1 ...7 8 9 11 12 13 ...17 Cuatro siglos más tarde, la tradición se interrumpe. No hay domingo en la Alameda. Sólo árboles, sólo luz. Sólo el silencio que pasa.
1604
Escaleras que llevan a ninguna parte
En el patio trasero de un viejo palacio colonial, la Casa Talavera del barrio de la Merced, hay una escalera trunca. Sus peldaños descienden, se hunden en la tierra, se pierdan en la nada. Es una escalera que va a ninguna parte.
En Estados Unidos y Europa es frecuente hallar escalinatas de este tipo. Todas tienen una historia de fantasmas: fueron hechas para que los espíritus se confundan y se pierdan. Las escaleras de la Casa Winchester, en San Jose, California, son las más célebres del mundo. Las hizo construir la viuda del inventor del rifle de repetición que facilitó la conquista del Oeste y el exterminio de los pueblos indios, Oliver Winchester. La viuda creía que su casa estaba tomada por los espíritus, especialmente los de la gente que la carabina Winchester había matado, así la pobló de escaleras sin destino.
La Casa Talavera fue construida a principios del siglo xvii. La tradición afirma que perteneció al rico marqués de Aguayo. Como toda casa antigua que se respete, posee una interesante dotación de historias de fantasmas.
Las escaleras del patio trasero son ellas mismas el fantasma de otra cosa, el espectro de una ciudad que se fue.
Resulta difícil imaginar que el desierto de asfalto que hoy llamamos Centro Histórico estuvo alguna vez surcado por siete acequias o canales que corrían en todas direcciones, caracoleando a orilla de las casas. El autor de Grandeza mexicana, Bernardo de Balbuena, escribió en 1604 que esos canales formaban calles de agua «que cual sierpes cristalinas / dan vueltas y revueltas deleitosas».
Durante aquellos siglos lejanos, misteriosamente remotos, las casas de la ciudad, contrariando quizá la sentencia de Pedro Calderón de la Barca, tuvieron siempre dos puertas. Una daba a la «calle de tierra», por la que corrían carruajes y cabalgaduras; la otra, que era siempre la trasera, daba a la «calle de agua» y funcionaba como desembarcadero. Allí guardaban los propietarios sus canoas, por ahí (a la puerta trasera le llamaban «puerta falsa») entraba a los domicilios el aprovisionamiento de comestibles adquiridos en el pequeño puerto interior que se ubicaba en la calle de Roldán (frutas, legumbres, etcétera).
¿No es sorprendente enterarse de que la acequia principal pasaba frente al Palacio del Ayuntamiento, a un costado del Zócalo, y continuaba por nuestra actual 16 de Septiembre hasta perderse en las inmediaciones de San Juan de Letrán?
¿Cómo sería esa ciudad? Para el poeta Balbuena era un vergel. Para el resto de los mortales –las mujeres debían salir a la calle cubriéndose la nariz con un pañuelo impregnado de benjuí– la capital era sucia y nauseabunda, como lo fue Venecia: en los canales flotaban desperdicios, inmundicias y animales muertos. Una ordenanza de 1677 obligaba a los vecinos a no echar «basura ni cosa muerta» en las acequias e imponía penas de treinta azotes al «negro o negra, indio o india que la echare».
Entre 1753 y 1781 se determinó eliminar lo que se había convertido en una fuente perenne de malos olores y epidemias. Los canales fueron aterrados. Los puentes que servían para cruzarlos perdieron su razón de ser y pronto se les demolió. Durante muchos años, sin embargo, dejaron su huella en el nombre de las calles: Puente Quebrado, Puente de la Leña, Puente del Cuervo.
La ciudad lacustre entró de ese modo en una agonía que se prolongó hasta 1921, año en que el último vergel, el canal de la Viga, fue asfaltado.
En la Casa Talavera –se le llama de ese modo por un taller de cerámica de talavera que funcionó en sus habitaciones en algún momento del siglo xviii–, las escaleras que llevan a ninguna parte, y que alguna vez bajaron lamidas por las aguas hasta el extinto desembarcadero familiar, son el único vestigio que hoy existe en el Centro Histórico de aquella ciudad inverosímil.
Llevan a ninguna parte, es cierto. Pero a diferencia de otras escaleras, cuando uno cierra los ojos, las de la Casa Talavera le hacen atravesar el tiempo, caminar los siglos. Más que escaleras son una puerta de entrada. Ahí comienza la ciudad invisible de la que hablan los libros: la ciudad de las acequias, de los canales. La ciudad de las puertas falsas.
1605
El Quijote en México
El 12 de julio de 1605, la nao Espíritu Santo partió de Cádiz con muchos pasajeros y un cargamento de 160 libros. El viaje duró dos meses; no hubo novedades: la tripulación cantaba en las tardes la letanía; se invocaba, según el caso, a San Lorenzo o a San Telmo, y cada sábado en la mañana se entonaba a voz en cuello el Salve Regina . El escribano Alonso de Bassa juró ante la Inquisición que dos veces al día se impartía la doctrina a los niños que viajaban en el barco.
Cuando la nao llegó a Veracruz, el 28 de septiembre de 1605, un comerciante llamado Clemente Valdés se acercó a reclamar el cargamento de libros. Declaró que tenía pensado llevarlos a la Ciudad de México para venderlos «a doze Reales». Las autoridades portuarias le entregaron los volúmenes. Venían repartidos en dos cajas: una tenía 76 ejemplares; en la otra había 84. Valdés firmó un documento que comprobaba que se le habían entregado 160 «libros del Ingenioso hidalgo Don quixote de la Mancha ».
El más sublime de los libros que han escrito los hombres, de acuerdo con la definición de Julián Amo, había llegado a América. Hacía sólo ocho meses que Juan de la Cuesta lo había publicado en España.
Esa tarde que los comisarios de la Inquisición abordaron el Espíritu Santo para comprobar que no hubiera libros prohibidos, le preguntaron a Alonso de Bassa en qué se entretenía la gente durante la tediosa travesía. De Bassa respondió: «Traían las dos partes del Pícaro y Don Quixote de la Mancha y Flores y Blancaflor». (Se refería a El pícaro Guzmán de Alfarache , de Mateo Alemán, y a la muy traducida historia francesa de amor cuya primera versión es de 1147.)
El autor de El Quijote , Miguel de Cervantes, intentó alguna vez viajar a América. Su Majestad no autorizó la travesía y le mandó decir «que busque por acá en qué se le haga merced». Seduce la idea de que su libro haya realizado el viaje que a él se le negó, y que lo haya hecho habitando la mente de quienes surcaron el mar a bordo de una nao. Aquellos pasajeros anónimos fueron los primeros lectores de El Quijote . No sería nada extraño que la fama de esta obra se hubiera comenzado a extender como una novedad que traían en la boca los pasajeros de Indias. Cada uno de esos 160 libros siguió un camino que ignoramos, pero que por fuerza ayudó a construir la inmortalidad de Cervantes.
En 1621 el gremio de los plateros hizo una mascarada en honor de San Isidro Labrador en calles de la Ciudad de México. El desfile avanzó por las avenidas más importantes. Quienes participaban, iban disfrazados de caballeros andantes, de personajes de libros de caballería: «Don Belanis de Grecia, Palmerín de Oliva, El Caballero del Febo, yendo el último, como más moderno, Don Quijote de la Mancha […] y últimamente Sancho Panza y Doña Dulcinea del Toboso, que a rostros descubiertos los representaban dos hombres graciosos, de los más fieros rostros y ridículos trajes que se han visto».
¡Cómo querría haber presenciado aquel desfile! A sólo dieciséis años de la llegada del Espíritu Santo a Veracruz, Don Quijote cabalgaba en las calles de México, reconocido no sólo por el gremio de los plateros, sino identificado por un anónimo cronista como el personaje más «moderno» de la literatura.
El Espíritu Santo era parte de una flota en la que venían, entre otros barcos, Nuestra Señora de los Remedios y el San Cristóbal. En 1911 se descubrió que en dichas naos venían otros 102 ejemplares que tal vez fueron a parar a la librería de Pedro Arias, ubicada en pleno Zócalo –es decir, en plena Plaza Mayor–«frente a la Puerta del Perdón de la Yglefia Mayor de México». Los comisarios de la Inquisición tuvieron noticia de que en esos barcos viajaban dos sevillanos que guardaban en su equipaje sendos ejemplares de El Quijote . Se llamaban Juan Ruiz de Gallardo y Alonso López Tríos. No sabemos nada de sus vidas, salvo esto: que se nos adelantaron en el acto de reír y gozar y maravillarse, en el acto de leer sin poder parar las páginas hermosas y sublimes «del Ingenioso hidalgo Don quixote de la Mancha».
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