Perry S. W. - La marca del ángel

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Londres, 1590. El control de la reina Isabel I sobre su reino está resquebrajándose. En medio de un tumultuoso telón de fondo de conspiradores españoles, herejes católicos y guerras extranjeras que amenazan la frágil estabilidad del país, aparece el cadáver de un pequeño niño, con unas marcas extrañas que nadie puede explicar. Cuando, unos pocos días después, el médico Nicholas Shelby encuentra otro cuerpo con esas mismas marcas, se convence de que un asesino está atacando a los más débiles y desamparados de Londres. Decidido a descubrir quién está detrás de estos terribles asesinatos, Nicholas se une a Bianca, una tabernera misteriosa, que guarda secretos inconfesables. A medida que se descubren más cuerpos, la pareja se ve atrapada en una trama siniestra que los lleva al borde del abismo y la desesperación. Nicholas no tendrá opción, deberá salvar a Bianca o salvarse a sí mismo…

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Las palabras de John Lumley caen con pesadez, como una bandada entera de palomas derribadas. Puede que Lumley sea un cortesano experimentado, pero acaba de demostrar que no está exento de pisar mierda de perro cuando no mira por dónde va. El cuerpo de Robert Cecil no es tan aerodinámico como el de Juno, ni cuenta con su agilidad natural. Tiene la espalda torcida. Sus piernas separadas no descansan con comodidad sobre los ijares de su caballo. No está hecho con la elegancia que debería tener un cortesano. En consecuencia, se alimenta con voracidad de insultos, incluso de los que no son intencionales.

—Entonces Vaesy fue a la Padua papista, ¿no? —pregunta con frialdad—. ¿Por comisión suya?

Lumley se pregunta por qué se le secó la boca de repente. Acude a Burghley, para que lo saque del apuro.

—Fue allí exclusivamente por cuestiones de aprendizaje académico; fue a la universidad. Puedo asegurarle, su excelencia, que sir Fulke es fiel a la fe de la reina.

Robert Cecil dibuja una sonrisa débil, pero hay cierta dureza en su sonrisa.

—Lo único que sé, milord, es que cuando Juno destripa un cadáver con sus garras, no lo hace por curiosidad, sino por la emoción que le produce.

* * *

Tiene el mismo sueño todas las noches, sin falta.

Cuando lo despierta, que es siempre en el mismo punto, Nicholas sabe que no podrá seguir durmiendo, que dará vueltas en la cama hasta el amanecer, de modo que, en un esfuerzo por impedir que el sueño lo atormente, le pide a Harriet que le traiga una jarra de arak de la despensa. La mantiene junto a su cama y se niega a dejar que ella se lleve la botella, excepto para reponer el contenido, cosa que ahora hace todas las mañanas.

El sueño no es un sueño de pérdida; es un llamado a seguir. Y siempre es el mismo: Eleanor camina a lo largo de la orilla del río, pisa con cuidado los guijarros, mientras sus pies descalzos hacen salpicar los charcos y los riachuelos.

La acompaña un niño que se aferra a su mano, el niño de la mesa de disección de Fulke Vaesy. Lo recompusieron, como si estuviera hecho de arcilla. Siempre están demasiado lejos de él como para alcanzarlos.

Y lo que lo despierta es el sonido de la marea que sube y los separa.

* * *

Desde hace algún tiempo, Nicholas Shelby se ha ausentado del sermón. Y lo han notado.

—Sentimos una profunda pena por nuestro hermano en Cristo —le dice el sacerdote de la iglesia de la Trinidad a la suegra de Nicholas, Ann—, pero ¿no es una terquedad contradictoria el hecho de que un hombre se niegue a sí mismo el bálsamo sanador de Dios cuando más lo necesita?

—No atiende ninguna lógica, padre —responde Ann con tristeza. No es una mujer indiferente, pero sabe que no puede hacer nada más por su yerno. Decide regresar a Barnthorpe; se dice a sí misma que es porque los caminos pronto se volverán intransitables, pero lo cierto es que el invierno todavía está lejos.

Cuando Nicholas se ausenta de nuevo para el sermón del domingo, las autoridades eclesiásticas deciden que, lamentablemente, el luto es una excusa insuficiente para negarse a asistir. Le escriben a Grass Street.

—¿Qué dice? —pregunta Nicholas, y le ordena a Harriet que abra la carta.

Trasladó su cama a la habitación que usaron como sala de puerperio. Se niega a dejar que Harriet quite las gruesas cortinas de lana de la ventanita y las separa apenas lo suficiente como para dejar entrar un único rayo de luz polvoriento. Harriet ahora teme limpiar la habitación, y Nicholas no parece haberse dado cuenta. Es media mañana y él todavía está en cama. La jarra está vacía. La joven le habla desde la puerta porque apesta a sudor y arak, y no ha visitado al barbero de Grass Street en dos semanas.

—Le pusieron una multa de un chelín, amo, por recusación. Dicen que están siendo compasivos, pues habrían podido multarlo con doce.

—Rómpela —le dice Nicholas con brusquedad. Decidió que no tiene la menor intención de adorar a un Dios tan indiferente como el de ellos. Pertenecen a un mundo que ya le es ajeno. Se cubre la cabeza con la sábana en un intento desesperado por tener unos momentos más de sueño angustioso.

Al no recibir respuesta, los eclesiásticos envían otra carta bastante menos compasiva que la primera. En ella le advierten a Nicholas que, si encuentran algún indicio de rechazo a aceptar la religión de la reina, están en condiciones de multarlo por más de lo que gana en todo un año. La amenaza no lo motiva más que la primera.

El Día de la Santa Cruz, a mediados de septiembre, Simon Cowper lo ve salir de la taberna la Estrella en Fish Street Hill. La campana de St. Margaret acaba de anunciar las cinco de la tarde. El jubón de lienzo blanco de su amigo se ve como si su dueño hubiera estado revolcándose en la calle. Es evidente que está borracho.

—Pensé que preferías ir al Cisne Blanco —dice Simon con amabilidad.

—Está lleno de puritanos de cara avinagrada que se oponen a los dados, a los debates ruidosos y a los bailes. No es nada divertido —gruñe Nicholas, lo que quiere decir que lo sacaron a la fuerza.

—La gente ha estado preguntando por ti; Michael Gardener y los otros…

—¿Por qué? —Más que una pregunta, es un reto. A Nicholas no le importa la respuesta; su objetivo actual es cruzar Fish Street Hill hasta llegar al letrero del Trovador. Simon tiene que apartarlo de un carruaje que se aproxima.

—Entendemos la pena que sientes, Nick. En serio —le dice Simon, que se aferra al brazo de su amigo para evitar que caiga donde está parado.

—Ah, ¿sí? ¿En serio?

Simon Cowper advierte que sus ojos están irritados, como si no hubiera dormido en días.

—Nicholas, sé que esta es una dura prueba para ti…

La interrupción de Nicholas es dura y despectiva.

—Dime, Simon, ¿qué es exactamente lo que crees saber?

—No entiendo…

—¿Qué saben los médicos? ¿Qué sabe Fulke Vaesy? ¡Por la sangre de Cristo! Ese hombre no sabe distinguir una puñalada de una hernia. —Mira a Simon como un loco y escupe las palabras—. ¿Y qué hay de mí? ¿Qué clase de médico soy? ¿Qué es lo que sé?

—Nick, tal vez si volvieras a asistir al sermón…

Pero Nicholas no escucha.

—Te diré lo que sabe el doctor Nicholas Shelby —dice y aparta el brazo para liberarse de la mano de Simon y levanta el pulgar y el índice de su mano derecha para hacer un cero deforme—. Él sabe más o menos esta cantidad de nada.

Lo último que Simon Cowper ve de su amigo es la espalda de Nicholas, que se tambalea en dirección al Trovador, excepto por el momento en que se da la vuelta y le grita con crueldad:

—Si sabes tanto, Simon, sabes que debes dejarme en paz… ¡y limitarte a escribirle poemas de mierda a tu amante!

* * *

Si se mira más allá del dolor, es claro que lo que está destruyendo a Nicholas Shelby no es la autocompasión. No es de los que se compadecen de sí mismos. Más bien, es la ira. Ira pura y simple. Ira contra un Dios indiferente. Ira contra su descubrimiento de que todo lo que había aprendido, desde las enseñanzas de Aristóteles, Hipócrates y Galeno, hasta la medicina práctica que había aprendido en los Países Bajos, no servía de nada en absoluto. Cuando reprendió a la partera por colocar medallas sagradas en el lecho de parto de Eleanor, por poner ramitas de betónica y verbena en los alféizares de la ventanita cerrada, por el sinnúmero de sus frívolas supersticiones, bien pudo haberse callado. Su propio conocimiento ostentoso demostró no ser mejor que ninguna de ellas.

Además está desarrollando una confusión peligrosa mientras bebe, se enfurece y pone a prueba la paciencia de un casero tras otro. El bebé muerto en la mesa de disección de Fulke Vaesy de alguna manera ha hecho más grande la grieta en su cordura y se ha abierto paso a lo más profundo de su cabeza. Ahora está empezando a creer que el niño era suyo y de Eleanor.

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