Héctor de Mauleón - La ciudad que nos inventa

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Héctor de Mauleón le ha devuelto a la crónica sus poderes: voluntad de estilo, erudición, sencillez y profundidad a un tiempo, pasión por los secretos, gran misterio revelado en un relámpago histórico. En pocos escritores el periodismo ha alcanzado la calidad y altura prosísticas con las que De Mauleón resuelve sus reportajes y sus textos de prensa. En las páginas que ha escrito desde hace más de veitne años y en varios libros fundamentales de historia urbana, la crónica vuelve a ser relato, ensayo personal, indagación íntima, reconstrucción de época, todo puesto bajo la destreza de una mano que dirige y organiza las tramas de éste y otros tiempos. La ciudad que nos inventa es el libro más improtante que se haya escrito en el México moderno sobre el laberinto urbano que habitamos día a día. Al mismo tiempo historia social e íntima formada por miniaturas colosales, datos curiosos, revelaciones insólitas, la ciudad brilla desde el año de 1509 hasta la demolición del Cine Teresa y la celebración de los doscientos años de la Catedral. ¿Quiere usted saber la historia de la cerveza, del galeón de Manila, del año de la peste, de las rameras corregidas, de la Estación Buenavista? En estas páginas se encuentran historias, personajes, calles, luces de la ciudad a través de crónicas de seis siglos, la ciudad que como escribió Paz «todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos, / la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir». —Rafael Pérez Gay

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Encontrar la crónica perdida se convirtió en su obsesión. Pero Lucas Alamán había sepultado toda esperanza.

En 1849 –estremece pensar que habían transcurrido 295 años desde que el libro saliera del taller de Juan Pablos–, José María Andrade, quien decía estar enfermo de «bibliofilia acusada», encontró un ejemplar de México en 1554 en la biblioteca de un difunto, el botánico Vicente Fernández. El libro estaba trunco y muy maltratado. Le faltaban las páginas 289 y 290. No importaba, Andrade brincó de felicidad. Atravesó la ciudad hasta la casa de Joaquín García Icazbalceta, en la Ribera de San Cosme, y le obsequió el volumen con la condición de que lo tradujera.

En esos instantes, la vida de Icazbalceta estaba en vías de convertirse en un desastre. Primero perdió a su esposa, luego perdió su fortuna, entró en bancarrota moral y acabó hundido en un letargo que le hizo postergar la traducción durante… 25 años.

Torturado por la idea de que el libro estaba incompleto, el historiador aprovechaba los instantes en que volvía a la acción para cartearse con corresponsales a los que comprometía a buscar en bibliotecas europeas algún ejemplar de México en 1554. En 1866, el ansiado ejemplar apareció por fin. Se hallaba hecho pedazos, pero conservaba intacta la página 290, que Icazbalceta se apresuró a copiar. El hallazgo lo decidió a ponerse a trabajar. En 1875 llevó a la imprenta la traducción. Habían pasado 321 años desde el momento en que Juan Pablos pusiera el libro en manos de Cervantes de Salazar –y éste, en las manos destructoras de sus estudiantes. La primera crónica urbana, el texto más antiguo sobre la ciudad que refundó Cortés abandonaba al fin un sueño de tres siglos.

Tal vez no sabremos nunca lo que dice la página 289. Como en el poema de José Emilio Pacheco, es posible que en esas líneas que no leeremos jamás se encuentren «la verdad y la cifra». El resto de México en 1554 rescata, sin embargo, las visiones, el espacio, los sonidos de un mundo remoto y alucinante: el retrato vivo, transparente, colorido, de un día en la vida de la ciudad. Un día del que no quedaba ya alguna memoria.

1590

Los lentes: ojos para una segunda vida

Los lentes: se decía que con aquellos oculi de vitro cum capsula Roger Bacon podía mirar, desde Oxford, lo que estaba sucediendo en París. Las personas se detenían en la calle para mirar aquel objeto extraño que Bacon solía anteponerse en el rostro: una horquilla construida en forma tan ingeniosa que podía montarse en la nariz «como el jinete en el lomo de un caballo». Por los monasterios corría el rumor de que los lentes permitían leer manuscritos redactados en letra pequeñísima; en las universidades se propalaba la noticia de que los sabios, muertos después de los cincuenta para la lectura y la escritura, adquirían, gracias a ellos, una segunda vida.

Los lentes son un invento del siglo xiii. Surgieron en los talleres de vidrio de Murano, en Venecia, y despertaron con rapidez el asombro de las masas: en la edad de la sombra y las tinieblas, traían de nueva cuenta la luz.

En El nombre de la rosa, una novela irrepetible, Umberto Eco describe cómo esos trozos de vidrio cambiaron la vida de la gente: «Con aquello delante de sus ojos, Guillermo solía leer, y decía que le permitía ver mejor que con los instrumentos que le había dado la naturaleza, o, en todo caso, mejor de lo que su avanzada edad, sobre todo al mermar la luz del día, era capaz de concederle».

En 1352 unos lentes aparecieron por primera vez en una pintura. Tomás de Modena recibió el encargo de hacer el retrato del cardenal Hugo de Provenza. Lo pintó inclinado sobre su escritorio, redactando un documento con la mano izquierda, y portando unas raras gafas que son sólo dos pequeños aros. Ya desde entonces, ser miope y ser zurdo resultaba una costumbre entre cierta gente.

Además de objetos modernísimos, los lentes eran entonces objetos sólo utilizados por hombres mayores y de cierto nivel intelectual. Al vulgo le parecían ridículos. Mortificaban a quien los llevaba con toda clase de burlas.

Los españoles los llamaban antojos. Un estudio de Agustín González-Cano señala que los lentes aparecen por vez primera en la poesía española en el siglo xvi, en unos versos de Alfonso de Villasandino:

Mal oyo e bien non veo.

¡Ved, señor, qué dos enojos!

¡Mal pecado! Sin antojos

Ya non escrivo nin leo.

González-Cano afirma que los lentes bañaron la poesía española, en especial durante el Siglo de Oro: salpican varias páginas de Lope de Vega, y también de su rival, Miguel de Cervantes. Góngora se burlaba de los lentes de Quevedo, y en clave escatológica le dedicó estos versos:

Con cuidado especial vuestros antojos

dicen que quieren traducir del griego

no habiéndolo mirado vuestros ojos

Prestádselos un rato a mi ojo ciego,

porque a la luz saque ciertos versos flojos,

y entenderéis cualquier gregüesco luego.

En 1590 desembarcó en Veracruz don Luis de Velasco, decimoprimer virrey de la Nueva España. Sólo hay en el mundo una pintura suya: dicha obra posee un valor incalculable, pues es la primera referencia sobre el uso de lentes en la Nueva España. En un estudio sobre el empleo de estas herramientas en las colonias del Nuevo Mundo, María Luisa Calvo y Jay M. Enoch describen los lentes de este modo: «[tienen] montura metálica o de material rígido, contorno redondo, con una pinza pronunciada para sujetarlas a la altura de la nariz, y un sistema a modo de varilla no rígida formada por un cordel que bien puede ser material de fibra vegetal u orgánico. La forma redondeada del puente recuerda la de los quevedos, aparecida en el siglo xv».

Cuando don Luis de Velasco desembarcó con aquel raro instrumento montado sobre la nariz, debió dar la impresión de que se trataba de un funcionario que podía ver con claridad realidades de otro modo ocultas. Los miembros de su corte debieron pensar que al nuevo virrey no iba a pasarle lo que a su señor padre, el primer Luis de Velasco, a quien los criollos le montaron una conspiración destinada a asesinarlo. Don Luis lo hizo bien, al parecer. Del virreinato de México lo enviaron al del Perú, donde consta que leyó, tal vez con los mismos lentes del cuadro, la primera edición de El Quijote . Es fácil sospecharle una sonrisa al encontrar esta frase de Sancho: «Que el amor, según yo he oído decir, mira con unos antojos que hacen parecer oro al cobre, a la pobreza, riqueza, y a las lagañas, perlas».

1592

Prehistoria de Avenida Juárez

Según El Monitor Republicano, a mediados del siglo xix una plaga feroz de mosquitos ahuyentó a los paseantes que por las tardes salían a disfrutar de la Alameda. La actual Avenida Juárez no era aún una avenida, sino una sucesión de calles lodosas llamadas Corpus Christi, Calvario y Patoni. No era extraño que los mosquitos hubieran tomado posesión de esa zona, pues en las citadas calles no había más que aguazales, charcos y malpasos: los restos de los lagos que los primeros colonos de la Nueva España habían desecado tres siglos antes, y que lejos de extinguirse, amenazaban con resurgir cada nueva temporada de lluvias.

El rumbo aquel era uno de los más solitarios, de los menos habitados de la ciudad. Había sido así desde el siglo xvi, en que el virrey Luis de Velasco dispuso la creación de la Alameda, el jardín más antiguo de la urbe (fue trazado en 1592). Una calle fue abierta ex profeso, para que la gente pudiera visitar el nuevo paseo. Pero por alguna causa, esa calle no era recorrida más que por unos cuantos. De acuerdo con las crónicas más antiguas, sólo la aprovechaban los habitantes del cercano convento de San Francisco, para escenificar ahí el Vía Crucis, cada viernes de Cuaresma. Los frailes avanzaban penosamente en el lodo, hasta la capilla conocida como el Humilladero, a la que más tarde se llamó del Calvario, y que se encontraba del lado poniente de la Alameda.

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