Eduardo Caballero Calderón - Memorias infantiles

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En este libro, Eduardo Caballero rememora su infancia y su paso a la adolescencia, recuerdos que no solo reflejan su yo, sino también el espíritu de la Bogotá de comienzos del siglo XX, una ciudad que, al igual que Colombia, luchaba para mantenerse en el sopor colonial, negándose con ímpetu a las fuerzas de la modernidad que ya se encontraban en la educación, la cultura y la tecnología. Así, este niño ve con ojos cristalinos la vida de esta ciudad provinciana en la que juega, sueña, sufre, pero sobre todo se pregunta por las cosas que pasan a su alrededor, como lo hacíamos todos en nuestra infancia. Este libro es una impresionante muestra de cómo la infancia es la misma en su diversa experiencia: desde los sencillos juegos de niños, pasando por los primeros escarceos amorosos, hasta la comprensión de la pandemia, la injusticia y la violencia que azotó a Colombia a comienzos del siglo XX.

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Y otra vez, llamado por el médico del convento que por anciano y ser muy cegato no podía poner inyecciones, mi tío Manuel Antonio fue a uno de los dos conventos a inyectar a la reverenda madre, que tenía más de noventa años. La hermana tornera lo condujo por unos corredores helados al través de salas esteradas y sombrías, que olían a moho y a ratón muerto. Al verlo de lejos y escuchar la campanilla que agitaba continuamente la hermana tornera, las viejas monjas se cubrían el rostro con el velo y se santiguaban de prisa. Ya en la celda de nuestra reverenda, halló que esta yacía en una cuja de palo vestida de pies a cabeza, cubierta con una burda tela de lienzo y con la cara tapada. Con voz cascada y gangosa le pidió a mi tío, por la pasión de Nuestro Señor, que le pusiera la inyección al través del hábito, para que no le viera una pulgada de pellejo. «¡Avemaría Purísima!», exclamó impaciente mi tío Manuel Antonio. «¡Conce­bida sin pecado y por la gracia de Dios!», respon­dió piadosamente la monja.

—Lo mejor es que su Reverencia se desvista si quiere que le ponga la inyección. Todas ustedes están viejas, flojas y arrugadas, y a mí estas cosas ya no me impresionan.

Cumplido el deber familiar de visitar a las monjas mi abuela volvía a su silla. Por la calle de La Candelaria se dirigía a su casa que quedaba al cruzar la esquina, en mitad de la otra calle. Pasado el alto y ciego paredón de la iglesia, se abría el estrecho zaguán que daba acceso al convento de los candelarios. Ella era grande amiga de esos viejos chapetones que por las tardes y por parejas —el padre Cándido y el padre Alberto, el padre Luciano y el padre Manuel, el padre Marcelino y el hermano Cirilo, el padre Leonardo y el hermano Jacinto— iban a verla al cuarto de vidrios y a tomar chocolate. Sin desmontarse de la silla mandaba llamar al padre Alberto con el cual mantenía largas conversaciones sobre la canonización del obispo Moreno, en la cual ella y el convento —al parecer ni el Nuncio ni el Vaticano— estaban muy interesados. El proceso se arrastraba con la lentitud de su silla de manos. El santo obispo Moreno fue un Prefecto Apostólico de Casanare, donde los candelarios tenían una fundación pues aunque eran muy sedentarios, al fin y al cabo tenían que justificar su condición de misioneros. El obispo murió de un cáncer en la garganta y para subir a los altares le faltaban tres milagros. En buscárselos, a la abuela y al padre —que cargaban a la mano toda clase de reliquias, por si era el caso— se les fue media vida.

Ya en la esquina nos deteníamos ante la tienda del señor Patiño, llamada El Pórtico —«Especialidad en Misceláneas»—, pues mi abuela había entrado en la tentación de comprar unos ovillos de hilo o unas agujas de coser. Sobre ese señor corría una copla que le compuso algún «ingenio» cuando el hombre —que te­nía un espeso bigote blanco y unos lentes redondos de aro de plata— recibió calabazas de una bella muchacha bogotana:

Cuando tú me despediste

despreciando mi cariño

dije en El Pórtico triste:

Me alejo, María Patiño.

La silla de manos se balanceaba suavemente por la mitad de la calle que era empedrada y con arroyo al medio. De la esquina hacia abajo, por la calle 12, se encontraba primero la casa de mi tía Amelia Pérez, viuda de Clímaco Calderón, primo hermano doble de mi abuelo. La tía Pérez era hija de don Santiago, expresidente en tiempo de los radicales. El mayor de sus hijos se mataba estudiando, mientras lo mató de veras una tuberculosis en París unos años más tarde. Luego seguía la casa de los Bermúdez Portocarrero, asiduos contertulios del cuarto de vidrios. Finalmente la de mi abuela, con el zaguán ya lleno de clientes de papá Márquez, y pobres que esperaban las sobras de comida que repartía la cocinera. Frente a la casa los vitrales de la Nunciatura relucían al sol como ventanas abiertas a un cielo imaginario.

El paseo terminaba. Mi abuela se sentaba en su cuarto de vestir, ante una mesita donde exhalaban su aroma la changua, el café con leche y el amasijo de María Mayorga. Mamá Toya desataba el plateado caudal de sus cabellos y se ponía a cepillárselos y partírselos en trenzas mientras ella comía. La vieja me daba a mordisquear una tostada todavía caliente, y me despedía inclinando un poco la cabeza para que yo le diera un beso. Por orden suya Mamá Toya me entregaba una de las manzanas canelas que había en los armarios, para perfumar la ropa.

Señora Santa Ana, ¿por qué llora el Niño?

Por una manzana que se le ha perdido.

Pues entra a la huerta y cógete dos,

Una para el niño y otra para vos.

Mi abuela se retiraba pronto a su alcoba, seguida de Mamá Toya, porque sentía «el trastorno». Hasta pasado mediodía, cuando tomaba posesión de su silla en el cuarto de vidrios, permanecía encerrada. Oficialmente se decía que recostada mientras le pasaba el trastorno y Mamá Toya le daba a beber una taza de agua de coca y le frotaba las sienes con agua de Colonia. Según retazos de conversaciones que había pescado al vuelo en la despensa de Emilia Arce, el trastorno consistía en que la vieja, vanidosa a pesar sus ochenta años, se pintaba las mejillas con ungüentos que Mamá Toya le compraba en la farmacia de los Mon­tañas, en la Calle Real.

—Hoy se le fue la mano a mi señora Ana Rosa y amaneció más rosada que nunca —le oí decir una vez a mi tía Magola. Era uno de esos días grises, azotados por la llovizna, que sumían en tinieblas toda la casa, pues durante el día los Samper no «echaban» la luz.

Entraba la vieja como una reina, pasado el mediodía, y preparaba su labor en el costurero lleno de cintas, ovillos, encajes, dedales y tijeras. Una o dos horas más tarde le traían el almuerzo que tomaba allí mismo, pues al comedor sólo pasaba los domingos y en las fiestas solemnes de la Semana Santa. Alguien la acompañaba mientras duraba el almuerzo. Pasado el cual ella se retiraba otra vez a su alcoba, a dormir la siesta, y resurgía a las cuatro de la tarde cuando comenzaban a llegar las visitas para el chocolate o el café con leche de las onces.

El gran reloj de pared hacía tic-tac, cuando las conversaciones cesaban un momento. Mi abuela, mirando el cuadrante por encima de los anteojos, mientras enhebraba una aguja exclamaba:

—¡Dios mío, las cuatro! ¡Cómo pasa el tiempo!

* * *

La Presidencia de la República tenía un landó, que se mecía como una cuna en sus tirantes de cuero. A las carreras y batallas de flores en el Hipódromo de la Magdalena, cuya entrada era una larga avenida flanqueada de eucaliptos gigantescos, los cachacos iban en cabriolet tirado por un solo caballo. En un plano inferior seguían las carretas que usaban los hacendados de la Sabana para el transporte de las cantinas de leche. Luego los carros de yunta, con yugo, lanza gruesa como el tronco de un árbol y pértiga con una espuela en la punta para picar a los bueyes. En realidad, y durante el curso de la vida, las gentes empleaban todos esos transportes. A casarse iban a la iglesia en cupé; a carreras, en cabriolet; a pasear, en victoria descubierta; en carreta a la iglesia del pueblo cuando veraneaban, y en carro de yunta aunque fuera duro como un palo —y era de palo— y lento como un buey —pues lo tiraban dos bueyes— se hacían los paseos al Salto del Tequendama por un camino arrugado y resbaloso que bordeaba el río.

Hastiada de mirar el mundo a través de los vidrios de la galería, en la cual flotaba una imperceptible nube de humo de tabaco, ordenaba a Salvador preparar la victoria y se iba de paseo. Sólo ocasionalmente gozaba el privilegio de salir con ella y montar en el coche que despedía un grato aroma a cuero curado y a sudor de caballo. Nos cubríamos las piernas con una manta suave y espesa, por un lado gris y por el otro verde.

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