—¿No me dejas subir al pescante?
—¿Prefieres la compañía de Salvador?
—¡No, no! Era por no dejar…
Y hubiera dado cualquier cosa por encaramarme en el pescante al lado de Salvador, calzado de polainas y en la cabeza un sombrero de copa con su cucarda tricolor; pero sólo pude alcanzar este deseo años más tarde, cuando nos trasladamos a vivir a Santa Ana y él me entregaba las riendas de vez en cuando.
Por ir sentado en el «estrapontán», frente por frente de la abuela, veía el mundo en fuga hacia atrás. La victoria se mecía sobre los muelles, como una hamaca, por la calle empedrada que descendía en pendiente hacia la Calle Real. Allí torcía a la derecha, siguiendo la línea del tranvía que era de mulas y comenzaba a convertirse en eléctrico en algunos trayectos todavía escasos.
—¿Para qué tranvías eléctricos? Ya no se podrá andar por la calle.
Dejábamos atrás entre la marea de los tejados y las manchas verdes de los jardines y de los solares, primero las torres encaladas de la Candelaria, luego las de la Catedral doradas por el sol, la cúpula redonda de Santo Domingo con sus tejas vidriadas, la torre cuadrada de San Francisco, la fea torrecita de la Veracruz, la torre minúscula de la Tercera, la blanca espadaña de Las Nieves, las rejas del parque del Centenario y el Bosque de la Independencia, y finalmente la tosca espadaña de la iglesia de San Diego.
Su capellán, el padre Almansa, era un anciano simple como un santo medioeval y vestía el hábito de estameña azul que los franciscanos habían usado cincuenta años atrás. Al pasar por allí lo veía sentado en una piedra al pie de la tumba del virrey Solís, cuya extraña historia oí contar infinidad de veces, pues con la de la Mula Herrada, la Emparedada y el Crimen de los Alisos, era de aquellas que constituían el plato fuerte en los relatos de las costureras y las sirvientas viejas.
—¿Tú crees que el padre Almansa es un santo?
—Eso lo sabrá Dios.
—¿Y qué es ser santo?
—Ser santo es ser un hombre de Dios y vivir como Dios quisiera que viviéramos todos.
—¿Con un hábito azul y pelos grises en las orejas?
—Cállate. ¡No digas boberías!
Hasta ahí llegaba Bogotá. La Calle Real que se había vuelto Camellón de Las Nieves, pasados los parques de San Diego y de la Independencia, del Panóptico hacia el norte, se convertía lisa y llanamente en el camino real. Muchas calles eran todavía empedradas, con cantos redondos de río. Otras empezaban a cubrirse de asfalto. La ciudad era chata, homogénea, con casas de uno o de dos pisos, conventos ciegos del tiempo de la Colonia, gabinetes y miradores, ventanas de balaustres, anchos zaguanes siempre abiertos y balcones corridos.
Quedaban atrás y se alejaban rápidamente las casas de los vecinos. En la cuadra próxima a la Calle Real se veían el almacén y los baños de La Rosa Blanca, las tiendas de unos relojeros suizos o alemanes y el famoso almacén de Victor Huard, en toda la esquina. El descenso por aquella calle despertaba en mi abuela los mismos recuerdos y las mismas observaciones sobre lo que había cambiado la ciudad desde los tiempos en que mi abuelo había sido nombrado Secretario de Gobierno en la administración del señor Núñez y se instaló con la familia en Bogotá. En esa época los vecinos de la carrera 5.ª no habían construido su bella casa de ladrillos, con balcones de balaustres de hierro forjado; ni los padres candelarios habían reformado bárbaramente las torres de su iglesia; ni un coterráneo de mi abuela se había arruinado en esa casa de piedra que hoy ocupaba la Nunciatura Apostólica. Las mujeres eran más elegantes, las muchachas más bonitas, los caballeros no usaban esos horribles borsalinos que ahora estaban de moda, y los bailes en las casas bogotanas eran tan suntuosos como nadie podría soñar. Las familias no se habían ido a vivir a barrios lejanos, en el Camellón de Las Nieves y en el parque de la Independencia; y ahora se veían muchos artesanos por la calle y gentes ordinarias llegadas de provincia. Olvidaba mi abuela —de paso— que ella era una señora provinciana a quien Tipacoque le hacía falta aún en Bogotá.
—En mi primer baile de casada, cuando tu abuelo era presidente del estado soberano de Boyacá, me puse un traje tan descotado que tu bisabuela me colocó sobre el pecho un cuadro de la Santísima Trinidad.
—¿Eso para qué, dime? ¿Era más bonito?
—Eran otros tiempos…
En la calle 12 había una maravillosa tienda de juguetes que se llamaba La Poupée.
—¿Cuándo es la Nochebuena? ¿Está todavía muy lejos?
—Estamos en mayo apenas… ¿Por qué me lo preguntas?
—¿Crees que el Niño Dios habrá visto los trenes de cuerda que llegaron a La Poupée?
En la Calle Real se veían boticas y grandes almacenes oscuros, misteriosos, con un gato soñoliento sobre el mostrador y un señor calvo y amarillo que parado en la puerta miraba pasar la gente. En las boticas vendían unas gomas verdes, azules, rojas, amarillas, que sabían a hoja de eucalipto y producían un chorro de aire frío en la garganta cuando las tomaba porque me daba tos. Desgraciadamente, ahora no tenía tos.
De dos o tres cafés se volcaba sobre la calle, al través de las celosías de la puerta, un olor a empanadas fritas y a cerveza.
—¿Qué hacen los señores en los cafés, madrecita?
—Conversar, jugar al billar, tomar una copa de brandy, qué sé yo…
—¿Cuándo podré ir yo a los cafés?
—Los niños no van nunca a los cafés. Las personas serias tampoco. Tu abuelo nunca puso los pies en un café…
La gente principal de la ciudad se componía de comerciantes que todo lo importaban del exterior —telas, rancho, calzado, trajes, licores, dulces— más unas cuantas familias que alternaban el comercio con la agricultura en las haciendas de la Sabana. Los empleados públicos y privados morían en sus puestos, y en ciertas épocas de inanición, cuando el Gobierno no tenía con qué pagarles los sueldos ni a los agentes de la Policía. Bogotá era la única ciudad del mundo, tal vez con alguna de Holanda, donde el comercio gozara de prestigio social. Se contaba que un diplomático español que llegó a Bogotá en los primeros años del siglo, lo primero que hizo fue visitar los almacenes de la Calle Real y de la calle de Florián para remozar su guardarropa, pues había sudado sus elegancias Magdalena arriba, y en los trasiegos del viaje había perdido varios kilos y varios trajes. Recién llegado fue invitado a un baile muy elegante, de los que solían darse en aquellos tiempos. Cuando le presentaron unos caballeros de frac, acompañados de hermosas señoras cubiertas de joyas, le preguntó con extrañeza al amigo que lo había llevado a la fiesta:
—¿Y han invitado a un baile como este a estos señores que ayer me vendieron el uno unos guantes, el otro un paraguas, aquel un par de zapatos, el que está en el rincón unas mancornas?
El amigo lo dejó todavía más perplejo cuando le explicó que el señor que le había vendido los guantes era el que daba el baile.
Otras veces, en lugar de seguir la carretera del norte hacia Chapinero y Usaquén, la victoria descendía por la avenida Colón para tomar en Puente Aranda el antiguo camino de occidente por el que huyeron los virreyes. Un poco abajo de las estatuas de la Reina Isabel y de Cristóbal Colón, al dejar atrás la estación del ferrocarril de la Sabana y el reformatorio de Paiba, la avenida se volvía un camino. Cada dos o tres kilómetros se ensanchaba formando una minúscula plazuela, y las tapias se abrían en semicírculo con el objeto de que en los tiempos de la Colonia pudiera dar la vuelta la carroza del virrey, de la que tiraban dos parejas de mulas. No era raro encontrar por allí señores a caballo, enzamarrados, con la ruana terciada. Eran «orejones» sabaneros que volvían de sus haciendas, de vigilar la trilla o el ordeño.
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