Perry S. W. - La marca del ángel

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Londres, 1590. El control de la reina Isabel I sobre su reino está resquebrajándose. En medio de un tumultuoso telón de fondo de conspiradores españoles, herejes católicos y guerras extranjeras que amenazan la frágil estabilidad del país, aparece el cadáver de un pequeño niño, con unas marcas extrañas que nadie puede explicar. Cuando, unos pocos días después, el médico Nicholas Shelby encuentra otro cuerpo con esas mismas marcas, se convence de que un asesino está atacando a los más débiles y desamparados de Londres. Decidido a descubrir quién está detrás de estos terribles asesinatos, Nicholas se une a Bianca, una tabernera misteriosa, que guarda secretos inconfesables. A medida que se descubren más cuerpos, la pareja se ve atrapada en una trama siniestra que los lleva al borde del abismo y la desesperación. Nicholas no tendrá opción, deberá salvar a Bianca o salvarse a sí mismo…

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Su comportamiento agresivo empieza a alarmar incluso a Harriet. Con lágrimas en los ojos, busca empleo con la familia de un comerciante de telas en Distaff Lane. Nicholas apenas si lo nota. Tampoco parece molestarle cuando, cada vez con mayor rapidez, sus clientes comienzan a buscar el consejo más prudente de otros médicos.

* * *

Las hojas están cambiando de color; es otoño. Las campanas del toque de queda suenan a las nueve en punto. Las tabernas se vacían, las puertas de la ciudad se cierran de golpe, y tanto los hombres y mujeres modestos como los de buen hacer atrancan sus puertas. Leen sus salterios, hablan sobre los asuntos del día, se arropan en sus camas como gallinas en el gallinero. Para mantener a los maleantes a raya tienen a los campanilleros, hombres robustos que rondan las calles vacías cargando linternas de cuerno, acompañados por perros del tamaño de un cerbero de tres cabezas. En las calles del distrito de Grass Street, estos vigilantes salvan a Nicholas de ser pateado o de los carteristas en más de una ocasión. Son amables con él: lo conocen. Después de todo, ¿no fue él quien curó a la esposa de Ned Tate de la fiebre puerperal la pasada fiesta de la Candelaria? O cuando Davy Trow se contagió de la enfermedad francesa en un burdel en Southwark, ¿no le recetó Nicholas mercurio a la mitad del precio habitual? Con una creciente preocupación por su seguridad, lo levantan, lo sacuden y lo envían a casa.

Sus clientes, sin embargo, desaparecieron. Prefieren confiarle sus síntomas al azar de los dados antes que a un loco con ojos desorbitados, un energúmeno, un sujeto con el sufrimiento de Cristo en sus ojos. ¿Quién querría dejarse hacer sangrías de un médico que apenas puede mantenerse de pie, y mucho menos sostener un escalpelo con firmeza?

—Juro que Lucifer lo tiene por la garganta —dice el último que fue, un mercero llamado Hawes, a cuyo hijo Nicholas había curado la pasada Pascua de encías dolorosamente inflamadas—. ¿Creerá que no se casará de nuevo? No era más que una esposa, por el amor de Cristo. Admito que era hermosa y elegante, pero uno pensaría, por la forma en que se comporta, que perdió a la santísima Virgen en persona.

Londres es un lugar peligroso para perder la cabeza. Prácticamente uno de cada dos hombres porta un arma blanca de algún tipo. Hasta ahora, Nicholas ha logrado escapar con poco más que moretones, ya que lo han expulsado de casi todas las tabernas que hay entre la acequia del río Fleet y Fish Street Hill. Se mete en peleas sin razón aparente. Ni siquiera piensa en cuándo se le va a acabar la suerte.

Lo arrojan a la cuneta que hay frente al Halcón Verde cuando descubre, después de más jarras de cerveza de las que puede contar a ciencia cierta, que un carterista experto le arrebató su dinero sin dejar más evidencia del ataque que un corte limpio en su capa. Dado el número de personas con las que Nicholas había chocado en el camino, pudo haber ocurrido en cualquier punto de los cuatrocientos metros que hay entre Old Jewry y la entrada a St. Clements Lane.

Su encuentro más cercano con la prisión se produce en una tarde de viernes ventosa a principios de octubre. Por un capricho de borracho regresa a la oficina del forense William Danby en Whitehall. Está convencido de que el niño de la mesa de disección de Vaesy era el bebé de Eleanor, su hijo, que nació antes de que ella muriera. También se imagina, por razones que un hombre cuerdo no podría considerar, que el forense Danby le entregó el niño a Fulke Vaesy para que lo cortara y así Nicholas nunca supiera el nombre de su único hijo. Confundido entre los abogados y funcionarios sobrios de Whitehall, se las arregla para llegar hasta la oficina del secretario del forense.

—Quiero una lápida en el cementerio de St. Bride, donde está enterrado —grita al recordar que Vaesy le había dicho que allí era donde habían llevado los restos—. Pero necesito su nombre para grabarlo. ¿Por qué no me dice su nombre? ¿Por qué el forense Danby lo oculta? ¿Por qué Fulke Vaesy lo desangró antes de que yo llegara a la Casa Gremial?

“¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?”.

El secretario está tan aterrorizado que deja caer la pluma y los registros de defunción y huye.

Por lo general, los locos no son bienvenidos en Whitehall. Nicholas se libra de ser arrojado a las mazmorras solo porque se puso su atuendo de médico en un esfuerzo por darse a sí mismo más dignidad. Los alabarderos que lo expulsan se aseguran de que salga a rastras como un perro castigado.

Nicholas regresa a la orilla del río. Se para en las aguas poco profundas como si estuviera esperando a que los conversos lo bauticen. Es indiferente al agua helada y a los golpes que le infligieron los alabarderos de Whitehall. El arak lo recorre como si fuera fuego.

Se las ha ingeniado para convencerse de que aquel es el lugar donde el niño fue sacado del río: las escaleras de Wildgoose en Bankside. No lo es. Está en la orilla norte, un poco al este de los embarcaderos de Queenhithe, al pie de Garlic Hill. Pero en su estado actual bien podría estar parado a orillas del Rin y seguir creyendo que estaba en Southwark.

Pero ahora tiene un nombre en su poder.

—¿Estaba usted allí cuando sacaron a mi Jack del río? —le grita de modo alarmante a una mujer robusta que busca mariscos entre los guijarros.

“Jack si es niño… Grace si es niña…”.

Para los habitantes de los vecindarios que recorren la orilla del río, los borrachos y los locos delirantes son tan comunes como las mareas. La mujer deja su cesta de buccinos y ostras, se endereza y se masajea la espalda arqueada con sus manos embarradas.

Nicholas sale del agua como si fuera el sobreviviente de un naufragio.

—Un niño de unos cuatro o cinco años —dice y se golpea los muslos con las manos rosadas por el frío—. Con las piernas deformes.

Para su asombro, ella responde:

—Oh, sí, lo recuerdo.

El calor del arak en sus venas se convierte en un torrente cálido de esperanza y anhelo.

—¿En serio?

—En el verano, hacia el Día de San Swithun, si mal no recuerdo.

—¿Le dijo cómo se llamaba?

—¿No acaba de decir que se llamaba Jack? —dice la mujer, frunciendo el ceño.

—¿Habló con él?

La mujer entorna los ojos.

—¿Acaso cree que estos berberechos se meten solos a esta canasta?

Nicholas busca a tientas un penique en su bolsa. La mujer gira la moneda en su mano para ver si ha sido cortada. Al parecer satisfecha, señala con la cabeza la amplia extensión de agua marrón grisácea donde se elevan los techos bajos de Bankside como una empalizada delante del Rose y el foso de osos.

—No fue en esta orilla —explica la mujer—. Ese día había cruzado el puente para pescar en la otra ribera. Fue entonces cuando los vi.

Algo parecido a la alegría inunda el pecho iluso de Nicholas.

—¿Los vio? ¿También vio a Eleanor?

—¿Ese era su nombre? ¿Eleanor?

—Era mi esposa.

La mujer lo mira con sospecha.

—¿Su esposa? Por Dios, no podía tener más de trece años. En ese momento pensé: “¿Cómo puede una muchacha de tan tierna edad cargar el peso de un niño lisiado sobre su espalda sin quejarse?”.

Incluso en su delirio actual, Nicholas aún es capaz de distinguir la diferencia entre Eleanor y una muchacha de trece años. Su corazón se hunde.

—Quiero saber sobre el niño —exige y extiende la mano para agarrar el brazo de la mujer.

—¿Qué puedo decirle? —pregunta nerviosa y esquiva la mano extendida de Nicholas, lo que hace que él pierda el equi­librio en los guijarros. Decide que no le gusta el aspecto del hombre después de todo. Le parece que es demasiado fanático. Se encoge de hombros—. Hasta donde sé, tenía las marcas de la crucifixión de Cristo en sus miembros, y un cordero con una aureola al costado. ¿Qué tiene que ver conmigo?

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