—¡Calle esos ojos!
—¿No que saben a pollo?
—¡No!
—Los conejos se quedan.
Moretti se hunde en el sillón. Sintiendo el pulso en los oídos, agacha la mirada y advierte los pies de Medrano cruzados bajo el escritorio, las falanges cubiertas de remolinos hirsutos, negrísimos. La consideración de lo que se avecina estremece al mago: una vida sin carpas, rancheras ni conejos —¿guiñapos, gazpachos?—. Sin remolque donde dormir y pegar recortes, expandir el collage que empezó a componer, por influjo del fundador, a partir de textos que no podía descifrar y fotografías con cuya idea fantaseó durante años, la idea de que llegaría a conocer esos destinos, de que una madrugada el Maché levaría anclas y se iría de viaje como el circo que era, así supiera que jamás ocurriría. Y por dentro se alegraba, pues antes había naufragado en ese allá intolerante con los faltos de acción y de ambición, un allá al que no quería regresar, de asfaltos hollinados, letras neón y rostros indiferentes, de jornadas que lo habían sorprendido ojeando maniquíes en los escaparates de las tiendas, merodeando panaderías o sentado en algún parque, exhausto de tanto vagar y tanto entender mal.
El director se calza las pantuflas.
—Ladrón —dice con sorna.
—¿Dónde? —El mago alza la cara, desorientado.
—Podrías devolverte a ladrón. Mi padre me lo dijo, lo que eras, de dónde te sacó.
—Soy mago, no atracador.
—Atracador no. Ladrón. Lo tuyo no es la intimidación, y tampoco es que te sobre creatividad para el timo. Lo que tienes es la muñeca suelta, de carterista. Ya sabes, aprovechar descuidos para…
El timbre del teléfono corta la mofa. A la tercera llamada, Medrano levanta el auricular.
—Puedes retirarte —dice en voz baja, aunque lo bastante clara para que puedan oírlo al otro lado de la línea.
Moretti adelanta el cuerpo. Pretende arrodillarse, pedir perdón por la infracción, cualquiera que haya sido, pero el director ya le muestra la espalda.
—¿Aló? Sí, ¿cómo le va? Me aleg... Ajá, ajá, sí. Pues justo iba a… ¿Me permite un momento? —y, gritando por encima del hombro—: ¡Bueno, bueno, derechito para el remolque!
Las campanas de las iglesias esparcidas por el barrio largan sus furibundas citaciones a misa de diez, y durante medio minuto, lo que emplea el mago en alcanzar la puerta, montan firme competencia a los martilleos que provienen de las zonas en construcción. Moretti oye que el director pronuncia su nombre y se da la vuelta, pero este sigue de espaldas, entretenido con el cable telefónico. El mago permanece allí, resignado a la distancia, hasta que sus ojos se clavan en la nueva rueda de sol, a la deriva sobre el escritorio. No piensa. Solo levanta el brazo, contiene la respiración y, aguantando los ramalazos en el cráneo, crispa los dedos de la mano.
Cuando sale a la mañana, está temblando. Sus mechones gotean y ve migajas brillantes cayendo por todas partes, como lluvia de escarcha. Una efervescencia que lo inhabilita para discernir si lo que crece dentro de él es júbilo o abatimiento, si debe emprender la subida hacia su remolque o los cien metros que lo separan de los baños colectivos, pero que lo mueve a desabotonarse el pantalón para relajar la barriga, cansada de apreturas, y a hacer lo que siente que tiene que hacer.
Una venia.
Instantes después, un abundante chorro de vómito lo pone a lagrimear.
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