Elena G. de White - Los Ungidos

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El único Rey y Profeta que no pecó fue Jesús, el Cordero de Dios. Y solamente él puede llevar los pecados del mundo, nuestros pecados. Sin embargo, podemos aprender de los éxitos y los fracasos de los ungidos de Dios, conforme está registrado en la Biblia. Los relatos de su vida revelan el gran amor y la paciencia que Dios tiene por todos nosotros, y su deseo de perdonarnos y darnos un nuevo corazón y una mente renovada, para que podamos vivir una vida mejor en este mundo y alcanzar la vida eterna en el mundo por venir.Resalta las grandes lecciones morales que deben aprenderse de los triunfos, las derrotas, las apostasías, el cautiverio y las reformas de Israel.

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La viuda de Sarepta compartió su poco alimento con Elías; y en pago, fue preservada su vida y la de su hijo. Y a todos los que en tiempo de prueba y escasez ofrecen simpatía y ayuda a otros más necesitados, Dios ha prometido una gran bendición. Su poder no es menor hoy que en los días de Elías. “Cualquiera que recibe a un profeta por tratarse de un profeta recibirá recompensa de profeta” (Mat. 10:41).

“No se olviden de practicar la hospitalidad, pues gracias a ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (Heb. 13:2). Nuestro Padre celestial continúa poniendo en la senda de sus hijos oportunidades que son bendiciones disfrazadas; y aquellos que aprovechan esas oportunidades encuentran mucho gozo. “Si te dedicas a ayudar a los hambrientos y a saciar la necesidad del desvalido [...] Serás como jardín bien regado, como manantial cuyas aguas no se agotan” (Isa. 58:10, 11).

Hoy dice Cristo: “Quien los recibe a ustedes me recibe a mí”. Ningún acto de bondad realizado en su nombre dejará de ser reconocido y recompensado. En el mismo tierno reconocimiento incluye Cristo hasta a los más humildes y débiles miembros de la familia de Dios. Dice él: “Y quien dé siquiera un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños –a los que son como niños en su fe y conocimiento de Cristo–, por tratarse de uno de mis discípulos, les aseguro que no perderá su recompensa” (Mat. 10:40, 42).

Tres años de sequía

Durante los largos años de hambre, Elías rogó fervientemente mientras la mano del Señor caía pesadamente sobre la tierra castigada. Mientras veía sufrimiento y escasez por todos lados, su corazón se agobiaba de pena y suspiraba por el poder de provocar una presta reforma. Pero Dios estaba cumpliendo su plan, y todo lo que su siervo podía hacer era seguir orando con fe y aguardar el momento de una acción decidida.

La apostasía que prevalecía en el tiempo de Acab era el resultado de muchos años de mal proceder. Poco a poco, Israel se había estado apartando del buen camino, y al fin la gran mayoría se había entregado a la dirección de las potestades de las tinieblas.

Había transcurrido más o menos un siglo desde que, bajo el gobierno del rey David, Israel había unido gozosamente sus voces para elevar himnos de alabanza al Altísimo, en reconocimiento de la forma absoluta en que dependía de Dios por sus mercedes diarias. Podemos escuchar sus palabras de adoración mientras cantaban:

“Tú, oh Dios y Salvador nuestro,

tú inspiras canciones de alegría.

Con tus cuidados fecundas la tierra,

y la colmas de abundancia.

Los arroyos de Dios se llenan de agua,

para asegurarle trigo al pueblo.

¡Así preparas el campo! [...]

Tú coronas el año con tus bondades,

y tus carretas se desbordan de abundancia” (Sal. 65:5, 8-13).

“Desde tus altos aposentos riegas las montañas [...],

Haces que crezca la hierba para el ganado,

y las plantas que la gente cultiva. [...]

¡Oh Señor, cuán numerosas son tus obras!

¡Todas ellas las hiciste con sabiduría!

¡Rebosa la Tierra con todas tus criaturas!” (Sal. 104:10-15, 24-28).

La tierra a la cual el Señor había llevado a Israel fluía leche y miel, un país donde nunca necesitaría sufrir por falta de lluvia. Esto era lo que le había dicho: “Esa tierra, de la que van a tomar posesión, no es como la de Egipto, de donde salieron; allá ustedes plantaban sus semillas y tenían que regarlas como se riega un huerto. En cambio, la tierra que van a poseer es tierra de montañas y de valles, regada por la lluvia del cielo. El Señor su Dios es quien la cuida”.

La promesa de una abundancia de lluvia les había sido dada a condición de que obedeciesen. El Señor había declarado: “Si ustedes obedecen fielmente los Mandamientos que hoy les doy, y si aman al Señor su Dios y le sirven con todo el corazón y con toda el alma, Entonces él enviará la lluvia oportuna sobre su tierra, en otoño [la temprana] y en primavera [la tardía].

“¡Cuidado! No se dejen seducir. No se descarríen ni adoren a otros dioses, ni se inclinen ante ellos, porque entonces se encenderá la ira del Señor contra ustedes, y cerrará los cielos para que no llueva; el suelo no dará sus frutos, y pronto ustedes desaparecerán de la buena tierra que les da el Señor” (Deut. 11:10-17).

“Si no obedeces al Señor tu Dios ni cumples fielmente todos sus Mandamientos y preceptos [...] sobre tu cabeza, el cielo será como bronce; bajo tus pies, la tierra será como hierro. En lugar de lluvia, el Señor enviará sobre tus campos polvo y arena; del cielo lloverá ceniza” (28:15, 23, 24).

Estas órdenes eran claras; sin embargo, con el transcurso de los siglos, mientras una generación tras otra olvidaba las medidas tomadas para su bienestar espiritual, las influencias ruinosas de la apostasía amenazaban con arrasar toda barrera de la gracia divina. Ahora la predicción de Elías recibía un cumplimiento terrible. Durante tres años, el mensajero que había anunciado la desgracia fue buscado. Muchos gobernantes habían jurado por su honor que no podían encontrar en sus dominios al extraño profeta. Jezabel y los profetas de Baal aborrecían a Elías y no escatimaban esfuerzo para apoderarse de él. Y mientras tanto, no llovía.

El pueblo finalmente está listo para la reforma

Al fin, “después de un largo tiempo“, esta palabra del Señor fue dirigida a Elías: “Ve y preséntate ante Acab, que voy a enviar lluvia sobre la tierra”. Obedeciendo a la orden, “Elías se puso en camino para presentarse ante Acab”.

Más o menos en esa época, Acab había propuesto a Abdías, gobernador de su casa, hacer una cuidadosa búsqueda de los manantiales y los arroyos, con la esperanza de hallar pasto para sus rebaños hambrientos. Aun en la corte real se hacía sentir agudamente el efecto de la larga sequía. El rey, muy preocupado por lo que esperaba a su casa, decidió unirse personalmente a su siervo en busca de algunos lugares favorecidos donde pudiese obtenerse pasto. “Acab se fue en una dirección, y Abdías en la otra. Abdías iba por su camino cuando Elías le salió al encuentro. Al reconocerlo, Abdías se postró rostro en tierra y le preguntó: ‘Mi señor Elías, ¿de veras es usted?’ ”

Durante la apostasía de Israel, Abdías había permanecido fiel. El rey no había podido apartarlo de su fidelidad al Dios viviente. Ahora fue honrado por la comisión que le dio Elías: “Ve a decirle a tu amo que aquí estoy”.

Aterrorizado, Abdías exclamó: “¿Qué mal ha hecho este servidor suyo, para que usted me entregue a Acab y él me mate?” Esto era buscar una muerte segura. Explicó al profeta: “Tan cierto como que vive el Señor su Dios, que no hay nación ni reino adonde mi amo no haya mandado a buscarlo. Y a quienes afirmaban que usted no estaba allí, él los hacía jurar que no lo habían encontrado. ¿Y ahora usted me ordena que vaya a mi amo y le diga que usted está aquí? ¡Qué sé yo a dónde lo va a llevar el Espíritu del Señor cuando nos separemos! Si voy y le digo a Acab que usted está aquí, y luego él no lo encuentra, ¡me matará!”.

Con solemne juramento Elías prometió a Abdías que su diligencia no sería en vano. “Tan cierto como que vive el Señor Todopoderoso, a quien sirvo, te aseguro que hoy me presentaré ante Acab”. Con esta seguridad, “Abdías fue a buscar a Acab y le informó de lo sucedido”.

Con asombro mezclado de terror, el rey oyó el mensaje enviado por el hombre a quien temía y aborrecía, a quien había buscado tan incansablemente. ¿Sería posible que el profeta estuviese por proclamar otra desgracia contra Israel? El corazón del rey se sobrecogió de espanto. Recordó cómo se había desecado el brazo de Jeroboán. Acab no podía dejar de obedecer a la orden, ni se atrevía a alzar la mano contra el mensajero de Dios. De manera que, acompañado por una guardia de soldados, el tembloroso monarca se fue al encuentro del profeta.

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