Julio Pinto Vallejos - Largas sombras de la dictadura - a 30 años del plebiscito

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Siete ensayos reflexionan en torno a las características históricas, culturales y políticas del largo ciclo post dictatorial en Chile. Son miradas diversas en sus temáticas y enfoques, pero unidas en un juicio eminentemente crítico respecto de una promesa democrática y social inconclusa.

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Más duradera como expresión de este «pragmatismo» transicional fue la propagación de prácticas políticas «clientelares», en que una ciudadanía desconectada de los debates doctrinarios ofrecía sus votos, y por tanto el acceso a los cargos de poder institucional, a quien estuviese dispuesto, independiente de su color político, a retribuirlos con la mayor generosidad o al menos con la solución de sus problemas más urgentes. Como en épocas anteriores de nuestra historia, este renacimiento del «cohecho» no era tanto una manifestación de «simpleza» o «ignorancia» popular, como un síntoma de un proceso de toma de decisiones al que razonablemente se pensaba que no se podía tener acceso, ni mucho menos capacidad sustantiva de injerencia. En todo caso, infinitamente más expresivo de esta percepción fue el alejamiento cada vez más masivo de los comicios electorales, alcanzándose tras la llegada del nuevo siglo cifras de abstención francamente inéditas en nuestro país, al menos desde la democratización del sufragio hacia fines de la década de 1950. No debe olvidarse a este respecto que el retorno de Sebastián Piñera a la primera magistratura en 2018, celebrado vociferantemente como una verdadera avalancha de aprobación popular, sólo involucró a un 28% del universo electoral, quedando las cifras de abstención (un 52% del padrón) como las verdaderamente vencedoras.

Sería un error atribuir estas prácticas a una mera propagación del desánimo o de los sentimientos de impotencia. Es un hecho que los crecientes índices de prosperidad material, aunque mal distribuidos, han provocado entre nosotros una verdadera mutación cultural, lo que el ya nombrado Joaquín Lavín denominaba hacia fines de la dictadura, algo prematuramente, una «revolución silenciosa». Este «encantamiento» neoliberal, lubricado por las tarjetas de crédito y la masificación publicitaria, fue envolviendo a la ciudadanía en una dinámica de consumo y endeudamiento que se fue haciendo adictiva (el mall reemplazó a otros lugares públicos como principal espacio de esparcimiento social), pero que no se sostenía exclusivamente sobre ilusiones. Los automóviles, los electrodomésticos (incluyendo los cada vez más ubicuos computadores y teléfonos celulares) y el turismo dejaron de ser un lujo sólo accesible a los más ricos, mientras que la educación universitaria, alimentada por una proliferación de instituciones privadas (a veces, pero no siempre, de muy dudosa calidad), le abrió a muchas familias, por primera vez en su historia, el sueño de la hija o el hijo profesional. De esa forma, lo que en tiempos de Pinochet eran meros alardes propagandísticos (y de bastante mal gusto, considerando la miseria generalizada) fueron ahora cobrando visos cada vez más reales, al punto de entusiasmar no sólo a los conversos, sino a muchos que en un comienzo habían renegado de los cantos de sirena neoliberal. No fue entonces extraño que el mismo intelectual concertacionista que en 1988 se había mofado de la «revolución silenciosa» de Joaquín Lavín, el sociólogo Eugenio Tironi, proclamara en 2002 que «el cambio ya estaba aquí» y que eso debía ser más motivo de orgullo que de consternación. Por esos mismos años, bajo la conducción de un presidente concertacionista –Ricardo Lagos– a quien el propio Tironi había ayudado a triunfar electoralmente sobre Joaquín Lavín, se sellaba una suerte de «segundo pacto transicional» con el empresariado, expresión simbólica de la reconciliación definitiva de ese conglomerado, encabezado por un militante del Partido Socialista, con el modelo de sociedad que un par de décadas antes había llamado a combatir.

***

Pero como la inercia no es una ley natural de la historia, en medio de esos océanos de conformidad, nunca desaparecieron los «islotes» de crítica o rebeldía 4, alimentados algunas veces por partidos políticos «extra-sistémicos»o, con mayor frecuencia, por movimientos surgidos desde la sociedad civil. Entre los primeros no puede dejar de mencionarse al Partido Comunista, que, tras emerger de la dictadura seriamente golpeado por el acoso represivo y el fracaso de su política insurreccional de masas, se las ingenió para ponerse a la cabeza de algunas de las primeras movilizaciones transicionales, destacándose las del magisterio, los funcionarios de la salud, las federaciones universitarias o las postreras (y muy simbólicas, por remitirse a un actor emblemático de nuestra historia obrera) resistencias de la minería del carbón. Así y todo, el antiguo partido de Recabarren no pudo remontar, pese al inspirador liderazgo de Gladys Marín, la marginalidad en la que lo arrinconaron los consensos transicionales y la inocultable «deriva histórica», por lo que terminó sumándose, en 2014, a un remozado pacto concertacionista (la Nueva Mayoría), que en todo caso incorporaba algunas de sus propuestas de reforma estructural. Mucho menos éxito tuvieron en esa empresa de reivindicación extra-sistémica las diversas proyecciones de la antigua izquierda revolucionaria, que lucharon durante los 90 y los 2000 por relanzar alguna propuesta de combate frontal al capitalismo y que terminaron diezmadas por la represión, como ocurrió con el MAPU Lautaro, o simplemente soslayadas por el embrujo neoliberal, los errores propios de diagnóstico o el mayoritario desinterés popular.

En ese contexto fueron los movimientos sociales (es verdad que con alguna presencia de actores políticos más tradicionales) los que tomaron la batuta de la lucha anti-sistémica, ya sea en función de conquistas inmediatas o, más hacia el final del período, por emplazamientos más frontales a la lógica neoliberal. La primera y más sostenida de estas expresiones fue el movimiento mapuche, que desde los inicios mismos de la transición levantó una bandera de reivindicación étnico-política que se ha mantenido activa hasta la fecha. El accionar del movimiento mapuche ha sido indiscutiblemente la fuente más intransigente de erosión de la proclamada «pax transicional», levantando sus ancestrales banderas de reparación territorial, política y cultural, defendiéndose de los embates de las grandes empresas hidroeléctricas y forestales, y haciendo frente a una política concertacionista que combinó gestos conciliatorios (como las mesas de diálogo y el llamado a un «nuevo trato») con la criminalización de sus demandas más radicales, expresada paradigmáticamente a través de la aplicación de la ley anti-terrorista creada en dictadura. De alguna forma, con su llamado a ser reconocidos constitucionalmente como pueblo-nación (demanda bloqueada parlamentariamente por la derecha) o a instalar un Estado plurinacional, las referencias más identitarias o culturales de estos actores marcan también una ruptura no tanto con la propia y centenaria historia de las resistencias mapuche, sino con el tenor más volcado hacia las reivindicaciones socio-económicas que distinguió a las luchas emancipatorias del temprano y mediano siglo XX. Así, coincidiendo además con una tendencia de alcance mundial, este fenómeno acompañó la aparición o fortalecimiento en Chile de demandas focalizadas en esferas menos vinculadas a la pertenencia de clase que a las auto-definiciones identitarias, las relaciones de género, las expresiones simbólicas o los «modos de vida». En este marco se insertan movimientos como el feminismo y su lucha contra la dominación patriarcal, profundamente críticos de constelaciones muy arraigadas de ejercicio del poder, o las luchas por el reconocimiento de las sexualidades alternativas, todos los cuales también han ido cobrando fuerza durante los decenios postdictatoriales.

En paralelo a estos «nuevos movimientos sociales», conectados en parte a la consolidación del nuevo modelo societal (ya sea por los cambios culturales que inadvertidamente propicia, ya por los problemas no tradicionalmente «sociales» que exacerba, como lo sería la destrucción medioambiental que ha dado origen a movimientos ecologistas y a variadas expresiones de reivindicación regionalista o de pueblos originarios), han reemergido esporádicamente durante estos años expresiones más «clásicas» de contestación social, tales como las luchas sindicales, las tomas de terreno (como la de Peñalolén de 1992-1998) o las protestas estudiantiles. Es interesante constatar que en algunos de estos casos, estas movilizaciones han surgido de espacios intensamente reconfigurados (cuando no directamente gestados) por el neoliberalismo, tales como las faenas subcontratadas, la pesca artesanal, la industria forestal o el personal de los consorcios comerciales ahora denominados, en el prurito anglofílico antes consignado, retail . Esto sugiere que, en una irónica «reencarnación» de la antigua lógica marxista, el nuevo orden social también es capaz de engendrar a sus propios sepultureros, o si se prefiere una formulación menos grandilocuente (y más ajustada a la realidad), su propio «enemigo interno». Los incontenibles, aunque hasta aquí no verdaderamente desestabilizadores, «reventones sociales» han tenido al menos la capacidad de desmentir el supuesto unanimismo postdictatorial y poner recurrentemente en el tapete las insuficiencias, distorsiones y contradicciones del modelo que nos heredaron Pinochet y Jaime Guzmán. Y en algunas contadas ocasiones, como en el movimiento estudiantil de 2011, el movimiento «No Más AFP» de 2016 y la «ola feminista» de 2018, han logrado sacudir temporalmente la complacencia de sus principales defensores y beneficiarios. No debe olvidarse que el socavamiento de los sentidos comunes neoliberales estuvo en la base de la metamorfosis concertacionista que llevó a Michelle Bachelet de vuelta a la presidencia en 2014 y, en un registro más abiertamente renovador o proyectual, incubó a esa nueva izquierda juvenil que se agrupó en 2017 en torno al Frente Amplio, primer esbozo de un recambio generacional que tal vez anuncie, finalmente, el despunte de un Chile verdaderamente post-transicional.

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