Todas mis enfermedades se han hallado como subordinadas a la conciencia, hasta el punto de que llegado el momento en que salta la chispa de la comprensión la enfermedad cede si no desaparece. Esto es, ocurre lo mismo que afirma el psicoanálisis. Comprendido el nudo psíquico, la neurosis desaparece. Más aún: desde mi punto de vista resulta evidente que el proceso de mi gran enfermedad de antaño hasta la operación, y el de su larga convalecencia y reabsorción morbosa, han estado en franca y directa relación con las vicisitudes de mi adquisición de conciencia, y en particular con la redacción de mi libro. Podría decirse que todo se hallaba condicionado por la realidad evolutiva.
Aparte del tema de la guerra civil —metáfora apocalíptica de las heridas del pueblo español en que se refleja la figura del Cristo crucificado—, el conflicto mundial y algunas breves notas sobre la ideología comunista y nazi, la mirada retrospectiva de Larrea, que antes afrontaba variados aspectos de la historia, la política, la economía, etc., se anula frente al impulso regenerativo que el poeta vive y experimenta en tierra americana. De la actitud estática y pesimista anterior pasamos a una situación que enarbola el imperativo de la mutación y el dinamismo positivo. El 3 de junio de 1941, leemos: «Ha llegado, pues, la hora de despertar, de dar paso a la voluntad activa […]. Amor e inteligencia imaginativa serán el armazón de la vida diaria, avión lanzado hacia el porvenir por la atmósfera del destiempo. No olvidar. Constante voluntad de movimiento». Se invoca un dinamismo ascendente o mejor trascendente, cercano a la estructura del universo y que refleja «un mundo de realidades ideológicas» (16 de junio). Larrea ve en la presencia de la realidad exterior, en su configuración y ciclo temporal, un orden profundo dominado por el amor.
Por este motivo advierte la necesidad de pasar de la imagen plástica a la interior, siguiendo un proceso de integración entre la realidad subjetiva y la colectiva para llegar al «supremo Objeto», a la «Voluntad Objetiva». En esto no sorprende el uso enfático de la mayúscula para designar todo lo que se eleva como veta espiritual. Se trata de categorías mentales donde la experiencia personal comparte el terreno de lo simbólico y anímico. Gracias a la indiscutible fuerza de su visión, que se opone a la razón y a la fantasía, todo lo que el poeta observa es un evento extraordinario, ya preconizado en las fuentes sagradas de la Biblia, el Apocalipsis, la patrología, la literatura eclesiástica y, en general, siempre esperado en la amplia cultura mesiánica de Larrea, donde se impone la tesis de la suplantación del mito del mártir heterodoxo Prisciliano con el apóstol Santiago.
Restringido el campo de la observación a los hechos que rodean a la persona y a la familia, el poeta se vuelca sobre sí mismo. El excursus de su autoanálisis es obsesivo y resalta el esfuerzo de evidenciar una realidad doméstica y asequible en clave metafísica. Sueños, premoniciones, numerología, enfermedades, restablecimientos, coincidencias, repeticiones de hechos, temas arquetípicos son asumidos e interpretados como mensajes de una voluntad superior. Así, por ejemplo, la presencia obsesiva del número 4 y sus múltiplos 44 y 444, asunto también de algunas páginas de Rendición de espíritu, es traída a colación en el episodio del regalo del anillo que le deja Alicia Ruhe, judía y revolucionaria, que muere suicida. La entrega del anillo se realiza, con nueve meses de retraso, el 4 de abril de 1944, lo que lleva a concluir que se trata de un mensaje cargado de significación simbólica, como nuestro autor comenta en esa fecha: «Y he aquí que del modo más inesperado, frente a la muerte, se me envía por una persona de raza [judía] en esa fecha extraña que sólo una vez se presenta en cada siglo: 4-4-44».
El clima adivinatorio y mesiánico que Larrea construye, bajo el impulso de su propia renovación espiritual, empapa de una atmósfera cargada de espiritualidad los hechos más nimios de su realidad doméstica, como la pérdida de la pluma estilográfica, que le lleva a dudar de su vocación literaria: «¿Habré perdido la escritura —se interroga el 22 de junio de 1941—, es decir, será este hecho sintomático de un cambio en mis actividades?». La inquietud, debida a la inmersión profunda en su ser, que aspira a la elevación, impregna toda la estructura narrativa del Diario, hecha de breves apuntes y otros más largos que forman una increíble amalgama en la que lo fisiológico y lo corporal se mezclan con lo especulativo, lo real con lo simbólico, lo subjetivo con lo universal.
El 11 de noviembre de 1943, tras algunas circunstancias favorables durante su estancia en Cuernavaca (en cuyo nombre Larrea encuentra una curiosa coincidencia y ecuación filológica con los cuernos de la luna —«luna de miel, luna de la Guadalupana = América»—), el poeta observa la conexión que existe «entre el cerebro, sede del ente pensante, y el aparato gástrico». Nada se le escapa a la lupa analítica que registra cualquier movimiento o ruido tanto del cuerpo como del alma, todo es expresión de la presencia del Amor, ya que sin su existencia, según declara la nota del 19 de enero de 1942, «vivir no merece la pena». Tampoco es suficiente percibir el Amor con el intelecto, insiste el poeta en la misma nota, sino que se requiere sentirlo físicamente, arder en él: «Porque la visión no excluye la existencia del tacto, ni la transparencia el calor de la luz del sol». Un deseo exasperado de conocimiento y reconocimiento alimenta la escritura del Diario, donde la aspiración a un modelo superior comprende la participación directa del ser, el cuerpo y el pensamiento. Sucesivamente, el 4 de octubre de 1943 afirma el poeta: «En mí el pensamiento no es pensado sino vivido».
Su autoanálisis no tiene sólo una finalidad diagnóstica y cognitiva, sino que es un instrumento concreto de participación de su ser: los dos, cuerpo y espíritu, buscan una razón universal portadora de grandes valores. A veces la lectura retrospectiva, en el esfuerzo de crear un conjunto orgánico de síntesis de un designio superior, recupera datos y experiencias precedentes que el poeta considera materiales preparatorios del destino regenerativo final. Vale el testimonio del hijo Juan Jaime, nacido en Francia, el cual, en cuanto llega a México con la familia, sufre en abril de 1941 una grave enfermedad (una encefalitis) de la cual se salva milagrosamente. Su salvación y presencia es para el poeta la «personificación […] del hombre nuevo, del más allá humano». La venida al mundo de Jaime, hijo de madre judía y padre católico, representa el triunfo de la síntesis judeocristiana, tema recurrente en la ensayística del autor. He aquí las palabras del poeta:
La promesa de Juan y Jacob, cristianismo-judaísmo, se renueva. Por estos días he comprendido también por qué este niño nació en Francia, de madre francesa, así como por qué yo escribí en francés, idioma en que la tradición más avanzada de Occidente manifestó su existencia. Ello viene a América a continuar su desarrollo en castellano después de sufrir una crisis de transformación cerebral.
En otra parte del Diario (16 de mayo de 1944), Larrea analiza por qué lo francés es fundamental en su vida: el estudio de la lengua francesa en el colegio, su uso en la escritura poética de vanguardia, la lectura asidua de los grandes poetas franceses (Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Apollinaire), su larga residencia en París, su mujer francesa, su hijo Jaime, nacido en Francia. Larrea llega a la conclusión de que el Nuevo Mundo necesitaba un trasplante de los valores germinados en Francia que él, de cultura francoespañola, lleva dentro, y que representan aún mejor sus hijos Jaime, nacido en Francia, y Luciana, nacida en América. En la cosmovisión larreana no hay duda y vacilación: todo es claro, todo estaba previsto. Cualquier hecho o contratiempo, cualquier enfermedad del poeta o sus familiares forman parte de un plan ordenado cuya finalidad es la nueva existencia en América.
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