Javier Tibaquirá Pinto - El signo del adiós

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Novela ganadora de la
PRIMERA CONVOCATORIA DE NOVELA INÉDITA Ópera Pr1ma de Panamericana Editorial. Los jurados, Conrado Zuluaga (Escritor y editor), Antonio Orlando Rodríguez (Premio Alfaguara de Novela 2008) y Carlos Sánchez Lozano (Crítico y profesor), la eligieron por unanimidad, destacándola por su agilidad narrativa y como una voz propia dentro de la narrativa actual......La novela recrea el nacimiento y el ocaso del Maché, un circo no itinerante, situado a las afueras de un barrio de invasión. Algunos de sus intérpretes han ocupado el circo desde su fundación y presenciado los momentos coyunturales de ese proyecto a todas luces fallido. Bajo las carpas del Maché, sin ceremonia alguna, los personajes asisten a una función aciaga: la conciencia inequívoca del paso del tiempo.

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Ambos, el mago y el hombre orquesta, han bebido la misma cantidad de vino, pero Moretti luce más descompuesto, probablemente porque ha estado encadenando un cigarrillo tras otro. A ese ritmo es como si cada trago tuviera el doble de efecto en su cuerpo, incapaz de campear la borrachera igual que antes.

—Caramba —dice don Bornet, destapando la última botella—. Urge aprovisionarnos mañana, después de la función.

—A ese coso no le caben grietas. —El mago se arrebuja en su poncho—. Parece que fuera a romperse.

—Parece, pero no —corrige don Bornet, llenándole el vaso—. Pásele la mano.

—Ni que fuera perro.

—Ande, no sea remolón.

Moretti forma una mueca de extrañeza. ¿De dónde saca don Bornet esas palabras? Se recompone en la silla, cierra un ojo para enfocar mejor el estuche —el hombre orquesta se lo ha acercado con el pie— y posa el dedo sobre la base. Al sentir la madera, tersa, desliza el dedo a lo largo de la tapa, confortado ya, sin el recelo natural de las astillas, hasta que engarza el aza.

—Cutis de porcelana —presume don Bornet, sentándose en la jaula de la constrictora.

—¿Cómo es que…? —El mago calibra el peso.

—Dos veces al año le aplico lija y aceite. Y en las noches le leo poemas para que no afloje.

Entrechocan vasos, animados por el vino, y contemplan el remate de la tarde. Para poder vigilar mejor el portón y beber sin ser vistos, se han instalado detrás de los toneles apilados junto al remolque de Moretti, en lo más alto del sendero en pendiente que parte el Maché en dos: a la izquierda, la zona de remolques —excepto el de la Dirección, convenientemente estacionado cerca de la taquilla—; a la derecha, la porción plana del lote, donde están las carpas. Detrás se alza el pastizal, justo a los pies de uno de los cerros que marcan el fin de la ciudad. Y al frente, en riguroso descenso, el barrio, un laberinto de casas levantadas con ladrillo, madera y zinc, calles fracturadas, postes claveteados de monedas y tenis enredados en los cables eléctricos, a cuyo inventario de dolencias se ha añadido una plaga de retroexcavadoras que de un tiempo acá no paran de hincar sus cucharas en el suelo, anunciando progreso. En los días dorados, esta era la hora en que los animales salvajes empezaban a alternar sus rumores; el más imponente, el de los leones: una advertencia rastrera que ponía la piel de gallina. Don Bornet asegura, basándose en el oído absoluto que dice tener, que el apodo del domador no se inspiró en el color de su pelo sino en la puja del león —“ru-fo”, “ru-fo”—, lo que él nunca ha admitido ni desmentido.

—¿Se acuerda de la elefanta que descorchaba botellas? —pregunta Moretti, encendiendo un cigarrillo—. ¿Cómo era que se llamaba?

—Almera, Almira… —Don Bornet repara en las uñas del mago—. Almendra. Sí, Almendra. Linda como ninguna. Cuatro toneladas de terquedad y glotonería. Se zampaba lo que le pusieran delante, esa fue su perdición. ¿Cuántos se ha fumado?

—¿Muchos?

—Demasiados, compañero.

Moretti muerde el extremo del cigarrillo, tuerce los labios para alejar el humo de los ojos y sirve otra ronda. Por su parte, el hombre orquesta saca los sándwiches que trajo de la Dirección hace un rato. No puede evitar pensar en la carpeta de documentos que le enseñó la capitana antes de reñirlo por ponerse a beber.

—¿Atacamos?

—No, don. Yo no tomo cuando como.

—No come cuando toma.

—Eso.

—Mire que más tarde vamos a pasar de rojo a amarillo, y mezclar licores con el estómago vacío…

—¿A qué hora llegan los doctores?

—No demoran.

—Pues yo con una ranchera tengo.

—Sí, y que nos agarren cantando. Y por cantando, digo escanciando.

—¿Y entonces para qué el violín?

—Medrano pidió acompañamientos.

El mago le alcanza el vaso.

—Si no hay voluntad… —refunfuña.

—...no hay voluntad —completa don Bornet, forzando una sonrisa.

Cuando lo conoció, durante las audiciones que el fundador llevó a cabo para seleccionar el primer elenco del Maché, don Bornet simpatizó de inmediato con Moretti. Repasaba en las maneras nerviosas del prestidigitador fofo las maneras de su juventud, cuando no era músico ni pensaba serlo y había tenido que trabajar en lo que fuera para no morirse de hambre. De niño había vivido en un poblado cañero al occidente del país, entre el calor, el arado y las contiendas políticas de sus mayores. Allí habría seguido si no hubiera desarrollado una afición por los dados que lo llevó a empeñar hasta lo que no era suyo y, finalmente, a huir del poblado dejando tras de sí a su familia, unos pocos amigos y numerosos enemigos, putas y chulos incluidos.

De esos años don Bornet había conservado dos cosas: el gusto por los prostíbulos y la tendencia a mentir.

Por eso no le ha contado a Moretti gran parte de su pasado. Cómo recaló en el Maché, por ejemplo, es una historia hecha de otras que falseó desde el inicio, desde aquel día en que los dos se pusieron a conversar mientras esperaban turno de audición. A don Bornet se le ocurrió apropiarse de una biografía que había oído en la radio, la de un comerciante que, tras recorrer el país curtiendo el temperamento de menudeos y pleitos, había hallado en la música una razón para echar raíces. No anticipaba que el fundador iba a admitirlos a ambos ni que más adelante, ya instalados en el circo, Moret­ti se acordaría del relato y le pediría extenderlo. En su brega por corresponder a la admiración del mago, que no paraba de hacerle preguntas sobre su vida aventurera, don Bornet recurrió a la adaptación de radionovelas que escuchaba a hurtadillas, o de libros que sacaba en préstamo de la primera escuela del barrio, que por esa época estimaba al circo. A la larga se autoproclamó el artista más ilustrado de la compañía y, por ende, mentor de Moretti, en quien percibía un filón de insensatez, el defecto que en diversas ocasiones, reales e inventadas, había cambiado el rumbo de su propia existencia. En suma, y es algo que jamás confesará, el aprecio que lo une al mago está compuesto por una dosis de nostalgia y otra, mayor, de lástima.

La constrictora se desenrosca, malhumorada. Al sentir los palpes de su lengua a través de la jaula, don Bornet brinca.

—¡Sooo!

—¿Tendrá hambre? —pregunta Moretti, aplastando su cigarrillo.

—El que sabe es Rufo. —El hombre orquesta se encoge de hombros—. Pero no seré yo quien le pregunte.

—¿Y hasta cuándo se la encargó?

—Hasta que acicale a los jamelgos. No podía cargar con ella hasta las cuadras porque los condenados le tienen ojeriza.

—¿Medrano mandó arreglar los caballos?

—Tres solamente, por cábala. Velada musical, prólogo hípico.

—Se está tomando sus molestias.

—¡Ja! Lo que quiere es ahorrarse unos pesos, el miserable.

El hombre orquesta desocupa la mitad de su vaso y cambia de postura sobre la cuadrícula de metal.

—Su intención es anegar a los doctores en whisky —prosigue tras sacudirse los rizos—. Una garrafa del caro y otra de ocasión, para cuando no puedan notar la diferencia. Y de no ser por Maya, no habría encargado lo de picar. Los billetes que encimó apenas alcanzaron para el queso, la mortadela y las frituras de bolsa. Galletas, salchichas y palomitas había. Lo demás, fiado como de costumbre.

—¿O sea que la cena no es una cena?

—¿Ve por qué nos vendría bien un sanduchito?

Don Bornet está a punto de beber cuando los lengüeteos de la constrictora lo alteran otra vez, haciéndolo derramar el vino. Furioso a causa del líquido que escurre por su antebrazo, desmonta y encara a la serpiente.

—Sosssiégate, sssierpe —la amonesta.

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