Héctor de Mauleón - La ciudad que nos inventa

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Héctor de Mauleón le ha devuelto a la crónica sus poderes: voluntad de estilo, erudición, sencillez y profundidad a un tiempo, pasión por los secretos, gran misterio revelado en un relámpago histórico. En pocos escritores el periodismo ha alcanzado la calidad y altura prosísticas con las que De Mauleón resuelve sus reportajes y sus textos de prensa. En las páginas que ha escrito desde hace más de veitne años y en varios libros fundamentales de historia urbana, la crónica vuelve a ser relato, ensayo personal, indagación íntima, reconstrucción de época, todo puesto bajo la destreza de una mano que dirige y organiza las tramas de éste y otros tiempos. La ciudad que nos inventa es el libro más improtante que se haya escrito en el México moderno sobre el laberinto urbano que habitamos día a día. Al mismo tiempo historia social e íntima formada por miniaturas colosales, datos curiosos, revelaciones insólitas, la ciudad brilla desde el año de 1509 hasta la demolición del Cine Teresa y la celebración de los doscientos años de la Catedral. ¿Quiere usted saber la historia de la cerveza, del galeón de Manila, del año de la peste, de las rameras corregidas, de la Estación Buenavista? En estas páginas se encuentran historias, personajes, calles, luces de la ciudad a través de crónicas de seis siglos, la ciudad que como escribió Paz «todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos, / la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir». —Rafael Pérez Gay

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La Reforma demolió los muros del convento de Santo Domingo y años más tarde Álvaro Obregón cambió la nomenclatura de las calles del centro. Pero en República del Perú existen rincones en los que nada ha cambiado: todavía puede suceder allí cualquier cosa.

Salgo a buscar la casa de la mujer herrada, el número 100 de la vieja República del Perú: una colección de casonas en ruinas, muchas de las cuales proceden de otros siglos.

Atravieso imprentas, talleres, distribuidoras. «Trabajos -ur-gentes», «Tortas Perú», «Novias Ivonne». Cerca de la legendaria Arena Coliseo aparece una vecindad de estilo neocolonial que debió ser fincada en las primeras décadas del siglo xx. En ese predio nació la leyenda que Vidal escribió y Sedano escuchó en la Profesa una mañana o una noche misteriosa de 1670.

Hay algo viejo y olvidado y descompuesto en esta calle. Tatuajes, motonetas, mugre y basura. Una sensación punzante de inseguridad. Entraré en el número 100, aunque algo me dice que ser herrado es lo menos grave que ha pasado nunca en esta calle.

1676

La Casa de la Custodia

Ítalo Calvino afirma que las ciudades no dicen su pasado, pero lo contienen como las líneas de una mano, «escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras».

Durante casi tres siglos, la plazuela de Loreto fue la última plaza de la ciudad. Incontables virreyes la emplearon como muladar o como estercolero, pero en el siglo xviii se hizo lo posible por embellecerla. Todo resultó en una combinación inquietante: Loreto tiene la belleza de una muchacha enferma.

A unos pasos de ese sitio se alza una casona de tezontle color vino que procede del siglo xvii. Decir que se alza es mucho decir, porque está tan ruinosa que apenas puede sostenerse en pie. En su fachada está escrito un relato: ese antiguo inmueble, se le conoce como Casa de la Custodia, lleva siglos narrando a los caminantes una de las peores tragedias que ha vivido esta ciudad.

La casa se halla en el segundo tramo de la calle Justo Sierra. Una placa informa que el capitán Juan de Chavarría murió en ese lugar el 29 de noviembre de 1682. A diferencia de otras casas coloniales, entregadas a la potestad de las vírgenes y los santos, en el pequeño nicho que corona su fachada no hay imagen religiosa alguna: las palomas se posan en un extraño brazo esculpido en piedra: un extraño brazo que parece sostener con fuerza una custodia.

Ha pasado tanto desde que el altorrelieve fue empotrado en aquel nicho, que es necesario mirarlo con extrema atención para distinguir su forma. Los cronistas de México, José María Marroquí, Luis González Obregón, Artemio de Valle-Arizpe, se detuvieron a observarlo alguna vez. Gracias a ellos conocemos su historia.

El viernes 11 de diciembre de 1676 un incendio devoró en menos de dos horas el templo de San Agustín (en la esquina de nuestras actuales Venustiano Carranza e Isabel la Católica). Un diario de sucesos notables de la época dice que se trató de «una noche lúgubre»: se celebraba el aniversario de la aparición de la Virgen de Guadalupe, la ciudad entera participaba en las fiestas; de pronto, el fuego bajó por una de las torres.

En el xviii, la única posibilidad real de evitar que un incendio se comunicara a las casas cercanas consistía en provocar el derrumbe del edificio que ardía. Acarrear agua desde las fuentes públicas resultaba tan inútil como la práctica de sacar de los templos las imágenes religiosas y llevarlas al lugar del siniestro, o la de arrojar a las llamas cartas en las que los santos mandaban que el incendio cesara de inmediato.

Mientras el público huía de la quemazón, el capitán Juan de Chavarría, un noble que se pasó gran parte de la vida fundando iglesias y obras pías, se abrió paso entre las llamas y salvó una de las piezas más preciadas del templo: la Custodia del Divinísimo.

La primera piedra de San Agustín fue colocada por el virrey Antonio de Mendoza en 1541. Una obra de ciento treinta años se perdió en el incendio. La Custodia fue lo único que se salvó.

La tradición sostiene que a manera de homenaje, la ciudad hizo colocar en lo alto de la casa del capitán Chavarría un altorrelieve de piedra que perpetuaba su hazaña. A la muerte del militar se puso junto a su tumba una estatua que lo representaba, hincado, en actitud devota. Pero ese monumento sepulcral –Chavarría fue enterrado en el templo de San Lorenzo– ha desaparecido.

Quiero ver el interior de la casa de Chavarría, caballero de la Orden de Santiago, marido de la condesa del Valle de Orizaba. Así que camino por el centro hasta la plazuela de Loreto: hay una fuente labrada por Manuel Tolsá, que hasta 1925 adornó una glorieta de la avenida Bucareli. En esta parte del centro todo es muy antiguo. Me voy como sumergiendo en las calles del rumbo: iglesias inclinadas por el hundimiento, marquesinas de comercios que dejaron de existir hace varias décadas, vecindades que antes fueron palacios y pertenecieron a individuos de apellidos apergaminados.

Hay tardes en las que tengo suerte. Cuando toco el viejo portón de madera (en una parte restaurada y habitable de la casa se hallan las oficinas de una sociedad mutualista), el hombre que me recibe, un viejo maestro normalista, accede a mostrarme la parte impresentable de la residencia: un ala en la que los techos se han derrumbado, en el que las grietas muestran restos de pintura de épocas diversas y en donde la hierba va comiendo brutalmente todo espacio: incluso han crecido árboles en el antiguo salón, bajo cuyos techos derrumbados alguna vez transcurrió la vida.

Desde el incendio de 1676, el brazo de Chavarría contó a los caminantes una historia. Pero aquella generación murió, y las siguientes la olvidaron. El brazo perdió su significado y el altorrelieve, manchado por las palomas, se va borrando también.

Las ciudades no dicen su historia, aunque a veces los despojos hablan.

1684

El fuego de Sigüenza

A unas calles del Palacio Nacional, como un barco despedazado que se negara a naufragar bajo las aguas del tiempo, flotan los muros cenizos del convento de Jesús María. En 1597, sobre los muros de la portería, se esculpió una inscripción que todavía se conserva: Aducentur regi Virgines. Aducentur in templum regis («Las vírgenes son llevadas al Rey, son llevadas al templo del Rey»). Los mil doscientos metros cuadrados que conformaron el convento se hallan en el abandono desde 1985, el año siniestro para la ciudad: el año en que vino el terremoto.

He estado rondando las puertas de metal que lo sellan, en busca de una rendija. De plano me pongo pecho a tierra sobre la banqueta y alcanzo a ver por fin, desde un agujero minúsculo, algunas franjas del claustro. Ver es un decir. Ahí no hay más que muros y arquerías en ruinas y en sombras. La vieja estructura se sostiene apenas, malamente apuntalada por unas vigas.

Lo primero que me llega a la cabeza es la leyenda de fantasmas que en el siglo xvii se tejió en este convento. El primero en relatarla fue el sabio novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora. La historia figura en un pasaje del Paraíso Occidental –que el impresor Juan de Ribera publicó en 1684. Las monjas de Jesús María afirmaban que el espectro de un clérigo ascendía noche con noche la escalinata oscura del claustro. Nadie les creyó hasta que el alma en pena del sacerdote se apersonó en los sueños de una monja, Tomasina Guillén, y le pidió que orara por él, y en prueba de su existencia le dejó en el brazo la huella de unos dedos que parecían marcados con fuego.

Relata Sigüenza que la historia creó tal alarma en la ciudad que el virrey decidió ir al convento para cerciorarse que aquel fuego «no era del usado en este mundo». Cuenta Sigüenza que las quemaduras duraron treinta años y se curaron de golpe la noche misma en que el clérigo salió, luego de tres décadas de oraciones, de los horribles padecimientos que sufría en el Purgatorio. Cuenta Sigüenza que él mismo llegó a ver y tocar las escaras (pero Sigüenza, ya se sabe, se hallaba dominado por un ciego misticismo).

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