Ahora, convencido de que ella ha estado tratando de engañarlo todo el tiempo, Nicholas intenta arrebatarle la moneda que acaba de darle. La mujer evade sus manos. Arroja el penique como si le estuviera quemando la palma de la mano y, dejando su canasta donde está, pone tanta distancia entre ella y el demente como puede, mientras Nicholas desconoce lo cerca que estuvo de la verdad.
* * *
El descenso aún no ha terminado; todavía falta un tramo para completar la caída.
Una fría noche de otoño, poco después de la una, la llovizna tiñe las piedras de Greyfriars de un plateado oscuro y resbaladizo. El vigía oye maldiciones masculladas en el cementerio adyacente. Llega justo a tiempo para evitar que muelan a golpes a Nicholas Shelby y arrojen al río lo que queda de él. Sus agresores desaparecen entre las calles.
Todos los perros de los vigías ya conocen a Nicholas como si fuera un viejo amigo. Cuando se encuentran con él, le baten la cola en lugar de gruñirle. Se despierta dolorido con el beso baboso de un hocico que lo olfatea. Gime, maldice y se da la vuelta hasta quedar bocabajo, como un hombre que intenta encontrar una posición más cómoda para dormir. Un brazo se estira hacia la tierra empapada, como si estuviera tratando de poner una sábana sobre él.
Si no fuera el cementerio de Greyfriars, el vigía lo habría ignorado, pero Nicholas ha estado peleando en tierra sagrada. El juez de paz local es un hombre muy piadoso y un gran defensor de la ley contra la vagancia, de modo que los vigilantes llevan a Nicholas al despacho de Wood Street, donde pasa la noche sobre tablones duros entre una veintena de otros prisioneros, indiferente al hedor y a la miseria. Permanece acostado bocarriba, roncando como un lirón. El vigía le deja dos peniques al carcelero, así al menos desayunará cuando esté sobrio.
En Barnthorpe, la familia está preocupada por la falta de misivas. Tras concluir la cosecha, su hermano Jack toma prestado el caballo de su padre y va a Londres a investigar. Ann le advierte qué esperar, aunque no les ha revelado los detalles preocupantes a sus padres. Jack visita el alojamiento de Grass Street. Otra persona está viviendo allí ahora.
Sin embargo, no se rinde con facilidad. Encuentra el camino hasta el Cisne, donde habla con un grupo de jóvenes médicos.
—Esperábamos que usted nos dijera dónde está —dicen—. Si lo ve, dígale que Simon Cowper no le guarda rencor.
¿Dónde más podía buscar? Debe haber más de doscientas mil almas en Londres. ¿Cómo se encuentra a alguien entre tanta gente, en especial si, según parece, no quiere que lo encuentren?
Nicholas Shelby, antiguo miembro del Colegio de Médicos, parece haber desaparecido de la faz de la tierra como si nunca hubiera existido.
Capítulo 5
LA CASA DE CAMPO COLD OAK se encuentra en un prado que bordea el Támesis a la altura de Vauxhall, al oeste del palacio de Lambeth. Al igual que muchas de las casas cercanas y las cabañas de madera pintadas de blanco, sirve como un refugio del ruido y el hedor de la ciudad, y como un lugar relativamente seguro en caso de que llegue la peste. Se trata de una bonita casa con ventanas divididas con parteluces, techo de tejas y una pradera extensa que desciende suavemente hacia el río. Cold Oak le pertenece a sir Fulke Vaesy, aunque rara vez está allí. Es donde prácticamente ha encarcelado a su esposa, lady Katherine, dado que el convento no está disponible desde que el difunto rey Enrique disolvió las casas religiosas. A Kat el convenio le sienta muy bien. Tiene su propia servidumbre y las familias vecinas la tienen en buena estima. Es una vida bastante agradable, excepto cuando él viene de visita.
Vaesy se encuentra allí ahora. El presidente del Colegio de Médicos, William Baronsdale, le ha tendido una emboscada, pues espera que sus colegas de alto rango tengan su vida doméstica en orden.
—Su casa en Vauxhall es ideal —le había dicho Baronsdale a Vaesy cuando se había planteado la cuestión de cómo debía celebrar el Colegio el próximo Día del Ascenso al Trono de una manera que complaciera a su majestad—. Nos reuniremos todos en Cold Oak para hacer nuestros planes. ¿Qué opina, sir Fulke?
¿Qué podía decir? “Al diablo con eso. No puedo soportar estar en la misma habitación que la bruja de mi esposa”.
De modo que allí estaba, interpretando el papel del eminente hombre de medicina, mientras los sirvientes les quitaban los abrigos a los visitantes recién llegados como si estuvieran destapando regalos el día de Año Nuevo. Los observa mientras se llevan las capas y los sombreros para guardarlos, y chasquea la lengua cuando dejan pequeños charcos de agua en el suelo.
—Ven, esposa, y saluda a nuestros invitados —le dice a Kat, como si él y lady Katherine fueran parangones de armonía doméstica. Se pregunta para sus adentros de qué tamaño será el ladrillo que Kat arrojará al estanque esta vez solo para humillarlo. Ya presiente que los miembros del Colegio van a reírse a sus espaldas: “¿Te enteraste? Fulke Vaesy no puede mantener a su esposa en su lugar. Y un hombre que no puede controlar a su esposa solo puede culparse a sí mismo si sus sirvientes lo desprecian y lo llaman ‘ñor’”.
Kat trae puesto un vestido sencillo de tafetán azul, con el cuello hacia atrás para dejar ver el encaje que rodea modestamente su cuello. Su otrora cabello rubio está atado con sobriedad bajo una capucha francesa bordada. Tras observarse en el espejo de su habitación, y por los murmullos de admiración de su criada, sabe que hoy despliega suficiente belleza, antes considerable, como para hacer que los invitados de su esposo se queden mirándola. Si alguno de ellos muestra aunque sea el más mínimo interés en ella, le coqueteará, solo para enfurecerlo.
Se detiene al pie de las escaleras para hacerle una reverencia a John Lumley. Lo conoce desde hace más de veinte años. Fue dama de honor en su boda con la difunta Jane FitzAlan, su primera esposa. Jane fue la amiga más querida de Kat, y todavía extraña su sabio consejo, de modo que no coqueteará con John Lumley. Son demasiado cercanos.
—Sean todos bienvenidos, caballeros —dice ella, dirigiéndose a los hombres de medicina reunidos—. Es una lástima sentirse tan saludable en presencia de tantos médicos eminentes. ¡Imagínense la sabiduría de la que me pierdo! —Su sonrisa se amplía con el murmullo elogioso de las risas—. Hay carnes y pasteles en el salón, y malvasía para aquellos que no son demasiado puritanos para beber al mediodía. Mi marido les mostrará el camino.
El salón de huéspedes es una habitación espaciosa con paneles de madera y vista al huerto. En la mesa, los sirvientes han dispuesto platos de áspic, pasteles rellenos de cordero picado y confituras con especias. Una criada tiene la labor de servir la malvasía y la cerveza, que están dispuestas en jarras de peltre. Algunos de los médicos desean fumar, por lo que se hace traer un cenicero mientras sacan sus pipas de arcilla y las rellenan con nicociana.
—Lady Katherine es sin duda una mujer única, sir Fulke —dice Baronsdale mientras señala la mesa abarrotada de viandas, sin mirarla.
—En Proverbios dice que una buena esposa es como un barco mercante: trae su alimento de muy lejos —dice Vaesy con una sonrisa débil.
Katherine le responde con la mirada: “En ese caso, esposo, que te hundas en el arrecife más afilado y te ahogues en las profundidades más hondas, donde los gusanos que se arrastran en el lodo puedan darse un banquete con tus huesos”. Lo que dice en realidad es apenas menos provocador.
—Entonces, señor Baronsdale, ¿cuánto tiempo más debemos esperar para que a una “mujer única” se le permita practicar la medicina?
La expresión de Baronsdale es el retrato vivo del desconcierto. Bien pudo haberle preguntado cuándo esperaba que el Colegio le diera licencia de ejercer medicina a un mono o a una de las extrañas bestias que habitan en la casa de fieras de la torre de Londres. Su marido parece igual de desconcertado. La ira se enciende en sus ojos.
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