Eduardo Caballero Calderón - Memorias infantiles

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En este libro, Eduardo Caballero rememora su infancia y su paso a la adolescencia, recuerdos que no solo reflejan su yo, sino también el espíritu de la Bogotá de comienzos del siglo XX, una ciudad que, al igual que Colombia, luchaba para mantenerse en el sopor colonial, negándose con ímpetu a las fuerzas de la modernidad que ya se encontraban en la educación, la cultura y la tecnología. Así, este niño ve con ojos cristalinos la vida de esta ciudad provinciana en la que juega, sueña, sufre, pero sobre todo se pregunta por las cosas que pasan a su alrededor, como lo hacíamos todos en nuestra infancia. Este libro es una impresionante muestra de cómo la infancia es la misma en su diversa experiencia: desde los sencillos juegos de niños, pasando por los primeros escarceos amorosos, hasta la comprensión de la pandemia, la injusticia y la violencia que azotó a Colombia a comienzos del siglo XX.

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—¡Vete a acostar, que estás muerto del sueño! —me dijo mamá que veía dentro de mí como si yo fuera una bola de cristal.

Como Bogotá no tenía cuerpo de bomberos, cualquier día podría desaparecer tragada por las llamas. Cuando se desvaneció la mancha encarnada y amarilla, anaranjada y amarilla, anaranjada y rosácea, malva y cenicienta, que flotaba en las faldas de Monserrate, me fui a acostar todavía excitado por la visión del incendio; y aquella noche al cerrar los ojos, se me pegó a las retinas una mariposa gualda y encarnada, como si me hubiera tirado al sol, a mediodía, y viera la luz al través de los párpados.

El vuelo de Knox Martin fue otro acontecimiento que congregó en el jardín a toda la gente de la casa, desde mi abuela hasta José Fuentes el jardinero, y lo recuerdo como una herida cuya cicatriz aún conservo en la frente. Ese día me caí de la araucaria, que era el árbol más alto del jardín.

—¿Pero qué te pasó, por Dios? ¿Te duele mucho la cabeza?

—Ya estoy mucho mejor, ¡pero no me vayan a hacer nada! No quiero que me cosan la cabeza como dice mi tío Manuel Antonio —el cual era médico y casado con mi tía Lulú Calderón.

Había trepado velozmente por las ramas cuando el ruido del motor se escuchó a lo lejos y en lo alto, entre las nubes grises que cubrían la Sabana. Los primeros que lo vieron —los niños— comenzaron a brincar señalando ese punto negro que yo no lograba ver por ninguna parte.

El pájaro de metal lo llamarían los periódicos al día siguiente, y comentarían la increíble intrepidez de Knox Martin, quien había hecho una demostración de acrobacia entre los cerros de Monserrate y Guadalupe, cuando en realidad el chorro de viento helado que soplaba por el boquerón de Cruz Verde había jugado con el aeroplano como con una hoja seca. El aviador vio las duras y las maduras, según lo contó en una entrevista que publicaron los periódicos, y si no se mató en aquel trance y al aterrizar en un barbecho de la Sabana fue de puro milagro. Había remontado el vuelo en Girardot, sin planos y sin instrumentos, y cuando aterrizó acudieron a saludarlo y presentarle su homenaje las autoridades civiles.

—¿Ya te sientes mejor? ¿No te aprieta la venda?

—Cuando sea grande, quiero ser aviador…

—Ahora, ¡duérmete!

Duérmete mi niño

que tengo qué hacer

lavar los pañales

y hacer de comer…

Canturreaba mamá a la cabecera de mi cama, mientras yo me dormía.

Sin embargo, los tres círculos de que hablo en­traban en contacto en otras ocasiones que pudiéramos llamar naturales: cuando al fin del año escolar venían las migraciones veraniegas, los domingos para la misa en la iglesia de la Candelaria, y todas las tardes durante la momentánea fusión de señoras y sirvientas, grandes y chicos, propios y extraños, en el oratorio donde un padre candelario encabezaba el rosario:

—Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…

Mamá y mis tías tenían una voz para rezar, gangosa, unida y monótona. Mamá Toya arrastraba las últimas sílabas, fundía las palabras en la garganta, y no decía «ahora y en la hora de nuestra muerte, amén», sino «aura y en laura de nuestramén». Mi abuela tenía una voz baja, caliente, tremolante, con ciertos matices nasales que en ella expresa­ban la piedad, la ternura y la devoción. Con esa voz hablaba de los santos, de los muertos de la familia o del último nieto recién nacido. ¿Cómo será mi propia voz? No logro saberlo porque nunca pude oírmela. ¿Estaba diciendo las palabras en voz alta, o simplemente las estaba pensando? A la tercer Ave María de la segunda casa —«el misterio que tenemos que contemplar es el de los cinco mil y más azotes que dieron a nuestro Señor atado a una columnaaa»—, me quedaba profundamente dormido, arrullado por el canto llano del rosario. Cuando me despertaba una tos admonitoria de mamá, o un discreto sacudón de Cacó, mi ama, sobre cuyas rodillas me había desgonzado como un muerto, podía gozar de las letanías que caían de lo alto, como si alguien estuviera desgranando los prismas y las lágrimas de cristal de la lámpara que colgaba del techo. Por la escala de Jacob de las letanías —torre de marfil, casa de oro, rosa mística, estrella matutina— trepaba al cielo oriental de las imágenes bíblicas donde reinaba la eterna poesía. Muchos años más tarde, cuando leía el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, o el Cantar de los Cantares de Salomón, me sentía súbitamente arrebatado al mundo del oratorio, o a una esfera luminosa que se mecía rítmicamente empujada por el acompasado golpe de los ora pro nobis.

Al patio miraba el vestíbulo al través de una galería de cristales. Tenía un piano, espejos de marco dorado, los retratos de mi abuelo y mi tía Ana Rosita Calderón, viuda de Carlos Calderón el político, pintados al óleo por Garay; y las consolas de mármol.

—¿Por qué los pintores pintan los cuadros tan oscuros como si las personas salieran de un túnel nocturno? ¿Qué habrá detrás del retrato del abuelo Aristides?

El vestíbulo abría tres grandes puertas al salón, fúnebre, triste, con las ventanas siempre cerradas, los muebles amortajados en fundas de tela, la alfombra roja que despedía un sutil olor a moho y a papaya, y dos pesadas lámparas que tintineaban cuando nos aventurábamos por allí para despojarlas poco a poco de prismas que descomponían la luz en siete colores, como la cola del caballito del cuento. El vestíbulo y el salón sólo se abrían en grandes ocasiones: matrimonios, operaciones quirúrgicas y velorios importantes. Allí se había celebrado la fiesta del matrimonio de mamá, a comienzos del siglo y cuando papá era ministro del Tesoro del general Reyes. Allí la operaron sin anestesia de un cáncer, y la velaron lo mismo que a mis tíos y a mi abuela. Era un salón lleno de muertos y fantasmas, y su remoto aroma a corona mortuoria y sahumerio rancio me atosigaba la garganta y me producía un vago malestar.

Al lado izquierdo del salón y del vestíbulo se encontraba el departamento de mi tío el médico de niños, a quien le decíamos «papá Márquez», que era un hombre maniático y curioso. Yo le había visto preparar personalmente los teteros de sus hijos, ante la desesperación de las sirvientas a quienes ordenaba evacuar la cocina para que no infectaran el extraño brebaje. Los preparaba envuelto en una sábana, con un gorro de operar en la cabeza y una sombrilla en la mano para evitar que se acercaran las moscas que se estacionaban en el cielorraso. En cambio mi otro tío médico, Manuel Antonio Cuéllar, carecía de prejuicios profilácticos. Decía que la leche de sus vacas de El Vergel, ordeñadas a mano limpia —es decir sucia— por Lorenzo el mayordomo, tenía el más alto puntaje de bacterias en toda la Sabana; pero con esa leche —descontando los hijos de mi otro tío— nos habíamos criado todos.

Esa ala de la casa no me interesaba en lo más mínimo. Había en ella, eso sí, el cuarto de la ropa con su claraboya en el cielorraso, donde nos congregábamos los días de lluvia a escuchar contar cuentos a Mamá Toya.

—Cuéntanos el del Caballito de los Siete Colores.

—¿Otra vez? Ya lo he contado cuatro veces.

—Entonces el de la Bella Durmiente.

—¡No, no! El de «Érase que se era».

—Érase que se era un rey que tenía tres hijos: el primero se fue a la guerra, el segundo a viajar y el tercero…

—Yo quiero un cuento de muertos y fantasmas…

—Mi señora me ha prohibido que les cuente esos cuentos, porque después se desvelan y tienen pesadillas…

—Eso no importa, cuéntalo, cuéntalo… Ahora no es de noche sino de día.

Pero la súbita iluminación de un relámpago y el estruendo de un trueno que vibraba en los vidrios de la claraboya, nos cortaba el resuello…

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