Héctor de Mauleón - La ciudad que nos inventa

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Héctor de Mauleón le ha devuelto a la crónica sus poderes: voluntad de estilo, erudición, sencillez y profundidad a un tiempo, pasión por los secretos, gran misterio revelado en un relámpago histórico. En pocos escritores el periodismo ha alcanzado la calidad y altura prosísticas con las que De Mauleón resuelve sus reportajes y sus textos de prensa. En las páginas que ha escrito desde hace más de veitne años y en varios libros fundamentales de historia urbana, la crónica vuelve a ser relato, ensayo personal, indagación íntima, reconstrucción de época, todo puesto bajo la destreza de una mano que dirige y organiza las tramas de éste y otros tiempos. La ciudad que nos inventa es el libro más improtante que se haya escrito en el México moderno sobre el laberinto urbano que habitamos día a día. Al mismo tiempo historia social e íntima formada por miniaturas colosales, datos curiosos, revelaciones insólitas, la ciudad brilla desde el año de 1509 hasta la demolición del Cine Teresa y la celebración de los doscientos años de la Catedral. ¿Quiere usted saber la historia de la cerveza, del galeón de Manila, del año de la peste, de las rameras corregidas, de la Estación Buenavista? En estas páginas se encuentran historias, personajes, calles, luces de la ciudad a través de crónicas de seis siglos, la ciudad que como escribió Paz «todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos, / la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir». —Rafael Pérez Gay

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Desde su salida de Manila, nueve meses atrás, no ha dejado de sufrir, de padecer, de esforzarse. Y sin embargo, las frívolas pinceladas que aquel hombre de 46 años plasma en su libro, están llenas de color.

Amanece el domingo 3 de marzo de 1697. Giovanni Francesco Gemelli Careri sale a la calle. Ese día hay función en la Catedral. Ese día conocerá el espectáculo que es la calle de Plateros. Caminará por Tacuba, se acercará a la Alameda, contemplará las acequias: se inmergirá en la ciudad que Bernardo de Balbuena llamó «centro de perfección, del mundo el quicio».

Si cierro los ojos, puedo saber lo que vio.

1722

Los dueños de la mañana

Durante los años en que dirigió Ovaciones , Jacobo Zabludovsky se impuso la costumbre de mostrar el primer ejemplar que salía de la rotativa a los voceadores que aguardaban la remesa del día a las puertas del periódico. Zabludovsky dice que podía saber si una edición iba a venderse o no con sólo observar la reacción de esos sinodales. Nadie como los voceadores para tomar el pulso de un encabezado o de una noticia: último eslabón de un ciclo que comienza con la redacción de una nota y llega a su culminación al momento de entregarla impresa a los lectores, los voceadores conocen a su público más que los propios periodistas. No en vano andan voceando cosas por la calle desde que en 1541 un impreso ofreció la «relación del espantable terremoto que agora nuevamente ha acontecido en las Yndias, en una ciudad llamada Guatimala».

Medio milenio después los voceadores pueden preciarse de haber acompañado el desarrollo de la prensa mexicana. Por sus manos manchadas de tinta han pasado todas las publicaciones editadas en el país, desde la fundación en el siglo xviii del primer periódico «formal», la Gazeta de México (1722), hasta la llegada de diarios como El Universal , Milenio y Reforma .

Rafael Cardona los ha definido como «dueños de la mañana y señores de la última verdad». Tomando como punto de partida las montañas de papel que han delimitado su territorio histórico –Humboldt, Artículo 123, Donato Guerra, Iturbide–, los voceadores, dice Cardona, van clavando puñales en el corazón de la gente: no de otro modo distribuyeron los 385 mil ejemplares que en 1957 vendió la muerte de Pedro Infante; no de otra forma se agotó la edición que mostraba las fotos de un mundo en ruinas, en el ya lejano septiembre del 85.

¿Cuántas albas despertó la Ciudad de México con sus gritos? El investigador José Luis Camacho rescata uno de los más memorables: «¡La muerte del emperador de Alemania que está muy malo!».

Hace unos años, la Unión de Expendedores y Voceadores de los Periódicos de México presentó, con un centenar de fotografías exhumadas de los fondos Casasola y Nacho López , así como una veintena de artículos entresacados de diarios y revistas del pasado, un libro, Voces de la libertad , que traza a grandes saltos la historia de uno de los gremios más antiguos de la urbe. Lo mejor de ese libro, su recorrido visual, inicia con una imagen de 1895 en la que gendarmes porfirianos se lanzan contra un grupo de «papeleritos» a un costado del Zócalo. La imagen procede de unos días en los que el régimen porfirista había decidido prohibir el voceo en las calles, pues, cuenta Ciro B. Ceballos en Panorama de México , «para inflar noticias aquellos muchachuelos endiablados no había reputación que no hicieran añicos ni crimen que no elevaran al máximo horror».

El viaje prosigue con una extensa galería de niños voceadores de El Nacional y El Demócrata (1925), que parecen ajustarse a la estampa que en julio de 1893 hizo un redactor de El Siglo Veinte:

Aquí tienen ustedes al granuja

más simpático de la población.

Es una abeja que recorre la

ciudad en todas direcciones,

voceando su periódico.

Maltratado, hecho pedazos, con

la oreja saliéndose entre la copa

y el ala del sombrero. Alegre,

peleonero, decidor y más vivo

que una ardilla.

Las noventa fotografías que completan el libro narran la transformación de una urbe que se va poblando de autos y rascacielos y en la que «los granujas más simpáticos de la población» –niños en ruinas, arrollados siempre por la urbe– siguen voceando en los amaneceres negros «de un día que al cabo de las horas se transformará en ayer y después en Historia», como solía decir José Emilio Pacheco.

Entre 1823 y 1828 se prohibió varias veces el pregón de noticias en plazas, calles y lugares públicos. En esos años, los voceadores fueron reprimidos y algunos de ellos incluso asesinados. En 1853 se les ordenó «gritar» sólo el título de los diarios y no el contenido de las noticias; en 1895, cuando ya se desencadenaban los años crudos del crepúsculo porfirista, padecieron cárceles y persecuciones al lado de los redactores de El Diario del Hogar y El Demócrata. Voces de la libertad: este gremio «perjudicial, escandaloso e intolerable», asociado desde siempre a la vida de la urbe, sería una pieza clave en la libre circulación de ideas, en algunas de las conquistas que hoy nos resultan imprescindibles y naturales.

1754

Baños de vapor

En esta ciudad el baño de vapor fue durante siglos la ventana por la que se asomaban los domingos. Paredes de azulejo, mesa de masajes, toallas y sábanas percudidas, brillantinas, lociones, hojitas de rasurar: todo lo que habita en las crónicas que periodistas como Ricardo Cortés Tamayo dedicaron a estos establecimientos. La tradición del «vaporazo», forma suprema del baño público («Una restregadita con sal, por favor», «¡Ropa para el 9! ¡Jabón y zacate para el 12!»), comienza a extinguirse, sin embargo. De mil quinientos baños públicos a principios de los años ochenta, no quedan en la actualidad sino unos doscientos, en buena parte consagrados como centros de ligue de la comunidad homosexual.

Los baños públicos más antiguos de que se tiene registro estuvieron en las caballerizas del convento de San Camilo, ubicado en la calle de Regina. Nada de este edificio –construido en 1754– se mantiene en pie. En los años posteriores a la Reforma se levantaron sobre sus ruinas las instalaciones del Seminario Conciliar, en donde años después funcionó –y funciona hasta la fecha– la primera secundaria que hubo en el país (la secundaria 1, César A. Ruiz). Una parte del convento de San Camilo se conservó hasta hace poco tiempo, pero el gobierno de Marcelo Ebrard la demolió injustificadamente para entregar el predio a vendedores ambulantes.

En ese sitio victimizado por políticas clientelares del gobierno de la capital, los frailes camilos habían acondicionado un baño público, en el que además de practicar la natación era posible lavar las cabalgaduras. El negocio no debió rendir grandes dividendos, porque en ese tiempo el aseo personal era cosa que se postergaba tanto, o más, que el pago de los impuestos. De hecho, para sostener los gastos del convento, los frailes de la religión agonizante (se les llamaba de ese modo, pues su misión consistía en ayudar a bien morir a los enfermos) tuvieron que abrir, a un lado de los baños, un juego de pelota que se alquilaba por hora a los comerciantes vascos.

La historiadora Mónica Verdugo afirma que en 1856 existían en la Ciudad de México dos clases de baños públicos: los destinados a las personas «decentes», situados en las calles más céntricas y elegantes –San Agustín, Vergara, Coliseo y Betlemitas–, y aquellos destinados a cubrir las necesidades del pueblo, abiertos en las orillas y en calles de los barrios más tristes: Delicias, Jordán, Pescaditos, San Camilo, Perpetua y Puente Quebrado.

Antes de que el efímero gobierno de Francisco I. Madero inaugurara el servicio que llevó a los domicilios «el agua de la llave» (1912), quien deseara bañarse en su propia casa debía mandar por agua a las fuentes públicas o pagar a los aguadores el precio fijado por cada cántaro que transportaban. Los baños públicos cumplían entonces una función vital: eran opciones cómodas, rápidas, baratas.

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