Ana Iris Simón - Feria

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Feria es una oda salvaje a una España que ya no existe, que ya no es. La que cabía en la foto que llevaba su abuelo en la cartera con un gitano a un lado y al otro un Guardia Civil. Un relato deslenguado y directo de un tiempo no tan lejano en el que importaba más que los niños disfrutaran tirando petardos que el susto que se llevasen los perros. También es una advertencia de que la infancia rural, además de respirar aire puro, es conocer la ubicación del puticlub y reírse con el tonto del pueblo.Un repaso a las grietas de la modernidad en los ojos de quien no se traga el cuento de la lumpen-burguesía adorando a Camela y el reguetón, y poniéndose uñas encima de uñas. Pero, sobre todo, 
Feria es una invitación a volver a mirar lo sagrado del mundo: la tradición, la estirpe, el habla, el territorio. Y a no olvidar que lo único que nos sostiene es, al fin, la memoria. Eva Serrano- Editora

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Dos años antes del día de su boda la Rebeca y el Ratón habían tenido a la Coraima, que era la niña más bonita del mundo y que se llamaba así por un personaje de una telenovela que veían mi abuela y la Toñi. La Coraima iba siempre muy repeinada y oliendo mucho a Nenuco y casi nunca lloraba, y cuando me enteré de que la Rebeca y el Ratón se iban a casar me dio mucha envidia que pudiera ir a la boda de sus padres porque una de mis cintas favoritas era la de la boda de los míos. La veía casi tanto como la de El libro de la selva o Anastasia, que me la regalaron mis titas y que a mi padre no le hacía gracia que viera por contrarrevolucionaria.

En la cinta de la boda salían juntas la familia de mi pa­­dre y la de mi madre y me enfadaba no estar. Me enfa­­daba no poder correr por el banquete mientras alguien me decía que no corriera y me enfadaba no poder mezclar sorbetes de limón con pan y con el kétchup que daban para el filete empanado del menú de niños en los salones de Pelos, que es donde se casaron mis padres y donde se casaba mucha de la gente que se casaba en mi pueblo. Me enfadaba no poder salir en ese vídeo al lado de mis tíos mientras co­­mían gambas o bebían DYC o fumaban, porque cuando se casaron mi padre y la Ana Mari, en el noventa, aún se fumaba en los restaurantes y en las discotecas, en los vagones de tren y en las clases y delante de los niños.

Me gustaban mucho los efectos de caleidoscopio y los filtros de colores con los que había editado el vídeo el de Pacheco, la tienda de fotos de mi pueblo, y también las hombreras y los encajes del vestido de novia de la Ana Mari. Más de una vez les reproché a mis padres —a mi padre y a la Ana Mari— que no me hubieran esperado, que me hubieran excluido de algo tan importante, a lo que mi padre siempre me respondía que no sabían que yo iba a llegar ni que cuando llegara me iba a apetecer tanto haber ido a su boda.

Entonces yo le preguntaba que dónde estaba yo en su boda y él me decía que no existía y yo le respondía con otra pregunta, la de dónde estaban los niños antes de existir. Él me decía que en ninguna parte, que no existían, que no eran. Yo aseguraba que eso era imposible porque cuando me quedaba embobada y él me preguntaba que en qué pensaba y yo respondía que «en nada» él me decía que en nada no se podía pensar. Entonces le replicaba que sí, que yo sí podía, y me quedaba unos segundos mirando al in­­finito y le avisaba «ya». «¿En qué has pensado?», me pre­­guntaba entonces. «En blanco». «Si estás pensando en blan­­co, no estás pensando en nada», me respondía.

Llegado ese momento siempre me enfadaba un poco y me ponía a otra cosa, asumiendo mi derrota y que la nada no existía, pero no dejaba de intentarlo: cada vez que mi padre me preguntaba en qué pensaba y le respondía que en nada, volvía a quedarme unos segundos mirando al infinito y le decía «ya», y él me preguntaba que en qué había pensado y le respondía que en blanco, como espe­­rando que alguna vez me diera la razón y no me dijera que el blanco era el blanco y no la nada.

El caso es que si la nada no se podía pensar era porque no existía y si no existía, ¿cómo iban a ser nada los niños antes de nacer?, ¿cómo podían no existir, no ser, al menos, blanco? El 13 de julio de 1997, mientras me bañaba en casa de mis abuelos para ir a la boda de la Rebeca, andaba pensando en esto y teniéndole rabia a la Coraima por po­­der ir a la boda de sus padres cuando oí a mi abuela María Solo —se llamaba María, pero como la otra se llamaba Mari Cruz, a esta la llamaba María Solo— gritar «va­­lien­­tes hijos de puta» en el comedor. Acababan de asesinar a Miguel Ángel Blanco.

Entonces mis abuelos, mis padres y mis titas empezaron a ir de un lado para otro, a entrar y salir del baño dejando la puerta abierta mientras yo les gritaba que cerraran la puerta, los miraba y me miraba los dedos arrugados de las manos preguntándome por qué llamaba mi abuela eso a nadie, que «menuda boca», como me reprochaba cuando cantaba en público «ya llegó el verano, ya llegó la fruta y el que no se agache es un hijo puta», canción que, por cierto, me había enseñado ella cuando apenas había aprendido a hablar. Cuando entró a aclararme el pelo le pregunté a la Ana Mari que por qué decía eso la abuelita y me habló de ETA muy nerviosa, no sé si por ETA o porque llegábamos tarde a la iglesia, y en lugar de resolver mis dudas hizo que tuviera aún más.

Ya había oído hablar de ellos y ya me había dado cuenta de que su logo cuando salían hablando en la tele con pasamontañas se parecía al de las farmacias, pero nunca me había preguntado, hasta el día de la boda de la Rebeca, ni por qué mataban ni cuántos eran. Solo sabía que tenían que darnos miedo, pero sobre todo rabia.

La Ana Mari me dijo también no sé qué de unas ma­­nos blancas, que lo habían raptado y que era concejal. Lo de que era concejal no me hizo falta preguntárselo porque ya lo sabía. La Ana Mari era amiga de las secretarias del Ayuntamiento de Ontígola y a veces venían concejales cuando íbamos a llevar los certificados al consistorio, que era otra manera de llamar al ayuntamiento, y entonces me decían «Ana Iris, este es el concejal de Festejos» o «Ana Iris, este es el concejal de Medio Ambiente», y yo asentía y les sonreía como se sonríe a las personas importantes.

Pero más que ETA y quién era ese tal Miguel Ángel lo que me inquietaba era que la boda de la Rebeca no fuera a ser tan divertida como la de mis padres o que su vídeo no fuera a tener efecto caleidoscopio por culpa de un des­­conocido. Tardé muchos años en entender que a mi fa­­milia le pusiera tan triste la muerte de un concejal de por ahí, que ni siquiera era de esos que a veces veíamos en Las Cuevas cuando íbamos a tomar café la Ana Mari y yo con Coral y Carmen, que eran las secretarias del Ayun­­tamiento de Ontígola. Tardé muchos años en comprender que a veces los muertos de los otros son también los propios, lo que es una tragedia, lo que es un malnacido y lo que es un pueblo.

En esa bañera aprendí mal que bien lo que era ETA y cuando mi primo Pedro, que es más pequeño que yo, dijo durante una sobremesa en casa de mis otros abuelos —de Mari Cruz y de Vicente, porque Pedro era de los Simones, mi familia paterna, no de los Bisuteros— que ETA ya no mataba porque estaba muy viejo y que ahora el que mataba era Pinochet, me reí y le expliqué que ETA no era un señor, que eran muchos. Aunque, a decir verdad, tampoco estaba muy segura de ello.

Años después me contaron que aquella mañana an­­daban de un lado para otro, entrando y saliendo del baño y dejando la puerta abierta porque buscaban un lazo negro. Mi abuelo Gregorio era el padrino de la boda y se lo quería poner en la solapa de la chaqueta. Tuvieron que ir al furgón y abrir el paquete de una muñeca Úrsula, la mala de La Sirenita, para cortar el vestido, quemar un poco los bordes para que no se deshilacharan y que mi abuelo pudiera ponérselo como lazo. Tenían una muñeca Úrsula y un furgón porque mi abuelo Gregorio y mi abuela María Solo eran feriantes, tenían un puesto de juguetes.

Había una historia de la feria que mi abuela María Solo me contaba siempre y que tenía que ver con ETA. Ocurrió que en los Sanfermines del 78 se tuvieron que refugiar en la caseta, que era una estructura de madera y hierros de dos por diez metros desde la que atendían a las familias, durante toda una tarde. La culpa fue de los de­­fensores de una cosa que se llamaba «Amnistía total», que por lo visto se pusieron a manifestarse y a pegarse con la policía con los puestos y los caballitos de por medio.

Lo que me parecía verdaderamente relevante de aquella historia, más que los motivos que llevaban a esa gente a profanar la feria, era que mi tito José Mari, que entonces era un niño, no dejara de gritar «policías asesinos», que era lo que coreaban los manifestantes, durante todo ese verano. Mi abuelita María Solo me contaba que lo regañaba mucho, que le gritaba que aquello no se decía, que los iban a llevar presos por su culpa, y yo pensaba, con alivio, que menos mal que ningún guardia oyó al José Mari niño corear aquello. Lo que era la Amnistía total y por qué se enfrentaban con la policía esos señores que la querían me importaba menos.

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