Javier Tibaquirá Pinto - El signo del adiós

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Novela ganadora de la
PRIMERA CONVOCATORIA DE NOVELA INÉDITA Ópera Pr1ma de Panamericana Editorial. Los jurados, Conrado Zuluaga (Escritor y editor), Antonio Orlando Rodríguez (Premio Alfaguara de Novela 2008) y Carlos Sánchez Lozano (Crítico y profesor), la eligieron por unanimidad, destacándola por su agilidad narrativa y como una voz propia dentro de la narrativa actual......La novela recrea el nacimiento y el ocaso del Maché, un circo no itinerante, situado a las afueras de un barrio de invasión. Algunos de sus intérpretes han ocupado el circo desde su fundación y presenciado los momentos coyunturales de ese proyecto a todas luces fallido. Bajo las carpas del Maché, sin ceremonia alguna, los personajes asisten a una función aciaga: la conciencia inequívoca del paso del tiempo.

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—Ojo con la nariz —lo previene Moretti—. Acuérdese que sabe morder.

—Basta, que no eres la única con apetencia. ¿Te gusta la mortadela? ¿Quieres un sanduchito? A que sí…

El mago retrocede sobre su vaso.

—Pero…

—¿Pero?

—¿Por qué Medrano les dio permiso a las gemelas y los leotardos?

—Porque mientras menos bocas, mejor.

—Yo tengo boca. Usted tiene boca. Y Atlas…

—Y Rufo, y Maya, y el Bambi y Alfajor. Sí, estoy por pensar que es un rasgo de la especie.

—¿No sobramos también? Si es por ahorrar…

—Lo que pasa es que Medrano necesitaba una mano con los preparativos. Iluminación, francachela, jabonado de boñigas, vigilancia…

—Aquí ya no se meten los ladrones, don. Vándalos nomás.

El hombre orquesta sonríe, esta vez con sinceridad, se agencia el paquete y saca un cigarrillo, su segundo de la tarde. Rasgando el fósforo, se pregunta si sería apropiado, ahora que Moretti atraviesa por la fase de la perspicacia etílica, decirle la verdad: que la cena es un montaje contra Medrano y los doctores. Que ni las gemelas ni los leotardos tienen velas en este entierro; tampoco los Bullaranga, aunque a ellos fue imposible convencerlos de que se tomaran el permiso. Pero ¿cómo explicarle que hay un complot? ¿Un complot en contra de otro complot, y que el acuerdo fue que él, aun siendo uno de los más perjudicados, no debía enterarse?

—Además, esa tropa nos podría convertir la noche en una bacanal —prefiere apuntar—. Y bacanal buscarán, por su lado. Mi reino por saber en qué estado llegan al ensayo de mañana.

—¿Ensayo?

—¿No sabía? Hombre, eso le pasa por irse a mercar gazapos.

—¿Ga…?

—Conejos.

—¿Quiere verlos?

—Quiero bautizarlos. Pero primero lo primero. Avizor, que aviso: los doctores también van a venir a la función. Y eso no es lo peor. Lo peor es que Medrano quiere revivir la gran entrada.

—¿La vuelta al redondel? Si no hay con quién…

—Nos van a solfear a tomatazos. Escarnio puro y duro. ¿A usted le parece que se debe acometer una marcha no preparada en años, y sin banda?

—¿No?

—No. Los acompañamientos son los de siempre, con las florituras de siempre. Y cada uno de nosotros conoce sus sonsonetes, no hay por qué practicarlos. Pero la entrada es otra cosa. Exige pulimento, sincronización. Usted disculpe, pero ahí no hay un carajo que yo pueda hacer.

—Es-car…

—El que más protestó fue Rufo, porque no va a tener tiempo de alistar a los perros. Pero Medrano no se torció. Que, abro comillas, los perros pueden salir a marchar ya disfrazados para el primer acto, y que él retarda la transición cuanto sea necesario, por algo es el maestro de ceremonias. Una barbaridad. Tampoco aceptó cambiar el orden del programa, y eso que la capitana sugirió la moción.

Don Bornet pasea la mirada por los techos sucios del barrio. Aunque no supieran nada del complot, ¿había que permitir que Medrano les diera la noche libre a las gemelas y los leotardos? Porque, en lo que a él se refiere, los acordes le suenan más limpios cuando ha bebido; la resaca lo dota de una sensibilidad especial. Pero esos cinco, con los saltos y balanceos que han de dar… El alcohol no opera del mismo modo en un músico que en un acróbata o un trapecista, que podrá ser inmune al ridículo, pero no a una caída de quince metros.

—No cerré comillas —se reprocha.

—Ojalá los doctores nos ayuden —suspira el mago, desgarrando el paquete en busca del enésimo cigarrillo.

El hombre orquesta no da crédito a lo que oye. ¿Cómo es posible que Moretti no se huela nada, si gracias a lo que vio hace una semana Atlas y don Bornet ataron cabos y, tras implicar a Maya, chapucearon un plan —buscar pruebas en la Dirección, inventarse una “cena”— para desenmascarar a Medrano y los doctores? ¿Cómo es posible? No hace falta más que examinar el barrio, con sus calles invadidas por mezcladoras, estanques de hormigón, varillas corrugadas y pilas de ladrillos, para entender: el circo no vale el ala de una mosca, pero el terreno sobre el que yace es una mina de oro. Los doctores no son inversionistas, son compradores. No les interesa revitalizar el show sino hacerse al lote, desbrozarlo de remolques, carpas, animales y cirqueros, y echar cimientos. Increíble. La extraordinaria credulidad del mago, que le impide percatarse de la situación, contrasta con la agudeza que lo caracteriza al principio de la borrachera. Porque este hombre, tan alejado de las personas y a la vez tan dependiente de sus palabras, de lo poco o mucho que pueda obtener de ellas, es también capaz de breves momentos de claridad. ¿Acaso necesita una explicación artificiosa y descabellada para entender? Qué tipo ajeno, Moretti. Su presencia en este circo de cartón resulta tan inverosímil como las historias en que adora depositar su inagotable simpleza.

Don Bornet expulsa un último nubarrón de humo. En la cumbre de la carpa principal, los banderines ondean contra un cielo frío que se va llenando de puntitos. Cuenta los banderines: trece, como los actos del programa, el diámetro del redondel y las filas en cada gradería. Como las personas que malviven en este circo mediocre. Y es ahora, mientras termina su vino, cuando le viene a la memoria una noticia que oyó en la radio no hace mucho, y decide expiar el enfado con una nueva invención.

Coloca el vaso sobre el estuche. Arrastra la jaula, atento a los movimientos de la constrictora, y se sienta frente a Moretti apoyando los codos en las rodillas. Después cruza los dedos dramáticamente y dice, a media voz:

—Compañero, ¿usted sabe qué es un Stradivarius?

3

Medrano sigue sin despegar los labios, y el mago va a reventar. A la pesadez y el dolor de cabeza, que empeoró la visita de Maya, se sumó una terrible taquicardia. Moretti se pica el pecho, infla las mejillas, trenza las piernas, araña los brazos repujados del sillón. Detrás del escritorio, cuyo tamaño dificulta el uso de la cocineta y el tendido de la cama, el director sigue en lo suyo. Al fondo, la colección de carteles promocionales —litografías de artistas con las proporciones abultadas y fieras haciendo gala de emociones humanas— que dejó de encargar cuando redujo por segunda vez la plantilla, y que Moret­ti, en su afán de distraer el cuerpo, se pone a estudiar.

De tanto en tanto baja la mirada.

Como la capitana, Medrano luce hoy más gastado de lo normal. En su caso provocan dicha impresión las pantuflas, una suerte de postura de filatélico —encorvado sobre el escritorio, la nariz a centímetros de la superficie lacada— y los bifocales, que rara vez usa en público. Cejijunto, manipula unas pinzas diminutas y somete a examen discos de algún tipo, lentejuelas o botones, dispuestos en cinco servilletas.

Por fin los ojos del mago se encuentran con los del director, que forma un gesto despectivo.

—Mira nada más.

Moretti intenta cubrirse el chichón, pero los mechones no dan para tanto.

—Te mandé llamar hace media hora —dice Medrano.

—Estaba preparando el desayuno de los conejos —improvisa el mago.

—Ah, los conejos. Ya nos ocuparemos de ellos.

El director se despoja de los bifocales.

—¿Reconoces lo que hay aquí? —pregunta, dando una fina estocada de pinza al escritorio.

—No.

—Mira bien.

—No, señor.

—¡Haz el deber de pensar! ¡Y deja de rascar el sillón!

Alarmado, el mago echa otro vistazo a las servilletas. Los discos son en realidad ruedecitas dentadas. El primer grupo está compuesto por un trío de coronas, la más grande de las cuales tiene aspecto de tambor, amén de una lámina enrollada. El segundo, por una pieza que semeja una T, un timón de triple cabrilla y otra lámina en forma de espiral. En la tercera servilleta conviven cuatro ruedecitas tipo carreta, ordenadas de mayor a menor; a pesar de ser la más pequeña del conjunto, la última llama la atención de Moretti por sus dientes sinuosos, un poco más largos que los de las demás. Pero hasta acá nada le resulta familiar. Únicamente cuando llega a la rodaja numerada, la aureola de vidrio y las agujas de la cuarta servilleta, lo invade una certeza infrecuente, y ya no necesita saltar a la multitud de tornillos y piñones que se agolpan en el centro de la quinta.

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