la institucionalidad dictatorial ha proyectado sus tentáculos hacia los decenios postdictatoriales. Ninguna de las grandes «modernizaciones» orquestadas por los colaboradores civiles de Pinochet entre 1979 y 1981 (el plan laboral, la reforma previsional, la municipalización de la salud y la educación, la ley de universidades) han sido fáciles de impugnar, y menos aun de desmontar, pese a existir amplias corrientes de insatisfacción, o de abierto rechazo, respecto de su subsistencia. Las masivas movilizaciones estudiantiles de la última década han sido en este plano las más efectivas en términos de socavar la institucionalidad educacional legada por la dictadura (y hasta sus propios fundamentos ideológicos, como lo demuestra la consigna «no al lucro»), pero incluso así sólo en forma parcial y tardía, ya que recién en 2018 se dictó una nueva ley de universidades, y tanto la gratuidad como la desmunicipalización de la educación básica y media están todavía en proceso de dificultosa y no poco resistida ejecución, y más recientemente, de explícito desmontaje por parte del segundo gobierno de Sebastián Piñera. En cuanto a las otras áreas, bien se conocen las enconadas obstrucciones que han provocado las tentativas, por lo general bastante tímidas, de modificación de la legislación laboral, resistidas milímetro a milímetro por los partidos de derecha y el mundo empresarial. Otro tanto cabría decir de la desmercantilización de la salud, todavía dividida entre una atención de «primer mundo», para los sectores más adinerados, y una mayoritaria atención pública de evidente y creciente precariedad, que incluso así experimenta serias tentativas de penetración por parte de proveedores privados. Y qué decir del sistema de pensiones, bastión intocable y masivo de capitales para la inversión privada, extraídos de manera forzosa de una población cotizante que no puede disponer libremente de sus ahorros (como debería ocurrir bajo una legislación consecuentemente liberal) y que al final del camino se encuentra con pensiones que en su inmensa mayoría no alcanzan a cubrir las necesidades más básicas de una persona. En todas estas dimensiones, que afectan las vidas cotidianas de todas y todos los habitantes del país, la institucionalidad dictatorial ha sufrido apenas retoques menores, pero no ha sido sometida a un verdadero juicio ciudadano, salvo por parte de movimientos sociales que se plantean por lo general en términos abiertamente anti-sistémicos.
¿Cómo explicar estas tenaces supervivencias dictatoriales en un período que se define en lo esencial como una superación de dicha experiencia? Hasta cierto punto, ellas sólo reflejan una correlación objetiva de poderes políticos, económicos y sociales que no sufrió cambios fundamentales con el tránsito a la democracia, y que ciertamente no responde, al menos en los momentos críticos, a imperativos propiamente democráticos. Lo que un dirigente de derecha, Andrés Allamand, bautizó acertadamente a comienzos de la transición como los «poderes fácticos», sugiere que, por detrás de la aparente restauración de la soberanía ciudadana, las decisiones políticas verdaderamente relevantes se adoptan en espacios mucho menos transparentes o participativos. Así lo demostraron en su momento las fuertes reacciones del estamento militar frente a cualquier tentativa de hacerlo responder por sus peores violaciones a los derechos humanos. Así lo ha demostrado también la obstaculización sistemática de la derecha política al «desamarre» de los numerosos nudos dictatoriales. Y así lo ha demostrado, finalmente, el persistente boicot empresarial a modificar en lo más mínimo la legislación laboral, educacional o previsional heredada del pinochetismo.
Podrá decirse, en el primer caso, que el correr de los años, y sobre todo la pertinacia de las organizaciones de familiares de víctimas, sí han podido conseguir algo de verdad, algo de justicia y alguna reparación. No puede minimizarse en dicho plano el valor simbólico del trabajo realizado por las comisiones Rettig y Valech, que ha terminado por neutralizar, a lo menos hasta aquí, los despliegues más flagrantes del negacionismo, escandalosamente estentóreos durante los primeros años de la postdictadura. Tampoco puede negarse el efecto político de algunos juicios y condenas emblemáticas de notorios agentes represivos, como Manuel Contreras, Pedro Espinoza o Álvaro Corbalán. Y en ningún caso resulta insustancial que el Ejército haya asumido públicamente en 2004, bajo la comandancia en jefe del ahora también procesado y condenado Juan Emilio Cheyre, su responsabilidad institucional en los «hechos punibles y moralmente inaceptables del pasado». Pero sigue siendo un hecho que los juzgados y condenados son sólo una minoría (432 sobre un total de 2452 causas abiertas 3), que las fuerzas armadas no han contribuido en nada al hallazgo de los detenidos desaparecidos y que el orgullo por la obra «restauradora» de la dictadura se mantiene muy firme en la psicología militar. No resulta a ese respecto una señal muy tranquilizadora el reciente homenaje al represor Miguel Krassnoff Martchenko, nada menos que en la Escuela Militar y con la aquiescencia del director de una institución destinada precisamente a la formación de los futuros cuadros directivos de ese cuerpo armado.
Por su parte, la derecha política, salvo muy contadas excepciones, también ha hecho lo suyo por preservar lo sustancial del legado pinochetista y justificar los crímenes cometidos en dictadura como «excesos» de individuos fuera de control, respuestas inevitables a un «contexto» de violencia política instalado inicialmente por la izquierda o, por último, como el doloroso pero necesario precio que se debió pagar para pavimentar el camino hacia nuestra actual armonía y prosperidad. Imposible olvidar en este contexto su desconocimiento inicial a los crímenes establecidos por el Informe Rettig, la contumaz defensa del entonces senador y actual ministro de Justicia (¡y Derechos Humanos!) Hernán Larraín a la ya públicamente condenada Colonia Dignidad, o la reacción visceral provocada entre todos sus personeros, liderados en aquel entonces por un emergente Joaquín Lavín, ante el arresto en Londres de Augusto Pinochet. El paso del tiempo ha atenuado un poco las expresiones públicas de esa lealtad, que sin embargo irrumpe sin demasiadas inhibiciones cuando se trata de gestionar leyes de olvido, indultar a criminales de la dictadura, o más recientemente aún, congratularse ante los triunfos electorales de exponentes mundiales de la renaciente extrema derecha como Jair Bolsonaro o Donald Trump. No resulta tranquilizador, en este sentido, que a treinta años del término de la dictadura, una joven diputada del partido supuestamente más moderado de la derecha (Renovación Nacional), Camila Flores, nacida quince años después del golpe militar, se haya declarado recientemente una «orgullosa pinochetista».
Si se desplaza el lente hacia las herencias más sustantivas del período dictatorial, lo que queda en la retina es la defensa inclaudicable de cada uno de sus bastiones institucionales, empezando por la Constitución de 1980, y continuando con todos los otros dispositivos «modernizadores» reseñados en los párrafos anteriores. Incluso cuando algunos de tales bastiones han ido cediendo parcialmente, como en los casos del lucro en la educación o el sistema electoral binominal (lo que ha privado a la derecha de su capacidad automática de veto parlamentario), siempre queda algún recurso pinochetista del cual se puede echar mano, como lo ha sido últimamente el Tribunal Constitucional. Así se ha ido ganando tiempo para que la memoria de los crímenes dictatoriales se comience a diluir, el nuevo orden económico-social se empiece a naturalizar y el inevitable desgaste de los gobiernos sucesores comience a rendir frutos, permitiéndole a la postre a esa derecha sucesora, nada menos que en dos ocasiones, recuperar su control del Poder Ejecutivo por vía electoral.
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