La misma lógica rige las anotaciones que Larrea escribió en el exilio mexicano entre 1940 y 1947, que Gabriele Morelli ha recuperado y transcrito en este libro. Se trata de un período esencial en la trayectoria vital y en la creación de Larrea. El poeta arribó a México en noviembre de 1939 y abandonó el país rumbo a Nueva York, becado por la Fundación Guggenheim, en octubre de 1949. Durante esa década fue responsable de dos revistas, la España Peregrina de los exiliados españoles, que publicó nueve números entre febrero y octubre de 1940, y Cuadernos Americanos, que salió a la luz por vez primera en enero de 1942. Y dio a la imprenta dos libros, Rendición de espíritu (1943) y El surrealismo entre viejo y nuevo mundo (1944), así como numerosos artículos. Fue una época en la que, por su participación en la Junta de Cultura Española primero y en las citadas revistas después, adquirió perfiles de personaje público y de figura relevante del mundo cultural.
Esto no obstó, sin embargo, para que fueran tiempos de apreturas económicas. Los Larrea, como otras familias exiliadas, tuvieron dificultades para ganarse el sustento en el país de acogida, hasta que Guite, la mujer del poeta, consiguió trabajo en la recién establecida Librería Francesa de México D. F., a lo que alude la anotación de 25 de mayo de 1944. Tampoco impidió que Larrea se sintiera, en lo que le importaba, su convicción profética, completamente solo.
Articulan las notas, como fue habitual en la escritura más personal de Larrea, las ideaciones con las que eleva lo sucedido a profecía, a promesa de un futuro resplandeciente. Dichas ideaciones son de ordinario la condición para que un hecho o un día merezcan escritura. Es por eso que este peculiar Diario contiene a la postre contadas noticias personales. Atiende al acontecer menor, al vivir concreto y cotidiano del poeta, de los suyos y de quienes los rodean, sólo en cuanto se presta a la interpretación.
Por lo mismo, estos textos presuponen la existencia de otros en los que sólo quedó anotado el dato o el detalle con su fecha. Esa escritura de agenda ofrece al poeta precisiones a las que acude en escritos en los que debe rememorar su participación personal en hechos concretos. A dichas notas de agenda alude Larrea en alguno de sus textos de tal índole. Las entradas de su dietario mexicano, lo mismo que antes las de Orbe, son en cambio esencialmente interpretativas. No se preocupan de contar lo sucedido, sino de comprenderlo.
Claro que el rigor de la exégesis requiere precisión, exactitud en el dato. Así, Larrea se preocupa de comprobar, de cotejar notas de agenda, cartas u otros documentos escritos y fotográficos. En una carta de 24 de agosto de 1974 a David Bary, que preparaba su biografía, Larrea justifica las numerosas precisiones que había añadido al original con el fin de «ganar en exactitud, de la que soy fanático». Porque el dato exacto proporciona una base sólida sobre la que articular la visión de la verdad oculta. Esta lo exige.
Dicho predominio de la interpretación de lo sucedido sobre el hecho mismo en su desnudez factual tiene como consecuencias formales en las anotaciones el tono a menudo divagatorio de la prosa; el uso reiterado de conceptos escritos con mayúscula inicial —Vida, Objeto, Amor de América…— y de términos como «fenómeno», «sentido», «coherencia»; el recurso a las interrogaciones retóricas, a la formulación de hipótesis, a la enumeración de argumentos. Larrea no cuenta sino por excepción; explica, argumenta, razona.
No son rasgos específicos de estos textos en forma de diario, pues los comparte toda su obra en prosa. Estuviera dedicada a la historia del cristianismo primitivo, a la arqueología precolombina, a la crítica del arte o la poesía contemporáneos, siempre conducía a las mismas convicciones de fondo, porque Larrea siempre descubre en las realizaciones humanas formas de expresarse de la Poesía que todo lo rige. Así, «The Vision of the Guernica», el ensayo sobre el mural de Picasso de cuya edición tratan las últimas anotaciones de 1947, descubre en él las consabidas previsiones de un nuevo mundo.
Cuando, ya en sus últimos años de vida, Larrea se propuso escribir su autobiografía, que tituló «Veredicto», quiso, del mismo modo, «referir las conexiones complejas y significativas que han venido entretejiéndose en el curso de mi experiencia». Para emprender su relato, acudió a los hechos y las interpretaciones que había referido en sus anotaciones de julio de 1944. Y citó y glosó extensamente dichas anotaciones.
Porque su Diario, en definitiva, está formalizado como una primera exégesis de lo real vivido, como una comprobación inmediata, al calor aún de los hechos recientes, de la capacidad para generar sentido de su perspectiva poética sobre la realidad. Cuando, en la entrada de 7 de enero de 1944, Larrea describe estas notas como una «crónica circunstanciada» que ha vuelto a escribir tras unos años, explica que su materia son las convicciones y su capacidad generadora de un nuevo mundo; se trata, en suma, de una crónica intelectual y no de un relato de vida.
Tal es la razón por la que, cuando aborda la lectura de los diarios personales de Larrea, el lector ingresa en una atmósfera enrarecida de naturaleza similar a la de sus obras publicadas, de optimismo a ultranza, de ideaciones y abstracciones entre las que hasta se pierde de vista, como entre nieblas, la vida concreta, la de aquel poeta español exiliado con su mujer y sus dos hijos y acogido en la tierra generosa pero difícil de México.
Sin embargo, no faltan en estas páginas datos personales concretos ni detalles significativos acerca de lo que Larrea vivió durante sus años mexicanos. Sus anotaciones hablan de enfermedades en la familia, de disgustos y soledades que empiezan a ser perennes, a pesar de la buena situación que ocupaba en el mundillo cultural de la capital azteca.
La mayoría de las entradas están datadas entre octubre de 1943 y enero de 1944, período que sigue a la publicación en las ediciones de Cuadernos Americanos de los dos tomos de Rendición de espíritu, que salieron de imprenta en mayo y julio de 1943. Larrea se refiere una y otra vez a la obra como «mi libro». Cumplida la tarea que lo arrebató durante los primeros años de exilio, la de transformar el meollo de las anotaciones de Orbe en un libro impreso que exponía febrilmente su sistema, Larrea se dice atrapado por la angustia, «una angustia que —según escribe el 7 de enero de 1944— sólo encuentra lenitivo proyectándose en la escritura». De ese modo de afrontar la angustia espera el poeta nuevas transformaciones radicales en la comprensión de la realidad y en la acción sobre ella. A dicha angustia acompañan las hemorragias intestinales a las que repetidamente se refieren sus notas, así como otras molestias y sinsabores.
En la actividad cultural, Larrea se ve solo y va aceptando que la soledad es inherente a sus convicciones. Pues no tiene mucho sentido que quien escribe, el 18 de julio de 1941, que «sólo por el camino de lo que el común sentir considera locura se puede llegar eficazmente a la conciencia» convoque a notables filósofos para debatir sobre el alcance de sus proposiciones. Como es natural, el único resultado posible del encuentro es que se nieguen a compartir la locura y que lo confirmen en el aislamiento de sus certidumbres. Sólo el profeta ve y comprende la profecía.
Con todo, es la crónica familiar que sólo asoma de vez en cuando en ellas la que acaso conforma más decisivamente la escritura de estas anotaciones. La primera, el 4 de abril de 1940, arranca refiriéndose a los problemas de salud de su mujer, Guite, operada de un fibroma. Como no podía ser menos, Larrea supone que en ese momento comienza para ellos una nueva vida. Un año después, en abril de 1941, su hijo Juan Jaime padece una meningitis que Larrea interpreta de nuevo como trance obligado en un proceso de renovación y superación imparable. Las enfermedades propias y las de los suyos no son sino una especie de signos de puntuación en el mensaje que la Realidad enuncia incansable para él.
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