Héctor de Mauleón - La ciudad que nos inventa

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Héctor de Mauleón le ha devuelto a la crónica sus poderes: voluntad de estilo, erudición, sencillez y profundidad a un tiempo, pasión por los secretos, gran misterio revelado en un relámpago histórico. En pocos escritores el periodismo ha alcanzado la calidad y altura prosísticas con las que De Mauleón resuelve sus reportajes y sus textos de prensa. En las páginas que ha escrito desde hace más de veitne años y en varios libros fundamentales de historia urbana, la crónica vuelve a ser relato, ensayo personal, indagación íntima, reconstrucción de época, todo puesto bajo la destreza de una mano que dirige y organiza las tramas de éste y otros tiempos. La ciudad que nos inventa es el libro más improtante que se haya escrito en el México moderno sobre el laberinto urbano que habitamos día a día. Al mismo tiempo historia social e íntima formada por miniaturas colosales, datos curiosos, revelaciones insólitas, la ciudad brilla desde el año de 1509 hasta la demolición del Cine Teresa y la celebración de los doscientos años de la Catedral. ¿Quiere usted saber la historia de la cerveza, del galeón de Manila, del año de la peste, de las rameras corregidas, de la Estación Buenavista? En estas páginas se encuentran historias, personajes, calles, luces de la ciudad a través de crónicas de seis siglos, la ciudad que como escribió Paz «todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos, / la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir». —Rafael Pérez Gay

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–¿Me permite usted que la acompañe, mialma?

El imprescindible Ángel de Campo retrata en la crónica respectiva a un grupo de señoras con el rosario enredado al cuello, que al salir de misa se plantan en el atrio a chismorrear; a vendedores de nieve, globos y aguas frescas, que vocean sus productos; a músicos, cantantes y cilindreros encargados de llevar a cuestas el clima anímico de la noche; a ociosos en busca de conocidos, y a glotones que mordisquean tamales, turrones, castañas. Arturo Sotomayor afirma que todavía en los años treinta del siglo pasado el atrio era el merendero más democrático de la urbe, y rememora con pasión gastronómica las tortas de chorizo y milanesa que al declinar la tarde hacían, desde un carromato jalado por tracción humana, las delicias de los paseantes.

Si el atrio era un lugar para estar, ahora es, simplemente, un lugar para pasar. No estoy totalmente seguro, pero parece que la ciudad volvió a dejar que algo se le escurriera entre las manos, mientras el herrero, el plomero, el albañil y el pintor esperan, y el curandero «indígena» hace sonar un caracol, y un turista gringo exclama: «Fantastic!», antes de pulsar otra vez el obturador de su cámara.

1549

Una historia de la cerveza

Porfirio Díaz intentó blanquear el gusto de los mexicanos mediante el destierro del pulque. Aunque logró apartar esa bebida «vil y pestilente» del catálogo gastronómico nacional (sólo era consumida por las clases “bajas”) don Porfirio no pudo imponer la costumbre del champán. A cambio, el máximo emblema de su gobierno, el ferrocarril, hizo de México el país que más cerveza consume en el continente.

Hasta fines del siglo xix, el pulque fue la bebida nacional por excelencia. En 1845 comenzó a circular una cerveza llamada Pila Seca, del suizo Bernhard Bolgard, y en 1869 el alsaciano Emil Dercher sacó a la venta la cerveza Cruz Blanca. Como aún no se habían inventado máquinas que fabricaran hielo, el gusto por esta bebida no creció. Nada peor que una cerveza sin fuerza, y la cerveza tibia carece de ésta.

El bar room del porfiriato es uno de los ambientes principales en las crónicas de Ciro B. Ceballos y José Juan Tablada. En esas mismas crónicas, la cerveza es uno de los personajes centrales del bar room. Los poetas modernistas se reunían cada tarde a consumirla en grandes tarros helados. Entre 1890 y 1910, aquel espumoso brebaje vivió su apoteosis, el instante supremo de su deificación. Nadie habría creído que la primera cerveza se había bebido en México trescientos cincuenta años antes, en el lejano 1549.

Hay una versión que indica que la historia de la cerveza está ligada con la colonia Portales, que en aquel tiempo era una hacienda pegada a dos calzadas: Tlalpan e Iztapalapa. La hacienda recibió ese nombre, Hacienda de los Portales, porque en su fachada exterior poseía unos «muy grandes y sombreados» . Luis Rubluo asegura que en 1932 todavía quedaban en la despoblada calzada de Tlalpan vestigios del antiguo casco de la hacienda.

El dueño de aquella finca se llamaba Alonso de Herrera. El virrey Luis de Velasco le autorizó a establecer en ella la primera fábrica de cerveza que hubo en la Nueva España. Una segunda versión afirma que la Hacienda de los Portales estuvo en realidad en Amecameca. En todo caso, el virrey consintió la instalación de la fábrica con unas líneas que harían desmayar de gozo al entrañable Artemio de Valle-Arizpe:

Haríades cerveza y aceite de nabo, jabón y rubia, y para ello trairíades a esta Nueva España los maestres, calderas y aparejos y otras cosas convenientes para el beneficio de todo lo susodicho.

En una carta que por esos días dirigió al virrey, Herrera anotó que la bebida que manaba de su fábrica «la bebían bien los españoles y los naturales», y estimó que la industria de que era precursor «tenía mucho provenir, como la del pastel» ( sic ).

Estaba equivocado porque tres siglos después el pastel provocaría una guerra, y en cambio las dificultades que en 1549 había en México para cosechar trigo y cebada volverían inaccesible el precio de la cerveza. No sabremos jamás a qué supo el primer trago de este producto. Sólo sabemos que a los naturales no les gustó, que no pudo competir con la variedad de bebistrajos de origen prehispánico que habían arraigado entre las clases populares, y que por tanto fue de consumo exclusivo de los peninsulares. La cerveza llegaba a Nueva España por los puertos, debidamente embotellada. ¿Cómo serían, por Dios, aquellos frascos?

En las novelas mexicanas del siglo xix, la gente bebe pulque, chinguirito y aguardiente. Aunque en 1821 hubo una cerveza llamada Hospicio de Pobres (era fabricada en las cercanías de esa institución, ubicada en la actual Avenida Juárez), la protagonista de esta crónica no aparece como motivo literario hasta que el ferrocarril porfiriano permite la importación de cerveza desde Estados Unidos, y facilita la llegada de nuevas maquinarias, así como la instalación de las primeras fábricas de hielo.

Todo se precipita: Santiago Graf lanza en 1875 las cervezas Toluca y México. Siete años más tarde (1883), la invención de la Toluca lager, y la posterior introducción de la cerveza Victoria, convierten a este empresario en el rey de la industria.

En las célebres cartas enviadas durante su residencia en México, Madame Calderón de la Barca narró los años en que el pulque era la bebida favorita de la aristocracia. Hasta antes de la «ferrocarrilización» de México, el neutle era la primera bebida a la que tenían acceso los jóvenes: lo hallaban cada día en la mesa familiar; las madres cometían, incluso, la barbaridad de destetar a los niños con pulque. Hoy, el ferrocarril es un fantasma del pasado, pero la primera bebida a la que tienen acceso los jóvenes es la que fabricó Alonso de Herrera. Da lo mismo si fue en Amecameca o en la colonia Portales.

1554

La primera crónica urbana

La Crónica que describió por primera vez las calles, las plazas y los edificios de la Ciudad de México estuvo perdida durante tres siglos. Lucas Alamán consideró, en 1844, que no quedaba ya posibilidad alguna de localizarla. Sólo se conservaba el registro de su título en algunos antiguos catálogos bibliográficos novohispanos. El doctor Francisco Cervantes de Salazar, profesor de la Real y Pontificia Universidad de México, la había escrito, más que para cantar la gloria de la ciudad recién fundada, para difundir el uso del latín entre sus estudiantes. De modo accidental, Cervantes de Salazar había legado un retrato vívido, extraordinario, de la niñez de la ciudad.

El libro, Diálogos latinos (hoy se le conoce como México en 1554) salió justo ese año de la imprenta del célebre Juan -Pablos. Ignoro de cuántos ejemplares constó la edición; lo cierto es que casi todos se perdieron: habían ido a parar a las manos destructoras de los estudiantes, a quienes poco ha importado -desde siempre conservar sus libros de texto. Unos años más tarde sólo quedaba la memoria más o menos vaga de que México en 1554 había existido. En aquel libro se cumplía el destino de la mayor parte de las obras coloniales que, según el bibliófilo Joaquín García Icazbalceta, cuando no se perdían para siempre en los fragores de la vida diaria, llegaban al futuro incompletas, rotas, sucias, manchadas, podridas, apolilladas «y con letrerotes manuscritos».

El doctor Cervantes de Salazar fue acusado por sus contemporáneos de vanidoso y «sediento de honra». Más tardó en morir que en ser olvidado.

A mediados del siglo xix, una generación extraordinaria determinó que su vocación no consistía en escribir nada nuevo, sino en regenerar la memoria, arrancar al pasado materiales olvidados para que otros autores escribieran sobre éstos. José Fernando Ramírez, José María Andrade, Manuel Orozco y Berra y Joaquín García Icazbalceta formaron parte de ese grupo que se pasó la vida husmeando en bibliotecas y escarbando en los depósitos de los conventos, en busca de libros y manuscritos antiguos. Estos personajes exhumaron la mejor colección de obras documentales que se ha publicado en México.

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