Ana Iris Simón - Feria

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Feria es una oda salvaje a una España que ya no existe, que ya no es. La que cabía en la foto que llevaba su abuelo en la cartera con un gitano a un lado y al otro un Guardia Civil. Un relato deslenguado y directo de un tiempo no tan lejano en el que importaba más que los niños disfrutaran tirando petardos que el susto que se llevasen los perros. También es una advertencia de que la infancia rural, además de respirar aire puro, es conocer la ubicación del puticlub y reírse con el tonto del pueblo.Un repaso a las grietas de la modernidad en los ojos de quien no se traga el cuento de la lumpen-burguesía adorando a Camela y el reguetón, y poniéndose uñas encima de uñas. Pero, sobre todo, 
Feria es una invitación a volver a mirar lo sagrado del mundo: la tradición, la estirpe, el habla, el territorio. Y a no olvidar que lo único que nos sostiene es, al fin, la memoria. Eva Serrano- Editora

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Pero el día del Aquopolis no dormí en casa de mi abuela María Solo, sino con Pablo y María, que tenían colchas de 101 dálmatas en sus camas y a Rex, el dino­­saurio de Toy Story. Llegamos por la nacional sin que las autoridades nos multaran y discutimos durante un rato, después de estirar las toallas, sobre si había que ir primero a las pistas blandas o al splash, y les conté a mis primos que en Aranjuez también había un Aquopolis solo que todo el mundo lo llamaba «la piscina del muerto» porque una vez se había muerto uno tirándose por un tobogán y no me creyeron pero era verdad.

Convinimos en que lo mejor era optar en primer lugar por las pistas blandas, porque a Isabel y a María, que eran pequeñas, las dejaban tirarse, y cuando llegamos vimos a un reportero de Aquí hay tomate sujetando un micrófono y a Aramís Fuster. Estaba enfundada en un traje de baño de leopardo y lucía una coleta alta bien frondosa. Miraba a un lado y al otro mientras se sumergía por la escalera y se atusaba el pelo con gesto sensual y nosotros corrimos a las toallas para contárselo a la Juli y a la Ana Rosa y empezamos a imitarla contoneándonos. La Ana Rosa me animó a saludarla y se echó a reír, así que corrimos de nuevo a la piscina y cuando el cámara le ordenó que saliera del agua me aproximé a ella desde detrás del seto en el que estábamos, miré hacia arriba y le pregunté «Aramís, ¿me das un beso?», y me lo dio y el reportero del Tomate se despidió mirando a cámara y exclamando «¿Ven? ¡Hasta los niños la adoran!».

Mis primos se lo contaron a mi tía Ana Rosa y a mi tío Pablo y a mi tío Pepe y - фото 6

Mis primos se lo contaron a mi tía Ana Rosa y a mi tío Pablo y a mi tío Pepe y a la Juli, que se pasaron años riéndose del «Aramís, ¿me das un beso?» y cada vez que lo recordaban yo pasaba mucha vergüenza porque Aramís era una friki y me había dado un beso porque yo se lo había pedido, pero es que nunca había visto un famoso de cerca. A José Bono, Pepe desde que la Ana Mari se hizo una foto con él cuando vino a inaugurar el Ayuntamiento de Ontígola sí, pero nunca había visto un famoso de verdad de cerca.

Cuando se lo contaron a mis padres al dejarme en Ontígola, con la piel quemada y los ojos rojos, ellos también se rieron y fantasearon con la idea de denunciar a Telecinco y llevarse una pasta si sacaban mi imagen sin el dibujo que le ponían en la cara a Andreíta, la hija de Jesulín y Belén Esteban.

La Ana Mari y mi padre acababan de volver del Leclerc y me enfadé con ellos por haber ido sin mí porque me gustaba mucho ir al Leclerc. Había abierto hacía muy poco en Aranjuez y era la primera gran superficie que ha­­bía visto en mi vida y era muy distinto a la Rocío, a la panadería de la Benita y a la del Orejón, cuya panza pe­­luda y con el ombligo de fuera había sido de las primeras cosas que había visto nada más despertarme.

Mi padre era casi siempre el encargado de ir a la com­­pra y a veces me llevaba con él al mercado de Ocaña a comprar pollo y sentía que el olor a animal muerto y a le­­jía y a hojas de verdura en el suelo se me quedaba pega­­do al cuerpo. Otras veces íbamos al Leclerc y, si había suerte, me compraba algún libro o la revista de las Witch en la sección de papelería y allí, sin embargo, no olía a nada y aquello me parecía el futuro, la modernidad y el único porvenir que merecía la pena.

En el Leclerc todo estaba bien ordenado y envasado en plásticos, no como en el mercado de Ocaña, que te daban los filetes envueltos en un papel antigrasa grisáceo en el que se leía «Gracias por su visita, vuelva usted pronto» y yo pensaba que ojalá no le hiciéramos caso, que ojalá no volviéramos pronto o que al menos el mercado de Ocaña dejara de oler a animal muerto y a lejía y a hojas de verdura en el suelo, y que a ver si instalaban ya luces LED como en el Leclerc en lugar de hacer a todo el que llegaba a cada tenderete preguntar «¿el último?».

Dentro de nada entraría el euro. Ya estábamos ensa­­yando en el colegio con monedas y billetes de cartón y tenía muchas ganas de poder pagar las chucherías en El Duende con euros en lugar de con monedas roñosas de cinco duros que solo servían para ponérselas a la cuerda de la peonza o a los san Pancracios. El mercado de Ocaña y los euros no podían coexistir porque cuando nos los dieran iban a estar relucientes e iban a ser modernos y nosotros íbamos a serlo e íbamos a ser también Europa, pensaba, y lo escribía en mi diario. Los euros eran Leclerc, las pesetas la pollería que seguía envolviendo contramuslos en papel antigrasa color gris.

A la par que Leclerc, en Aranjuez había abierto tam­­bién un chino enorme adelantado a los tiempos y en lugar de «Todo a 100» había colgado un luminoso en el que ya se leía «Todo a 0,60 y 1 euro». Lo contó Rubén en clase de matemáticas mientras hacíamos como que dábamos cam­­bio para ensayar con los euros de cartón. Yo no lo había visto aún, porque cuando necesitábamos gomas del pelo o un colador o un mortero seguíamos yendo al Abanico o al Don Pimpón Chollo y yo no entendía por qué seguíamos yendo al Abanico o al Don Pimpón Cho­­llo, de la misma manera que no entendía por qué íbamos a veces al mercado de Ocaña y no al Leclerc.

Recordaba haber oído a mi abuela María Solo queján­­dose de los chinos antes de morirse. No de ellos, sino de sus establecimientos, que empezaban a crecer como setas, pero también la recordaba quejándose de los centros comerciales y del Indiana Bill, que era una piscina de bolas que había en Aranjuez, y de los Pizza Hut, «porque antes el único sitio donde podías comprar juguetes o montarte a los caballitos o comerte una hamburguesa era la feria y ahora mira». «Ahora mira» significaba que las ferias habían dejado de tener sentido porque la vida, el mundo, nuestra propia existencia se había convertido en una.

A esas quejas nunca le respondí porque nunca habría sido capaz de contradecir a mi abuela María Solo, pero en mi diario escribí que a mí me parecían bien los chinos y los centros comerciales y el Indiana Bill y el Leclerc y el Pizza Hut, y el Burger King que estaban construyendo enfrente del Palacio de Aranjuez también me parecía bien aunque mi padre me decía que no me iba a llevar, que eso eran americanadas.

También le parecía una americanada el Actimel, que acababa de salir al mercado y que todos mis amigos llevaban de desayuno al recreo mientras yo desenvolvía con vergüenza mi bocata o mis galletas con onzas de chocolate, aunque me estaban muy ricas, y por las tardes le rogaba a mi padre que me comprara Actimeles, que todos los niños lo llevaban, pero nunca había suerte.

Me decía «mira lo que dice mi dedo» y alzaba el índice y lo movía de un lado a otro y me respondía que, si quería un Actimel, me agitara un yogur, y yo me rebotaba y me subía a mi cuarto y pensaba en que no se enteraba de nada porque no le gustaban ni los euros ni las canciones en inglés ni el Burger King ni los Actimeles y seguía yendo al mercado de Ocaña a por el pollo y le daba igual que oliera a cadáver de animal y que hubiera lámparas matamoscas en el techo. Años más tarde tuve que darle la razón, pero es que a mi padre siempre tengo que darle la razón, aunque sea años más tarde. Estaba siendo testigo del fin de España, del fin de la excepcionalidad. Y no me daba cuenta.

El afuera: mundo

La boda de la Rebeca

El 13 de julio de 1997 yo acababa de cumplir seis años y era la boda de la Rebeca, una de las primas de mi madre, hija de mi tita Toñi. Se casaba con el Ratón, un hombre muy menudo, con los ojos muy achinados y que tenía muchos callos en las manos o eso me parecía a mí. Se dedicaba al campo y en algún sitio escuché que el último día de vendimia siempre iba a la viña en traje y pensé entonces que seguro que le quedaba grande y se le hacían arrugas de rodillas para abajo, porque el Ratón era un hombre muy pequeño y no se hacían trajes tan pequeños, así que me lo imaginaba arremangándose todo el rato para cortar los racimos con el tranchete.

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