Eduardo Caballero Calderón - Memorias infantiles

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En este libro, Eduardo Caballero rememora su infancia y su paso a la adolescencia, recuerdos que no solo reflejan su yo, sino también el espíritu de la Bogotá de comienzos del siglo XX, una ciudad que, al igual que Colombia, luchaba para mantenerse en el sopor colonial, negándose con ímpetu a las fuerzas de la modernidad que ya se encontraban en la educación, la cultura y la tecnología. Así, este niño ve con ojos cristalinos la vida de esta ciudad provinciana en la que juega, sueña, sufre, pero sobre todo se pregunta por las cosas que pasan a su alrededor, como lo hacíamos todos en nuestra infancia. Este libro es una impresionante muestra de cómo la infancia es la misma en su diversa experiencia: desde los sencillos juegos de niños, pasando por los primeros escarceos amorosos, hasta la comprensión de la pandemia, la injusticia y la violencia que azotó a Colombia a comienzos del siglo XX.

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Pero aquello pasaba en un instante y cuando abría los ojos veía una ventana dibujada con delgados trazos luminosos en el fondo del cuarto. Me asaltaban los ruidos familiares de la calle y de la ciudad que trataba de amalgamar a mi último sueño, cerrando otra vez los ojos para seguir durmiendo, aunque sabía que era inútil pues estaba despierto. Aquilino martilleaba acompasadamente una badana, sentado a la puerta de su tienda. Calixto serruchaba una tabla en la tienda contigua. Las ruedas enllantadas de hierro del carro de la basura rodaban sobre el empedrado de la calle sacando chispas. Sonaban a lo lejos las campanas de la Candelaria anunciando la elevación, y mamá descendería en ese momento las gradas del comulgatorio con las manos puestas y los ojos bajos. Afortunadamente yo estaba enfermo y la noche anterior ella había resuelto que no fuera al colegio…

(El tintineo de una cucharilla en un vaso me produjo un frío mortal en el estómago. Cacó abrió de par en par la ventana y un chorro dorado, caliente, en el que flotaban millones de corpúsculos brillantes, barrió de un golpe las sombras de la noche. Me tapé las narices con dos dedos y venciendo una repugnancia instintiva apuré sin respirar aquella horrible pócima compuesta de jugo de naranja y dos dedos de aceite de ricino que flotaba en la superficie cuando Cacó dejó de agitar aquello con la cucharilla).

Dormir y amanecer en el campo era mucho mejor. Más que los ruidos funcionales de la ciudad que comenzaba a despertar —campanas anunciando la misa, la hora, la elevación; el carpintero y el zapatero con sus trastos del oficio en la acera de la calle; las pisadas de las recuas de burras cargadas de arena o de carbón de palo— eran lógicos y musicales los que podía escuchar en el campo cuando veraneábamos en La Granja, en Contador, en Yerbabuena o en El Castillo de Marroquín, cerca al Puente del Común. El acompasado crujido del tronco de los árboles, el furioso estruendo de cuerdas que producía el follaje, el solo de flauta de un canal en el patio, significaban que afuera, en la profundidad de la noche, galopaba el viento sobre los sembrados. Cuando cesaba el ronroneo de las arterias en el fondo de los oídos, y se elevaban altas y vibrantes las cuatro clarinadas del gallo, sin abrir los ojos para ver la cortina de luz fría y azulosa que cubría el rectángulo de una ventana mal cerra­da, sabía que había luna, y noche clara con estrellas errantes que rayarían los ijares del cielo. Y el despertar musical del día era más natural que en la ciudad, donde al fin y al cabo se escuchan de vez en cuando, como las toses en un concierto, ruidos discordantes que perturban el ritmo pausado de los sonidos naturales: los gritos de un niño de Calixto a quien estaban azotando, la voz destemplada del basurero pidiendo la basura, el gemido de un tranvía eléctrico a lo lejos, la voz gangosa de Pomponio Quijano, el cartero, anunciando que traía unas invitaciones para una fiesta o un matrimonio. Alguien le gritaba desde lejos, para fastidiarlo: «Pomponio, ¿quiere queso?».

El campo era una orquesta gigantesca que en­sayaba uno por uno o simultáneamente sus instrumentos, antes de tocar algo que yo quisiera oír completo alguna vez pero moriré sin haberlo oído jamás. En Yerbabuena el burro de Limbania rebuznaba para anunciar las cuajadas y los quesillos que traía en el lomo, envueltos en grandes hojas frescas. Los perros le ladraban al burro. Se alborotaban las gallinas en el solar, pues alguna acababa de poner un huevo. De la pesebrera llegaba el ruido —¿qué nombre podría dársele a ciertos ruidos que, sin ser musicales todavía, ya han dejado de ser ingratos y discordantes?— de los chorros de leche en el cubo; más cortos y bajos a medida que este se iba llenando de leche y de espuma.

Todos esos rumores rimaban con mi silencio interior. Eran signos algebraicos de ciertas operaciones campesinas que yo conocía y cuyo coro triunfante anunciaba el comienzo del trabajo en las mañanas de sol, o la muerte del día cuando una racha de viento despeinaba los sauces en la orilla del río y destemplaba en los vallados la garganta de las ranas.

A los nueve, a los diez, a los doce años percibía estas cosas con tanta claridad que si entonces hubiera sabido escribir las habría descrito fotográficamente. Pero si hubiera sabido hacerlo, no me habría interesado el mundo en que vivía sino el literario en el cual, por obra de mis primeras lecturas, comenzaba a vivir. Y aunque entonces no lo supiera ni lo creyera, esas cosas elementales tenían para mí la importancia del agua para un sapo o un pez, la del aire para un insecto o un pájaro, la de la tierra blanda y negra para un gusano o una lombriz. El medio físico era un elemento inseparable de mi propia conciencia. Muchos años después, cuando me pongo a recordar el niño que yo fui, no puedo disociarlo de ciertos hechos, de ciertas imágenes, de ciertas cosas, de ciertos climas. Yo era esas mañanas frías y azules de diciembre, cuando dudaba entre las sábanas tibias y cargadas de sueño si continuaba toda­vía durmiendo o si me levantaba para acudir descalzo y en camisa a la pese­brera a ver ordeñar. Y era el viento que soplaba a la hora del sol de los venados, desatando un melancólico coro de sapos. Y era la noche batida por la lluvia, tensa de angustia como los troncos de los eucaliptos que crujían estrujados por una mano invisible.

Todo eso se me perdió y se me olvidó cuando misteriosamente el mundo se desprendió de mí y se me convirtió en una realidad presente pero distante. Todo eso se me volvió impresiones algebraicas, meras palabras huecas que se referían a imágenes que ya había dejado de ver. Siento otra vez estas cosas cuando torturado por el estruendo de una motocicleta que pasa por la calle, o abofeteado en pleno rostro por el estridente vocerío que asciende al abrir la ventana, me asalta una nostalgia de campo, de silencio preñado de melodías naturales. Pero yo sé que se trata de una nostalgia infantil, imposible de satisfacer.

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