Osvaldo Aguirre - La poesía en estado de pregunta

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"El punto de partida de este libro puede ser situado en una conversación que tuve con Daniel Samoilovich en 2005, en la que hablamos sobre los reportajes que venía publicando
Diario de Poesía y de la necesidad de actualizar el perfil de la sección. Una nueva generación de poetas, la de los años 90, estaba ya suficientemente consolidada como para ser considerada en la agenda de las entrevistas. El propio
Diario de Poesía había sido parte de su promoción, a través de la publicación de autores hasta entonces inéditos o poco conocidos en las secciones de poesía argentina y de la reseña de sus libros. Ahora esos poetas reclamaban un nuevo espacio. Este libro presenta una selección de esas entrevistas. Cada conversación supone el examen de una poética en particular y al mismo tiempo de las circunstancias de la época, en un momento de cambio para la poesía argentina. Las discusiones que atravesaron esa década todavía permanecen abiertas y sus efectos son apreciables en la poesía del presente. Las entrevistas permiten abordar temas centrales en esas discusiones, como la cuestión del objetivismo, la propia ubicación respecto de los contemporáneos y las nuevas búsquedas y exploraciones en el marco de la tradición poética argentina" Osvaldo Aguirre.

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El cruce de poesía y narrativa es un articulador del objetivismo. ¿En qué sentido cabe entenderlo en tu opinión? ¿Qué puede tomar la poesía de la narrativa? -Bueno, nunca me convenció el término “objetivismo”; daría la idea de un movimiento sostenido y coherente conformado por cierto número de autores en base a un programa común explícito, y no se dio nada de eso, sino más bien la confluencia espontánea de poetas de distintas edades y procedencias hacia una poética que -con manifestaciones muy diversas, tantas como las que se daban por entonces en la tendencia neobarroca- empezó a hacerse cada vez más visible a medida que avanzaba la década del 80.[4] En cuanto al elemento narrativo en mi poesía, nociones como la de personaje, tercera persona omnisciente y acción determinan la estructura de muchos de mis textos, más que el arsenal tradicional de la lírica con su repertorio de entonaciones y formas estróficas. Lo que rige el encadenamiento de los versos en mi caso no es la cadencia sino el período sintáctico. Mucho antes de leer el prólogo a las Baladas de Wordsworth me di cuenta que “el lenguaje de la prosa puede adaptarse muy bien a la poesía” y que “una buena parte del lenguaje de todo buen poema puede no diferir en absoluto del de una buena prosa”. Un detalle que podría resultar trivial, si no fuera porque acusa un ascendente prosístico, es la manía que teníamos de empezar el poema con sangría, como si fuera un párrafo en prosa; posteriormente la fuimos abandonando. -A propósito de tu poesía se ha observado la preeminencia de la imagen sobre el comentario, la mirada obsesiva sobre los objetos y la atención hacia lo bajo y antipoético, tanto a nivel de lenguaje como de asunto. Aspectos que definen la poética objetivista. “Lo único real y más creíble/ son los acontecimientos”, se lee en uno de los poemas de El faro de Guereño. -No estoy muy de acuerdo con la primera observación. Mis poemas, por donde se los examine, son tanto o más discursivos que imaginistas, en el sentido de que las referencias a imágenes ópticas y otros datos sensoriales generalmente no se presentan aisladas sino articuladas con razonamientos y comentarios -por ejemplo- sobre el tiempo, el espacio, la percepción y las apariencias, o especulaciones sobre -por ejemplo- lo que haría, vería y pensaría un bonzo en lugar del sujeto del enunciado, como en el caso del poema de donde provienen los versos citados en la pregunta: Barranca del esteSentado como un bonzo sobre mis talones, una barcaza verde y otra blanca se alejan en sentidos contrarios. Sólo que extendiendo un mantel en la hierba salpicada de tréboles el bonzo no vería, como yo, conexión entre los instantes, decididamente no mezclaría unas cosas con otras en el espacio sino en la mente despejada. “Lo único real y más creíble son los acontecimientos”, diría descorchando una botella. O bien: “Picos de montañas azules o nubes en el horizonte es una falsa disyuntiva”. En efecto, disueltas como el humo las apariencias, no hay paisaje. Yo diría que en este poema, que no es una excepción, los comentarios superan a las imágenes, en el caso de que puedan separarse con nitidez. Acepto en cambio lo de “la mirada obsesiva sobre los objetos”, porque esa expresión pone el énfasis en el carácter obsesivo de la mirada más que en los objetos. Como sea, en El faro de Guereño el factor descriptivo está menos desarrollado que el discursivo, argumental, narrativo o especulativo. Debería hablarse más bien de una disposición figurativa al registro de constelaciones de objetos y acontecimientos ínfimos y anodinos: el polvillo que flota y brilla en un cono de luz solar, el vello rubio en la piel tostada de una bañista meciéndose con la brisa como -valga la amplificación- un campo de trigo, el paso del tiempo cuando no pasa otra cosa, el cortejo y la cópula de dos gorriones en un tapial, el reflejo de unas columnas de humo industrial en el ojo de un pescado pudriéndose al sol, la disposición de los objetos de una habitación desde el punto de vista del que está en la cama, etc., etc. Fijando la mirada en actitud de autista, lo objetivo de esas formas -detenidas o en movimiento- no tarda en cargarse de expresión, carácter y emoción. El antropomorfismo no es una función psíquica privativa de las etapas infantiles ni de los poetas ingenuos, sino que, como demuestran los neurocientíficos, existen patrones neuronales innatos por los cuales atribuimos inconscientemente sentimientos y estados anímicos a los seres inanimados. En ese sentido, las cualidades objetivas de los objetos y acontecimientos operaban como modelos del poema, cuya factura tenía que ser precisa, meticulosa y seca. No habría entonces un privilegio de lo percibido sobre lo concebido, ya que entre ambos debía operarse -en el trabajo mismo de la escritura- una simbiosis: lo percibido (la imagen, el acontecimiento) adquirir cualidades de lo concebido (la idea, el concepto), y a su vez lo concebido recibir el mismo tratamiento realista que los datos aportados por los sentidos. En mis poemas de esa época, como en los de Taborda, Prieto y Samoilovich -a quienes están dedicadas cada una de las partes de El faro de Guereño-, son recurrentes las alusiones al estatuto problemático de la percepción y del mundo exterior: casi no se describen o refieren objetos ni acciones separados de su observador (el sujeto del objeto). -Pero a la vez los poemas están atravesados por otros textos, los incorporan, son procesamientos de ideas y lecturas que apuntan a un lector especializado y que a veces, incluso, están diciendo a qué tipo de valores poéticos adscriben. ¿Cómo se compadecen la erudición y la atracción hacia lo vulgar, la extremada conciencia de la escritura y la composición poética como registro de una mirada? -En efecto, ciertos procedimientos intertextuales, que revelarían una cultura alta, se compaginan con cierta predilección por un lenguaje y asuntos no elevados; yo diría que esa mezcla se dio muy naturalmente en el marco de un proceso biográfico que insumió dosis parejas de estudio, lectura placentera, trabajo asalariado y contratado, ocio programático y vida cotidiana en compañía de otros sujetos pertenecientes a la misma clase media argentina. Por otro lado, con la tendencia realista del siglo XIX, los estilos y objetos de representación literaria dejaron de clasificarse en altos, medios y bajos, como prescribía la rueda de Virgilio; una carroña apestosa en la vía pública era para Baudelaire un objeto de representación tan serio como la esencia divina del amor. Si un verso de Calderón, de Trakl o de Villasandino, una imagen de Platón, la escena de un cuento de Borges, una letra de Pappo, un cuadro de Rembrandt, la leyenda de Lady Godiva, etc. dejaron alguna huella en un texto mío, no se dio a consecuencia de una decisión elitista -en el sentido de apuntar a la competencia del lector- sino de un régimen de vida con un alto consumo de bienes culturales. De todos modos, no hablaría nunca de erudición, y no por falsa humildad; mi formación fue y sigue siendo informal y bastante errática, obsesiva pero poco metódica, y mi biblioteca refleja menos el canon occidental que las mesas de saldo, las librerías de viejo y el trato con otros escritores. Si reordenara mi biblioteca por editoriales, para lo cual no veo razón, seguramente el Centro Editor de América Latina ocuparía más espacio que ninguna otra. Fluctúo, digamos, entre el conocimiento puntual y la divulgación, y cuando escribo o leo poesía debo ser lo suficientemente distraído, ingenuo y desprejuiciado como para percibir valor estético o meramente interés en un montón de elementos que convencionalmente estarían por debajo de la línea del “buen gusto”. Me remito una vez más a Rilke, carta de 1907: “He llegado a pensar que sin ese poema [“Una carroña”] toda la evolución hacia el lenguaje objetivo, que ahora creemos reconocer en Cézanne, no habría podido empezar nunca; era preciso que existiera, así de despiadado. Hizo falta que la mirada artística se atreviera a ver los seres existentes incluso en lo que tienen de terrible y en apariencia sólo repugnante, porque estos seres tienen valor tanto como todos los demás. Igual que no tiene libertad de elección, el espíritu creador tampoco tiene derecho a apartarse de ninguna cosa existente: con sólo que lo haga una vez, pierde su estado de gracia, y se hace culpable para siempre”. -Si El faro de Guereño forma parte de una serie rosarina, ¿cuáles serían los poetas que reconocés en el contexto de El guadal? Me parece ya que no se trataría tanto de Taborda y de Prieto como de los que empezaban a aparecer como los “poetas de los 90”. -Recién se empezó a hablar de poesía o poetas de los 90 faltando pocos años para terminar la década, y yo ese libro lo fui escribiendo entre el 89 y el 93, salvo un poema extemporáneo que está fechado en el Cementerio de Disidentes de Rosario en enero del 94, como si realmente lo hubiera escrito sentado en un banco de piedra a la sombra de un álamo: In memory of JaneEl aire que baja de los enebros en la sombra esparciendo encajes de luz cuando chasquean tus tres últimas pisadas en la senda que termina junto al muro. El corazón de Jane sigue latiendo entre dos losas cinco centímetros separadas habiendo elegido, para reencarnar, una colmena esta mañana en pleno dinamismo. Jane, beloved wife of Edward Granwell And widow of the late Peter Keller, tus obreras no me dejan acercar y hay palabras bajo el musgo que de lejos no se entienden. Más bien yo siento que El guadal continúa la serie rosarina, pero en el interior de ese despliegue de una poética más personal se dio por lo menos un doble movimiento: un envión naturalmente hacia adelante, tratando de zafar del programa restrictivo de ese período que declinaba y se fundía en otro, pero a la vez -y en la misma dirección- un repliegue hacia tópicos y metros de la tradición española hasta Vallejo (los tres: el de Los heraldos negros, el de Trilce y el de Poemas póstumos), poeta que marcó el primer estado de secundariedad importante en mi biografía literaria y el que me afilió a la tradición hispanoamericana con el rango más bajo, de epígono (Breton es el que habla, creo que en una entrevista radiofónica de los años 50, del “estado secundario” que le había deparado la lectura de Rimbaud: las visiones de la obra de Rimbaud interferían su visión directa del mundo, etc.) Mis poemas de Con uno basta, de los que únicamente cabe arrepentirme, trasuntan a nivel lexical y en sus tópicos, giros y entonaciones del repertorio de la liturgia y se engloban en algo que podría llamarse cristianismo existencial o existencialismo cristiano muy en la línea de Vallejo, con reminiscencias de Herrera y Reissig, Darío, Quevedo, San Juan de la Cruz, etc. En mis retóricos ejercicios vanguardo-conceptistas de Con uno basta hay duplas como “la contrición y la duda”, un poema llamado “Caritas”, “un cristo tirado a medio muerto”, alusiones a la triple negación de Pedro, la calavera de los santos ermitaños, Adán y Eva, el santo sepulcro y otras cosas que no cito para no seguir mortificándome. Pero a su vez hay atisbos de una mirada que pronostica la del autista que se fija en una lápida y memoriza la inscripción, aunque esté en idioma extranjero. Ejemplo: el sujeto de uno de uno de esos protopoemas interrumpe su discurso en verso para saltar a la prosa y quedarse “detenidamente encantado observando cómo en una plaza una hoja agostada golpea huecamente su enferma nuca desprendida contra el zapato de la estatua sordomuda”; si se lo traduce a términos de la experiencia sensorial, restándole toda su expresividad inadecuada -como empecé a hacer al año siguiente con todos mis poemas-, el enunciado queda más nítido: un actor que interrumpe la acción (el verso) para pasar a la condición de espectador inmóvil de una hoja seca que se suelta de la rama y cae a los pies de una estatua, seguramente en el Parque Alem. Volviendo a El guadal, durante el período 1989-1993 me hundí unos metros más en el Cancionero de Baena, San Juan de la Cruz, Garcilaso, los autores del Siglo de Oro y en general la lírica castellana y galaicoportuguesa, que trasunta cristianismo por todas sus letras; básicamente siguieron gravitando las opiniones de Taborda, Prieto y de mis compañeros del Diario, pero se agregaron a mis esfera de intercambio de ideas otros amigos como el pintor Emilio Torti, que acompañó el proceso de escritura y le dio una imagen adecuada a la tapa de El guadal; Arturo Carrera, con el que compartimos un taller de poesía; y Fabián Casas, en cierta manera mi contacto con una promoción de poetas inmediatamente posterior a la mía: José Villa, Daniel Durand, Laura Wittner, Eduardo Ainbinder, Rodolfo Edwards, Juan Desiderio, Mario Varela, Darío Rojo, etc. con los que tuve escaso trato directo, todos agrupados en torno a la revista 18 whiskys, en la que llegué a colaborar. Después vino otra promoción, con la que tuve más trato, la de Alejandro Rubio, Martín Gambarotta, Selva Dipasquale, Fernando Molle, Walter Cassara, Verónica Viola Fisher, etc. El intercambio con los poetas y amigos de la Capital sin duda fue un factor condicionante de las formas que iba adoptando ese tercer momento del despliegue de una poética personal, pero el lector in mente al que me dirigía en mi escena performática seguía siendo rosarino... En El faro de Guereño no hay, al menos conscientemente, ninguna cita, alusión o remitencia puntual al Viejo ni al Nuevo Testamento ni a la poesía mística española ni a la liturgia; mi nómina de restricciones -de corte materialista- era bastante explícita en este punto y no dio lugar a excepciones. El guadal por el contrario está lleno de alusiones de ascendencia judeocristiana, empezando por el primer poema que contiene una cita al Génesis (“sobre estas negras aguas drogadas/ ningún espíritu puede agitarse”) y siguiendo por el Libro de Job, los Salmos, San Juan de la Cruz, el Cantar de los Cantares, etc. En general, esto manifiesta menos una reorientación ideológica que un levantamiento de las medidas restrictivas y un posible ascenso en mi filiación en la poesía española e hispanoamericana hasta Vallejo, saturadas como dije de cultura cristiana. Y esto, me parece, tiene muy poco que ver con lo que más tarde se dio en llamar poesía de los 90, y por cierto tampoco tiene mucho que ver con Taborda, Prieto, Saccone, Vignoli y demás poetas rosarinos de los 80.[5] - A propósito de los poetas de los 90 has señalado que están “poco inclinados (...) a entablar con la historia literaria una relación orgánica y de largo alcance”. Esta es una característica en que tu poesía no se reconoce. Digo porque tus poemas aparecen a veces como una trama de lecturas heterogéneas -aunque no necesariamente literarias. Claro que esto es algo que se hace perceptible por tu decisión de publicar notas al final de El guadal. -En su ensayo sobre la poesía de los 80-90, Edgardo Dobry señala con acierto que el “Boceto Nº 2 para un... de la poesía argentina actual” (Punto de Vista N° 60, abril de 1998), que escribí en colaboración con Prieto, es al mismo tiempo una evaluación y un programa, o sea que le cabe la misma observación que puede hacerse tanto del artículo de D’Anna sobre la poesía rosarina de los 70 como de la descripción que hace Freidemberg del objetivismo. Por lo dicho hasta ahora en esta entrevista es obvio que no estoy cerrado pero que tampoco me abro del todo a la cultura pop y massmediática, por lo menos no en la medida en que lo hicieron gran parte de los poetas de la segunda mitad de los 90, en quienes no se aprecia un disposición especial a entablar vínculos directos con la tradición poética hispanoamericana anterior, digamos, a los 80. En ese ensayo decíamos: “A una típica y dilatada ligazón con el pasado literario, [los poetas del 90] prefieren una más bien corta, intensa, heterodoxa, no predeterminada, esporádica. Son poetas de la sincronía. Ya no pretenden tener, o no se conforman con tener, una conciencia acabada de la poesía universal, como los poetas de las generaciones anteriores” -en referencia a nosotros, los del 80. Por lo demás, mencionábamos algunos casos que contradecían ese análisis, como los del cordobés Silvio Mattoni y los bahienses Marcelo Díaz y Sergio Raimondi, autor de un libro como Poesía Civil (2001), de neto corte realista. -Además comienza a aparecer otro paisaje: el corralón de Bolívar y Uspallata, la Boca, el supermercado Makro (que supongo debe ser el que está sobre la autopista, lo veo cuando viajo a Buenos Aires). -No, es el supermercado que está del lado de Avellaneda cruzando el puente Victorino de la Plaza, y la iglesia a la que hace referencia el poema, “que se impone por altura y estilo a las barracas del sur”, es la Basílica del Sagrado Corazón, con su torre de campanario cuadrada a la que le saqué fotos con una Zenit rusa tan sólida y confiable como la construcción de la basílica, de un híbrido estilo Tudor y románico (supongo). De todos modos, El guadal sigue aludiendo a Rosario y zonas de influencia; además de “In memory of Jane”, hay un montón de poemas que remiten al paisaje rosarino y sursantafecino, como “Cerámica Verbano”, “8 de la mañana en el viaducto”, “En el campo de los Arocena”, “Predio elegido para plantar un bosque”, “En un chacra de Armstrong”, “El río Carcarañá” y “A unas ruinas junto al río Paraná”. Pero efectivamente se agregan muchas referencias concretas a Buenos Aires y su periferia: el puerto, el centro, la villa de Retiro, el Riachuelo, Barracas, Avellaneda, la Costanera Norte, una estación de subte, etc. Desde una perspectiva geográfica y demográfica, sin embargo, no cambia nada, el referente sigue siendo el frente fluvial-industrial del Paraná y el Río de la Plata, sólo que Buenos Aires se me presentaba como una recrudescencia de los aspectos que más se me imponían de Rosario (decadencia urbana, polución atmosférica, contrastes sociales, etc.). La nota más novedosa de El guadal respecto a El faro de Guereño y Quince poemas sería entonces el mayor grado de apertura a la realidad social, cosa que en parte se dio como evolución personal -levantamiento de una abstención posiblemente determinada por factores generacionales- y en parte como repercusión del contexto socioeconómico posterior a la hiperinflación, los saqueos, La Tablada y el catastrófico final de Alfonsín. Cuerpos de todos los tamaños por donde corre la misma sangreMil novecientos ochenta y nueve agujeros que hacen del rancho un colador para que el clima de las cuatro estaciones se suceda en concierto por el único ambiente sin necesidad de ventanas. Recién despierto, acodado en las mantas Lescano barre con la vista los cuerpos tendidos de la madre, la esposa, un cuñado, las hijas que son tres más los dos perros que, sin contar el loro, ascienden al número de ocho como víctimas de una masacre de la cual, en estado de ebriedad, él pudo haber sido el agente; pero no se acuerda de nada y el flequillo sobre los ojos le da un aspecto de pony tardíamente alfabetizado. La basura y la miseria en las calles rosarinas y porteñas me exigieron en ese momento una cuota mayor de naturalismo, con lo que el contexto social se hizo más explícito. Las figuras de villeros, lúmpenes, cirujas, reducidores y cartoneros aparecen en esos poemas con una carga de tremendismo que no tenían mis apáticos ladrilleros, pescadores y hortelanos del libro anterior; demás, el vocabulario que los designa (pardo, meteco, mataco, etc.) reproduce -sin enjuiciar- el desprecio y la actitud discriminatoria de la clase media de barrio: distorsión, más que reflejo, de tensiones y conflictos preexistentes en la sociedad. Viraje del realismo al expresionismo, etc. Notas de Daniel García Helder[1] Juan Guereño fue un inmigrante español que llegó al país en la primera década del XX y que, según la leyenda blanca del tesón, la ahorratividad y la rapidez para los negocios, llegó a amasar fortuna haciéndose de abajo. Como dato anecdótico, a fines de los 30 o principios de los 40, Evita hizo una publicidad gráfica para su producto más conocido, el pan de jabón Federal. Cuando Guereño murió, en 1961, las plantas fabriles de la empresa empleaban a más de mil personas en todo el país, procesaban 2.400 toneladas de sebo por mes y distribuían en el mercado cuatro mil toneladas de jabón. En el 92, como tantas otras empresas nacionales, fue absorbida por una multinacional; la planta de Villa Diego a la que hace referencia el poema sigue en actividad, pero con otra fisonomía y otra línea de productos. [2] En su ensayo “Poesía argentina de los años 70 y 80. La palabra a prueba” (“Cuadernos Hispanoamericanos” N° 517-9, septiembre 1993), dice Daniel Freidemberg, en relación a ese período: “Poemas que hablan de brillos a contraluz, siluetas entrevistas, muros, puertas que se abren o cierran, ruido de pasos, el rumor de la lluvia afuera. No hay casi menciones a la situación política del país ni reflexión sobre ella, pero algunos textos parecen dar cuenta de esa presencia insistente, a través de una colección de imágenes parciales o en escorzo hecha de campos minados, derrumbes, lugares donde hubo fiesta y ya no la hay, débiles lucecitas en lo oscuro, desperdicios, repentinos recuerdos que iluminan la atmósfera, mal olor. Como si se hubiera perdido la capacidad de imaginar, y hasta de ver con alguna nitidez. Podría detectarse, en buena parte de la poesía escrita en la frontera entre los 70 y los 80, el empeño en componer una mirada con restos o fragmentos y, con titubeos, silencios y cambios de tonos, una voz.” [3] Vale la pena citar este punto in extenso: “La división entre lenguaje poético ‘culto’ y ‘popular’ se ha resquebrajado hace ya muchas décadas en nuestro país. No obstante ello, son numerosos los autores que subordinan el segundo a la presencia tácita del primero, convirtiendo así a los poemas en ‘traducciones’ supuestamente vulgarizadas de contenidos más trascendentes. Por lo demás, siempre había un límite para el uso de los vocablos familiares, en el cual el poema necesitaba recurrir a un sinónimo ‘más lírico’. Esta poética está quedando cada vez más relegada en la poesía de Rosario. Debe destacarse además que los poetas más jóvenes mezclan el lenguaje coloquial con referentes fantásticos o mágicos, a la manera de muchas letras de canciones del rock argentino. Sus poemas connotan a menudo la traducción anglicista de las letras o de los títulos de letras de música beat. Probablemente esta postura no sea deliberada, sino que surja como consecuencia de utilizar el habla general de la generación”. [4] En septiembre de 1989 se desarrolló en Buenos Aires un encuentro de poesía con varias mesas de lectura y discusión; fue en una de ellas, “Barroco y neo-barroco”, de la que participaron Arturo Carrera, Freidemberg, Ricardo Ibarlucía, Darío Rojo y Samoilovich, donde se habló por primera vez de “objetivismo”. En esa mesa, que fue editada en el dossier “El estado de las cosas” en el número 14 del Diario (diciembre 1989), Darío Rojo arroja el término: “Yo creo que [el neobarroco] se contrapone con algo que es prácticamente simultáneo: el objetivismo; bueno, de alguna manera Samoilovich y Freidemberg son objetivistas a pesar de que ellos lo nieguen, como muchos neo-barrocos niegan ser neo-barrocos”. Transcribo una parte de la intervención de Samoilovich, donde acepta el término, pero con reparos: “No se puede pensar el arte como un envase cuya verdad y cuyo sentido están en su contenido. Más allá del éxito, de la fuerza de evidencia que esa metáfora tuvo, es hora de darse cuenta de que es sólo una metáfora, y posiblemente una no pertinente. Frente a la crisis de esa metáfora, la respuesta del barroco es una posible, no la única posible. Hay otras, como la que pasa por cierta detención ante las cosas y los sucesos, ante lo que Bruno Schulz llamaba ‘la consistencia mística’ de los materiales, especialmente de los materiales fuera de uso, ante la dificultad de ubicar un paisaje, una forma, un acontecimiento dentro de un discurso cualquiera. Esto debe ser lo que Rojo dice que yo no quiero decir y que sin embargo no tengo problema en decir: no me molesta que se hable de objetivismo, a condición de que me dejen poner un par de notas al pie: que objetivismo no se refiere a la presunción de traducir los objetos a palabras -tarea químicamente inverosímil-, sino al intento de crear con palabras artefactos que tengan la evidencia y la disponibilidad de los objetos”. Eso en cuanto a Samoilovich: el poeta al que más se identificó y el que más se identificó con el objetivismo; el que más se desveló -como poeta y crítico- por diferenciarlo de un realismo y un coloquialismo ingenuos; pero su poesía objetiva más que nada la condición subjetiva de la percepción y los límites del discurso, en cierto punto es una poesía más intelectual que objetivista, con mucho de conceptismo a lo barroco: puesta en escena de la conciencia de la artificialidad del poema, etc. Pero la poesía de Freidemberg, salvo ocasionalmente, tiene poco de objetiva; Rojo se equivocaba al sindicarlo de objetivista; leyendo su ensayo sobre la poesía de los 70 y 80 queda en claro que Freidemberg se identifica con el poscoloquialismo de los 70, que le correspondió generacionalmente. Sin embargo, Freidemberg sería el crítico que más historió y describió el objetivismo en tanto tendencia poética; sus juicios y análisis no se pretenden partidarios, pero sin quererlo adquieren el valor de un manifiesto, si bien no disimula los aspectos que considera criticables o le generan sospechas de las obras que atraviesa la corriente objetivista. En “Poesía argentina de los 70 y 80. La palabra a prueba” primero parafrasea la idea de Samoilovich de que el objetivismo sería como un efecto contemporáneo antagónico de la misma causa que habría dado el neobarroco: “Gran parte de la poesía más novedosa que se está escribiendo en la Argentina [se refiere a los autores neobarrocos] se respalda en una operación ideológica que se presenta como ‘transgresora’: revertir la valoración negativa de conceptos como ‘superficial’, ‘digresivo’, ‘intrascendente’, ‘indiferenciado’ o ‘superfluo’. Según el poeta Daniel Samoilovich, el neobarroco surge como respuesta a la crisis de la metáfora de profundidad: a esta altura de la modernidad o la posmodernidad, la ‘profundidad’ ha revelado no ser más que una metáfora, pero el neobarroco no es la única respuesta posible. Otra sería el ‘objetivismo’, que Samoilovich presenta con una frase de Felisberto Hernández: ‘algo que esté allí y que mirado por ciertos ojos se transforme en poesía’. El objetivismo, sin embargo, no concibe al texto como ‘superficie’ sino como un registro del interés hacia las superficies de los objetos o del paisaje. El término remite tanto a ‘objeto’ como a ‘objetividad’: cierta neutralidad en el tono, cierta ausencia de juicios, por un lado, y por el otro el enigma y la inaccesibilidad de las cosas, o bien las operaciones de una inteligencia y una sensibilidad desafiadas por lo que se presenta ante sus ojos”. Y más adelante: “No casualmente, una novedad que aporta el ‘objetivismo’ es la apuesta a obtener significación poética sin violentar los códigos de uso general, o al menos a considerarlos un desafío. No creer ingenuamente en la transparencia o la comunicatividad del lenguaje no constituye, en este sentido, un impedimento sino una incitación, y si también es cierto que la palabra ha revelado su insuficiencia para captar lo real, el objetivismo supone que igualmente puede intentarlo o reflexionar sobre estos intentos. A diferencia de ‘lo maravilloso cotidiano’ de los años 60, ‘vale decir, de lo cotidiano forzado a rendir su maravilla por una mirada encantada’, ahora se trata de atender a lo que se presenta ante la mirada, y esa presencia ‘deja el saldo de una pregunta, no un encantamiento o un descubrimiento’, escribió Samoilovich. Su tercer libro, La ansiedad perfecta (1991), presenta un ir y venir de la mirada y del pensamiento en contrapunto con los objetos naturales y culturales. Un pensamiento que va a las cosas y rebota, y en ese rebote cobra entidad, se verifica, cuestionado por las cosas a la vez que las cuestiona.” Luego Freidemberg se impone un tono más crítico, que compensa con el reconocimiento de algunos méritos; en este párrafo aparezco yo, pero voló Taborda...: “Acaso el ‘objetivismo’ esté empezando a ocupar el lugar de un nuevo clasicismo, aburrido de viejos y nuevos desbordes. Probablemente pueda verse, en las diversas escrituras que de algún modo soportan el rótulo -Helder, Rafael Bielsa, Martín Prieto, además de Samoilovich- una opción por la alta vigilia intelectual y la precisión, a través de relatos o descripciones austeros y armónicos que remiten a una relación de inquietud hacia el mundo circundante, aun cuando no se crea mucho en él. De ahí también, sus diferencias y coincidencias con una nueva poesía urbana que surge en Buenos Aires, habida cuenta de la mirada ávida hacia la ciudad que tienden Juan Desiderio, Darío Rojo, Fabián Casas, José Villa, Daniel Durand, Rodolfo Edwards y Osvaldo Bossi, entre otros poetas, generalmente a través de un lenguaje directo pero atravesado por una actitud desilusionada y burlona, oscilante entre lo sentimental y lo cínico. Recuperando de algún modo el coloquialismo, impregnado ahora por la cultura del rock y por un aire de sordidez y contenida violencia, estos poetas son los primeros que, desde 1976, evidencian un interés similar al de los 60 -aunque ya no politizado- hacia ‘lo popular’, entendido como un espontáneo laboratorio colectivo que, en contacto con las necesidades concretas, resignifica y transforma la lengua, los usos, los saberes y las percepciones.” Años más tarde, en “Poesía argentina actual: del neobarroco al objetivismo” (Cuadernos Hispanoamericanos N° 588, junio de 1999), Edgardo Dobry sostuvo que esa nueva generación a la que se refería Freidemberg directamente reaccionó contra el neobarroco, así como los neobarrocos habrían reaccionado “contra el coloquialismo más o menos comprometido”, como dijo Roberto Echavarren en el prólogo de Trasplatinos (1991), citado por Dobry en alusión al movimiento pendular del relevo de generaciones. El párrafo de Dobry: “Los poetas nacidos durante los años 60 reaccionan visiblemente contra esa estética. Actitud decisiva, puesto que define una serie de opciones esenciales: la palabra recupera su significado directo, denotativo; el poema su referencia a la realidad, el poeta su voluntad de pertenencia a una comunidad (nacional, y por lo tanto lingüística) a la que, al menos en principio, su escritura se dirige. Claros ecos de la poesía coloquialista y ‘comprometida’ de los años sesenta y setenta, por supuesto rechazada por los neobarrocos, reaparecen en los poetas de los noventa, aunque ahora el apego a las cosas no suponga un compromiso histórico, sino un inmenso desdén por la ‘carnalidad’ de las palabras que las separan de nosotros. Lo que destaca es más bien una mirada del paisaje urbano de Rosario o de Buenos Aires”. Personalmente, creo que mis primeros poemas, como los de Prieto, Taborda, Bielsa y Samoilovich, los de Vignoli, Saccone, etc. tienen escaso o nulo contenido de reacción antibarroca; cuando escribí mi artículo sobre el neobarroco a principios del 87 ya tenía bastante definidos mis gustos y mis afinidades estéticas, y si reaccionaban contra algo era contra el lirismo adocenado, el coloquialismo utópico y el de la derrota, la efusión sentimental, el malditismo y el orfismo, lo real maravilloso, el tango, etc. Por lo demás, libros de autores considerados neobarrocos, como Austria-Hungría (1980) de Néstor Perlongher y Arturo y yo (1984) de Arturo Carrera, no sólo nos resultaban completamente legibles a mí y a Prieto sino a la mayoría de los poetas rosarinos y porteños nacidos en los 60, como el propio Dobry. Fin de semejante bizantinismo. [5] Restringiéndome al campo de la poesía, y hasta donde es posible separar mi primer libro del segundo, yo diría que el contexto de El faro de Guereño había estado conformado por Tendré que volver cerca de las tres (1983) y Espejo negro (1988) de Bielsa, El mago y otros poemas (1984) de Samoilovich, Animaciones suspendidas (1986) de Carrera, Diario en la crisis (1986) de Freidemberg, Imperio de la luna (1987) de Fondebrider, Paisaje con autor (1988) de Aulicino, Reconstrucción del hecho (1988) de Edgardo Russo, La ciencia ficción (inédito) de Taborda, Verde y blanco (1988) de Prieto, Madam (1989) de Mirta Rosenberg y Tuca (1990) de Fabián Casas, además de los primeros poemas de Gabriela Saccone, Beatriz Vignoli, Daniel Durand, José Villa y Sergio Raimondi publicados en los primeros quince números del Diario, antes de que arrancara la década del 90. Por su parte el contexto de El guadal lo formarían Cerro Wenceslao (1991) y Explendor (1994) de Bielsa, La ansiedad perfecta (1991) de Samoilovich, 40 watt de Taborda (1993), Standards (1993) de Fondebrider, La banda oscura de Alejandro (1994) de Carrera, Teoría sentimental (1994) de Rosenberg, Hombres en un restaurante (1994) de Aulicino, tus libros Las vueltas del camino (1992) y Al fuego (1994), El grano del invierno (1994) de Pablo Chacón, La música antes de Prieto (1995), Amor a Roma (1995) de C. E. Feiling, El salmón (1996) de Casas, Medio cumpleaños de Saccone (que aunque recién se haya publicado en el 2000 básicamente corresponde a esos años) y los primeros poemas de Alejandro Rubio, publicados en el número 27 del Diario (julio de 1993). En todo caso, con algunos textos precursores como La zanjita (Diario de Poesía N° 28, 1993) de Juan Desiderio, Segovia (18 whiskys N° 3/4, 1993) de Daniel Durand y la novela DAF de Beatriz Vignoli (aparecida a modo de folletín entre 1992 y 1995 en la contratapa de Rosario/12), la denominada poesía de los 90 -o al menos una de sus vertientes principales- empieza en 1996, con la publicación de Punctum, de Martín Gambarotta (anticipado en marzo del 95 en el número 33 del Diario).Читать дальше
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