El Imperio Romano condenó a Juan al exilio en la isla de Patmos, “a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús” (Apoc. 1:9). La Palabra de Dios es la Sagrada Escritura. (Véase, por ejemplo, Oseas 1:1, Joel 1:1 y 2 Timoteo 3:15 y 16.) En los días de Juan, el Nuevo Testamento todavía no había sido terminado, y la Palabra de Dios era mayormente el Antiguo Testamento. Los cientos de frases del Antiguo Testamento que aparecen en el Apocalipsis nos muestran cuánto amaba Juan la Palabra de Dios del Antiguo Testamento. Creía en sus profecías acerca de Jesús, y prestaba atención a sus Mandamientos contra la adoración de imágenes y otros pecados. Leal al Antiguo Testamento, evidentemente no estuvo dispuesto a adorar a una imagen del emperador Domiciano. Por eso, Juan estaba en Patmos “a causa de la Palabra de Dios”.
También se encontraba allí “a causa [...] del testimonio de Jesús”. Acabamos de ver que el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía. Los profetas del Antiguo Testamento fueron inspirados por el Espíritu de Cristo. (Véase 1 Pedro 1:10 al 12.) En los tiempos del Nuevo Testamento, muchas personas también recibieron el don del espíritu de profecía. Mateo, Marcos, Lucas, Pablo, Pedro y Juan mismo fueron inspirados por el Espíritu Santo para escribir el testimonio de Jesús en los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas, o cartas, del Nuevo Testamento. El “testimonio de Jesús” dio lugar a una producción literaria viviente y creciente, destinada a revelar la verdad acerca de Jesús.
Cuando Juan dice que se encontraba en la isla de Patmos “a causa [...] del testimonio de Jesús”, quiere decir que estaba allí porque creía y enseñaba la verdad que los autores del Nuevo Testamento, él inclusive, fueron inspirados a escribir acerca de Jesús.
“El Primogénito de entre los muertos”. En el versículo 5 se dice que Jesús es “el Primogénito de entre los muertos”. No quiere decir que Cristo fue la primera persona que resucitó de entre los muertos. Antes de su propia resurrección Jesús volvió a la vida a la hija de Jairo (Mar. 5:21-43), al hijo de la viuda de Naím (Luc. 7:11-17), y a Lázaro de Betania (Juan 11). (Véanse las páginas 75 a 78.)
Pero sin su resurrección, nadie más podría haber resucitado. Únicamente “en Cristo” puede alguien volver a la vida. (Véase 1 Corintios 15:22.)
En los tiempos bíblicos, el primer hijo nacido en el seno de una familia recibía lo principal de la herencia, es decir, la primogenitura. (Véase Génesis 43:33 y Deuteronomio 21:17.) Los privilegios del primogénito eran tan notables, que la palabra primogénito misma llegó a ser sinónimo de “notable”, “el más importante” y “único”. A punto tal que en Job 18:13 se da el nombre de “primogénito de la muerte” a una enfermedad singularmente peligrosa.
Jesús es “el Primogénito de entre los muertos” porque es, superlativamente, la Persona más importante que haya muerto y haya resucitado.
“Al que nos ama”. Con cuánta sencillez se dirige el versículo 5 a nuestro corazón. Él “nos ama”. Cuán reconfortante es que en medio de su exilio Juan haya podido decir esto acerca de Jesús. Cuán bueno es que nosotros podamos saber que bajo toda circunstancia esto es verdad. ¡Cuán amable de parte de Jesús es hacérnoslo saber! (Véase Juan 14:23.)
Estas tres áureas palabras: “Yo te amo” , no son solo para la ensoñación de los enamorados. Todos deberíamos decirlas. Deberíamos decírselas a cada miembro de la familia. Mamá besaba a sus cuatro hijos y prácticamente todas las noches, antes de ir a dormir, nos decía que nos quería. Al visitarla cuando yo tenía casi cuarenta años y ella ya no gozaba de buena salud, me repitió ese cariñoso ritual como cuando yo tenía seis años; entonces me di cuenta, repentinamente, de cuán excepcional era lo que ella había hecho todos esos años.
¿Ha abrazado usted a su hijito últimamente? ¿Le ha dicho que lo ama?
“Al que [...] nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados” (vers. 5). El amor no se limita a hablar. El amor es especialmente hacer algo. Jesús pagó la culpa por nuestros pecados al abandonar el cielo para vivir una agotadora vida de servicio aquí, en la Tierra, abrumado de críticas, a las cuales no respondió, y al morir humillado en medio de intensos dolores sobre una cruz. “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Juan 15:13). Pero “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rom. 5:8). “Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Rom. 5:10).
Nuestro hijo ingresó en un hospital a los quince meses de edad, y estuvo al borde de la muerte por cuatro semanas. Mi esposa y yo nos consolábamos al recordar que Dios, a quien orábamos constantemente, amaba a nuestro hijito aun más que nosotros. El Hijo de Dios murió por nuestro hijo. Nosotros no hicimos eso por él.
“Y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre” (vers. 6). Cuando Dios sacó a los israelitas de Egipto, dijo que eran “un reino de sacerdotes” (Éxo. 19:6). Al final de las setenta semanas de Daniel 9:24 al 27, Dios suscitó una nueva nación constituida por cristianos de todas las razas, incluso judíos. Dijo que esta nueva “nación” era un “sacerdocio real” (1 Ped. 2:9. Véase el tomo 1, páginas 221 a 227).
Si usted es cristiano, el Señor ha hecho de usted parte de su “sacerdocio real”. Vale la pena meditar en esto. ¿Qué significa?
Hace algunos años, estaba aprendiendo de memoria la Epístola a los Hebreos. Al llegar al capítulo 5, se me ocurrió pasar al Apocalipsis, que había aprendido de memoria varios años antes. Ocurrió que mientras conducía mi auto cierto día, me repetí a mí mismo: Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios . Casi al mismo tiempo, me descubrí repitiendo Hebreos 5:1: “Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios”.
Puesto que los sacerdotes comunes llevaban a cabo muchas de las funciones básicas de los sumo sacerdotes, presté especial atención para ver qué funciones tenía yo el privilegio de cumplir para Dios como real sacerdote . Descubrí que Hebreos 5 dice que el sumo sacerdote es nombrado por Dios para actuar en favor de los hombres con respecto a Dios, y para ofrecer dones y sacrificios por los pecados propios y por los de la gente. Yo sabía que nuestros “dones” y “sacrificios” incluyen nuestras oraciones, que ofrecemos por medio del sacrificio de Cristo llevado a cabo en la cruz. (Véase Hebreos 13:15 y Santiago 5:16.) Descubrí que el significado de nuestro sacerdocio es al menos este: que debemos orar en el nombre de Cristo por el perdón de nuestros propios pecados y por el perdón de los pecados de los demás. Se nos invita especialmente a orar por la gente que no es amable con nosotros. (Véase Mateo 5:44.)
Observé también que Dios nos ha “nombrado” sacerdotes. Eso solo puede significar que él desea intensamente que actuemos como sacerdotes. Quiere que oremos por el perdón de nuestros pecados, y por la conversión y la prosperidad de los demás: esposos, padres e hijos, empleadores y empleados, funcionarios del Gobierno, socios... También quiere que oremos por la difusión del evangelio entre los no cristianos. (Con el fin de aprovechar mi privilegio sacerdotal, tengo una lista de nombres en una libretita para contrarrestar la fragilidad de mi memoria.)
Dios se interesa por nosotros. Quiere ayudarnos. Nos ha ordenado que le pidamos cosas. Ha hecho de nosotros sus sacerdotes.
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