Eduardo Caballero Calderón - Memorias infantiles

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En este libro, Eduardo Caballero rememora su infancia y su paso a la adolescencia, recuerdos que no solo reflejan su yo, sino también el espíritu de la Bogotá de comienzos del siglo XX, una ciudad que, al igual que Colombia, luchaba para mantenerse en el sopor colonial, negándose con ímpetu a las fuerzas de la modernidad que ya se encontraban en la educación, la cultura y la tecnología. Así, este niño ve con ojos cristalinos la vida de esta ciudad provinciana en la que juega, sueña, sufre, pero sobre todo se pregunta por las cosas que pasan a su alrededor, como lo hacíamos todos en nuestra infancia. Este libro es una impresionante muestra de cómo la infancia es la misma en su diversa experiencia: desde los sencillos juegos de niños, pasando por los primeros escarceos amorosos, hasta la comprensión de la pandemia, la injusticia y la violencia que azotó a Colombia a comienzos del siglo XX.

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Yo jugaba como todos los niños a ser ermitaño del desierto en una cueva armada en algún rincón del jardín, con latas y cartones; pero nunca dije misa como mi hermano mayor, revestido con ornamentos de papel pintado; ni prediqué como uno de mis primos, ni confesé a mis primas, ni aprendí a acolitar al padre Cándido. Sin embargo tenía un espíritu profundamente religioso y vivía en comunión constante con un más allá al cual deseaba llegar arrebatado por la gloria, una gloria de héroe, de sabio, de mártir, que no distinguía bien.

La mayor diferencia que encontraba entre los niños y las personas mayores consistía en que estas eran realidades concretas mientras que nosotros sólo podíamos encarnar temporalmente cuando jugábamos a ser sacerdotes, o mili­tares, o toreros, o ladrones. Mamá era una santa, papá era un héroe que había estado en la guerra montado en un caballo blanco y con una espada en la mano; y como el Dios Padre, más allá de la santidad, el heroísmo y la sabiduría, mi abuela era todopoderosa.

Cuando pocos meses antes de su muerte ma­­má comenzó a languidecer como una flor que se amarilla, se marchita, se desgonza y finalmente se desgaja del tallo que la ligaba al tronco del árbol, yo rezaba sin parar, convencido de que si dejaba un momento de hacerlo mamá se moriría sin remedio. Cuando la vi morir caí en un estupor religioso. No volví a poner los cinco sentidos en la oración, me limitaba a recitar todas las noches lo que ella me había enseñado, y rezaba conmigo antes de darme la bendición y un beso que rozaba mi frente como el ángel del sueño.

Todo esto vino después, cuando dejé de ser ni­ño. Ahora, a muchos años de ese aciago día, no me pasaba por la imaginación la idea de que mi abuela y mamá pudieran morir. El mundo era dorado y azul, con nubes redondas que flotaban en el cielo de la Sabana. No me gustaba, digo, jugar a ser cura, ni tampoco tenía la menor intención de volverme santo. Pero con los fantasmas y los aparecidos había establecido una comunicación constante. Conocía puertas misteriosas del otro mundo: el cuarto pequeñito debajo de la escalera que llevaba al consultorio de papá Márquez, y un pequeño tragaluz que aparentemente servía para ventilar el sótano debajo de la galería de cristales donde se la pasaba la abuela. Si me encaramaba a los árboles del jardín era para mirar a lo lejos, y si caminaba por el tejado de la casa, a riesgo de romperme las piernas, era para mirar más alto. No establecía fronteras entre el mundo del más allá y el mundo de más arriba, el que se sujetaba a la geometría y al sistema métrico decimal. El cielo debía quedar más alto que el tejado, el más allá al otro lado de las tapias del jardín y el oscuro y frío pasadizo de la muerte podía ser el tragaluz del sótano o el cuarto que quedaba debajo del rellano de la escalera.

Los frailes amigos de la casa nada tenían que ver con estas cosas. Flotaban como barcos en el mar del recuerdo, sin dejar otra estela que su imagen física arrebujada en manteos de color negro.

* * *

Brincando de rama en rama de los brevos del jardín, acababa encaramado en las bardas de la tapia que lo separaba del solar del escritor Gómez Restrepo, del patio del millonario Vargas y del lavadero de la casa de los Cárdenas. Estos vecinos habían llegado hacía poco de Roma donde su abuelo, el expresidente Concha, era embajador ante el Vaticano. El lavadero de los Cárdenas y el patio trasero del millonario Vargas —viejo agrio y solterón— atraían mi curiosidad mucho menos que la casa del escritor Gómez Restrepo. Tenía miedo de que las sirvientas de esas casas me vieran y pusieran la queja, pues de vez en cuando rodaba una teja y se hacía añicos contra el suelo. Era un peligro mortal. Mamá Toya contaba que siendo todavía niña, la hija mayor de mi abuela murió cuando jugaba a las muñecas en el jardín y le cayó una piedra en la cabeza, arrojada por alguien desde una casa vecina. De manera que de esas casas tiraban piedra para matar a la gente.

En el lavadero de los Cárdenas nada había que ver fuera de la ropa puesta a secar en una cuerda, y un par de bicicletas que los niños de la casa habían traído de Roma, y yo todavía no tenía bicicleta. En cambio al solar contiguo solía el millonario salir a tomar el sol, cuando lo había, sentado en una mecedora en la que permanecía horas enteras balanceándose, sin toser, sin hablar, sin moverse, sin abrir ni cerrar los ojos, como un lagarto. Aquella desesperante apatía, que yo incorporaba a mi concepto de lo que debía ser un millonario —un hombre que tiene dinero suficiente para comprar lo que se le antoja, pero a quien no se le antoja comprar nada— me dejaba perplejo.

—¿Qué hace con su dinero el millonario Vargas? ¿Dónde lo esconde? ¿Para qué lo necesita?

Dos o tres días a la semana, a la misma hora, aunque lloviera a cántaros, trepaba en su Victoria arrebujado en una ruana y se iba a dar vuelta a sus haciendas. Lo acompañaban dos únicos amigos que tenía. Él les pagaba un sueldo para que lo siguieran a todas partes, a condición de que no hablaran entre sí ni a él le dirigieran la palabra. Tenía otro compañero, un joyero de la calle 12 a cuya puerta permanecía de pie todas las tardes mirando pasar la gente. Yo lo había visto muchas veces al regresar del colegio.

Muy atildado en el vestir, con un rostro seco y amarillo, una mueca desdeñosa en los labios y unas narices largas de orificios peludos por los cuales parecía aspirar, a todas horas, un olor desagradable, el millonario Vargas me impresionaba mucho. En los días en que me sentía especial­mente deprimido porque no me habían dado unos centavos que necesitaba urgentemente para comprar algo que a juicio de mamá yo no necesitaba, acaballado en la tapia medianera planeaba una operación en grande escala para ase­sinar y robar al millonario Vargas.

De la barda puedo saltar al brevo de su solar. Ya en tierra me deslizaré a lo largo de la tapia, y entraré por la puerta de la cocina siempre abierta… El corazón me late tan fuerte, que lo van a oír… ¡No importa!… El viejo está en el campo o parado a la puerta de la joyería… Cuando después de recorrer paso entre paso, con los zapatos en la mano, todos los cuartos de la casa, de pronto encuentre la cueva del tesoro…

Si jamás pude poner por obra este pensamien­to criminal, que no sé por qué olvidaba siempre en mis confesio­nes, no fue por consideraciones morales sino por dificultades técnicas.

Me atraía más el solar del escritor Gómez Restrepo, quien tenía una cultura formidable, unas gafas de pinzas porque era muy cegato, grandes orejas peludas y una barbita en punta. Parecía un diablo de caja de fósforos, de las que producía mi tío Luis en su fábrica de Chapinero. Al otro lado del solar, entre un brevo y un papayo, se columbraba un cuarto atestado de libros. Toda la casa del escritor, desde el zaguán hasta el solar, estaba llena de libros que según decían pasaban de cuarenta mil, adquiridos en sus viajes por los países europeos en los cuales había desempeña­do diversos cargos diplomáticos.

—¿Tú crees, mamá, que el doctor Gómez Restrepo tenga todos esos libros en la cabeza?

—No todos, pero sí muchos.

—¿Como cuántos?

—No sé… Tal vez treinta, cuarenta mil…

—No puede ser. En la sola lectura de Pinocho yo he durado por lo menos seis meses…

El bueno de don Antonio habría de ser mi primera víctima literaria. No tenía quince años cuando estimulado por don Tomás Rueda Vargas comencé a escribir una novela. El tema era macabro y absurdo entreverado de interminables descripciones, con mar al fondo precisamente porque yo no conocía el mar. Después de largos días de angustias y luchas interiores me presenté a la casa del escritor. En dos palabras le expliqué que me había vuelto novelista, y sin darle tiempo a que se pusiera en guardia le leí sin respirar, entre los dientes, todo un cuaderno que tenía escrito a mano y en lápiz. No me atrevía a levantar los ojos para mirarlo, pero de vez en cuando lo oía toser y suspirar.

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