Julio Pinto Vallejos - Largas sombras de la dictadura - a 30 años del plebiscito

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Siete ensayos reflexionan en torno a las características históricas, culturales y políticas del largo ciclo post dictatorial en Chile. Son miradas diversas en sus temáticas y enfoques, pero unidas en un juicio eminentemente crítico respecto de una promesa democrática y social inconclusa.

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Finalmente, en el caso de ese otro gran «poder fáctico», el empresariado, el apego al legado pinochetista resulta todavía más inexpugnable y menos autocrítico. Desmarcándose rápidamente de sus evidentes responsabilidades y simpatías respecto de la gestión dictatorial, pero defendiendo a todo trance sus principales lineamientos económicos y sociales, este actor surge sin lugar a dudas como el principal beneficiario de tales cambios, tanto a nivel material como simbólico. En lo primero, no sería una exageración sostener que desde el siglo XIX Chie no era un país tan «amigable» para los ricos, que son por lo demás cada vez más ricos, equiparables en algunos casos a las mayores fortunas a nivel mundial. En lo segundo, no es casual que el «emprendimiento» haya reemplazado en el discurso y en el imaginario nacional al trabajo como principal atributo de dignificación (o al menos de éxito) personal y como principal acceso al reconocimiento social. No llama entonces la atención que su reacción frente a la menor veleidad de cuestionamiento del orden neoliberal despierte las más férreas y agresivas defensas. Y si bien una postura más «conciliatoria» (o francamente favorable) como la desplegada por Ricardo Lagos pudo llevar al empresariado a un aflojamiento de sus peores sospechas anti-concertacionistas, el solo anuncio de reformas en materia tributaria, laboral o educacional por parte del segundo gobierno de Bachelet encendió inmediatamente todas las luces de alerta, provocando un indisimulado (y dañino) boicot a las inversiones, con un impacto sobre los índices económicos que ellos mismos se apresuraron a adjudicar a la ineptitud de los cuadros gobernantes. Cualquier asomo de cuestionamiento a los múltiples dispositivos que han hecho de Chile un verdadero «paraíso empresarial», ya sea por vía de cobrar mayores impuestos, regular un poco más el libre despliegue de la iniciativa privada o restablecer mínimamente los equilibrios en materia de negociaciones salariales, es rápidamente fulminado como recaída «estatista», desvarío «populista» o inaceptable vulneración de una suerte de «contrato social» que habría consagrado para siempre el imperio de las libertades económicas y el derecho de propiedad. Poco importa que ese «contrato» haya sido impuesto dictatorialmente, por supuesto que sin consultar a ninguna hipotética contraparte popular o laboral, y que se haya mantenido estos últimos treinta años más por la vía de amarres fácticos y bloqueos institucionales que por la deliberación democrática o la suscripción de un auténtico pacto social. Mientras tales vetos se mantengan, el empresariado podrá seguir cosechando alegremente lo sembrado en dictadura.

Siendo importante recordar el peso de estos «poderes fácticos», ello podría sin embargo inducir a relativizar las responsabilidades que en todo esto cupieron a los gobiernos concertacionistas. La constatación de imperativos internos o externos, cristalizados en torno a un nuevo orden global donde la «dictadura de los mercados» se impone ampliamente por sobre las voluntades ciudadanas, traza efectivamente un límite muy estrecho a lo que el primero de sus presidentes (Patricio Aylwin) definió célebremente como «la medida de lo posible». Nadie podría negar la realidad de dichos constreñimientos, ampliamente reseñados en los párrafos anteriores. Un nuevo golpe de Estado («retroceso autoritario») ciertamente no era una hipótesis descartable durante los primeros años postdictatoriales (¿alguna vez podrá serlo?), del mismo modo que los bloqueos derechistas o empresariales podían (y pueden) provocar serios tropiezos económicos e institucionales. Pero ni la política ni la historia clausuran nunca totalmente los espacios para la acción creativa o transformadora. En algunos casos, estos sí fueron aprovechados por los gobiernos concertacionistas. Ya se han recordado y reconocido debidamente algunas de estas instancias, tales como la promoción de una política más activa en favor del respeto a los derechos humanos (incluyendo el reconocimiento oficial de los peores crímenes de la dictadura y el otorgamiento de compensaciones monetarias y simbólicas a las víctimas), o las tentativas más o menos exitosas de avanzar en reformas institucionales o protecciones sociales (incluyendo el Programa GES en la salud o los pilares solidarios en la previsión). Sin embargo, en otros casos se optó voluntariamente por no interferir en algunos de los más profundos legados dictatoriales, o más aun, por reforzarlos y legitimarlos como norma de convivencia social. Es aquí, y más allá de si tales decisiones hayan obedecido a impotencia objetiva o encantamiento subjetivo (y hubo algo de una y de otro, según los casos), donde verdaderamente reside su responsabilidad histórica.

Entre tales «abdicaciones», más o menos voluntarias, la que primero se hizo notar, y ha tenido tal vez las más profundas consecuencias, fue la de desmovilizar a los actores sociales que en buena medida habían hecho posible el triunfo del «No» en 1988 y que se habían llevado el mayor peso, como protagonistas o como víctimas, de la resistencia a la dictadura. Temerosa de una reacción militar que pudiese desarmar la todavía frágil transición a la democracia, temerosa también de una efervescencia social que pusiese en duda su capacidad de gobernar el país sin sobresaltos, la flamante Concertación de Partidos por la Democracia optó mayormente por prescindir de esos apoyos, salvo para las coyunturas electorales. Se pensó tal vez que el solo restablecimiento de las libertades públicas, en un primer momento, y la restauración de algunas protecciones sociales, a medida que transcurría el tiempo, bastarían para satisfacer las demandas tanto tiempo contenidas y generar (como en alguna medida ocurrió) nuevas lealtades políticas hacia el futuro. El precio de dicha opción a más largo plazo, sin embargo, fue el de reforzar una tendencia hacia la despolitización de la sociedad que en rigor había sido una de las más ambiciosas apuestas de la dictadura, pero que la magnitud y la intensidad de las contradicciones que ella generó había hecho hasta entonces imposible lograr.

La «primavera» concertacionista y el simple cansancio provocado por la coyuntura dictatorial facilitaron esta deriva, que se tradujo durante esos primeros años en una suerte de amnesia colectiva que unos gobernantes obsesionados con la «reconciliación nacional» y el olvido de todos los «excesos» pasados hicieron todo lo posible por avivar. Fruto de ello fue también el muy consciente abandono de cualquier posibilidad de mantener o generar un aparato comunicacional que pudiese neutralizar ese otro gran poder fáctico que fueron (y son) los grandes consorcios mediáticos, sistemáticamente fieles al pinochetismo, o de sostener la acción social y cultural que diversas organizaciones no gubernamentales se las ingeniaron para mantener en dictadura y que podrían haber significado un cierto contrapeso al predominio de la «facticidad» en democracia. La política, concluyeron los dirigentes concertacionistas, en tácita o expresa coincidencia con los seguidores de Jaime Guzmán, era algo demasiado delicado como para dejarla a merced de las veleidades populares. La desmovilización social y la «profesionalización» (o la «clientelización») de la política fueron así las dos caras de una medalla que los conductores de la postdictadura estuvieron dispuestos a consagrar, lo que ha dejado múltiples y alarmantes consecuencias (la generalización del descrédito, los recurrentes brotes de corrupción, la sensación de impotencia frente a los grandes beneficiarios del sistema) para nuestra convivencia actual y futura.

Fue bajo este doble sello de desafección política y (aparente) conformidad social que se fue decantando lo que podríamos denominar el ethos mayoritario del Chile postdictatorial: individualista, consumista, desconfiado, hiperkinético, malhumorado y muy poco cortés. Ni la dirigencia concertacionista ni las diferentes emanaciones del pinochetismo, cada vez más entrelazadas por vínculos de interés y concordancia, vieron esta deriva con malos ojos. Para unos era una garantía de gobernabilidad y del consiguiente repliegue de los fantasmas del pasado. Para los otros emergía como prueba de aceptación, o incluso de entusiasmo, por el modelo de sociedad que tanto habían pugnado por instalar. Este clima dio origen a fenómenos políticos como el «cosismo», encarnado hacia el cambio de siglo por la Unión Demócrata Independiente y Joaquín Lavín, fundado sobre la convicción, también heredada de la dictadura, de que a las personas comunes y corrientes no les importaban las cuestiones de «alta política», sino sólo aquéllas que tenían que ver con sus intereses más cotidianos e inmediatos: el empleo, el acceso al consumo, la educación de los hijos, el hermoseamiento de los barrios.

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